De Viaje con Pablo Gutiérrez

Mientras esperaba a Noe en el estrecho pasilllo de nuestro piso, miraba al equipaje preparado y notaba cierta galbana atornillándome más de lo habitual para no partir de viaje, pero a la vez tampoco deseaba volver. La única solución posible parecía ser quedarme tres semanas con un pie a un lado y otro al otro del quicio de la puerta. La lógica casi nunca se puede aplicar con éxito.

Todavía no había amanecido y a medida que transcurrían los minutos, las probabilidades de perder el avión aumentaban considerablemente hasta alcanzar un estado en el cual la pereza inicial se transmuta en miedo a no llegar, a que se desbaraten todos los planes.  Es en ese instante y no antes cuando partimos y todo dejó de tener importancia.  Todo pareció resolverse y el hogar quedó casi convertido en un recuerdo.

El día anterior dimos nuestro paseo de costumbre para despedirnos de Oviedo. Se trata de una ficción, de un ritual que nos ayuda a avivar nuestra relación con la ciudad en la que vivimos, como si cada año simulara romper con Noe solo para darme cuenta del frío que trae el abandono, y de este modo retorcido, luchase contra la comodidad de no tener problemas sentimentales importantes.

Las miradas sobre las calles de siempre, a las cuales a diario no prestamos demasiada atención, se convierten en fabulosas novedades cuando se es consciente de que no las veremos en un tiempo. Dan ganas de quedarse enfrente de cualquier solar vacío y memorizarlo, por si acaso a alguien le da por llenarlo durante mi ausencia. Ojalá hubiese podido hacer lo mismo con el hueco en donde se levantó el edificio en el que vivo. Indagar por las tripas del pasado siempre me resulta provechoso. Me conformaría con ver un día la nada que dejaron durante la última remodelación, que consistió en mantener la fachada original y tirar el edificio completo por dentro. Comprobar cómo era el solar del edificio primitivo, el de 1877, ya supondría un viaje a aquel pasado lleno de tranvías y carruajes que tanto atrae en las fotos antiguas, pero que seguro que decepcionaría visitar. La primera opción ya es imposible, pero pudo haber sido, mientras que la segunda sólo cabría en un libro de H.G Wells.

También cumplimos con una costumbre asociada a los niños y que se recupera de anciano, pero que durante el impasse entre ambas edades se pierde y se suele sustituir por el vermut. Me refiero a las meriendas, que casi siempre digerimos en soledad junto a una nutrida corte de personas para las cuales pensar en el futuro ya carece de sentido. Nuestros amigos se ríen de nosotros, pero no nos importa porque sabemos que se trata de una burla apreciativa. Les divierte, al igual que a mí me pueden entretener algunas de sus peculiaridades. El pitorreo compartido y consentido es un gran lazo de unión entre nosotros. Eso sí, nos preocupa que nos conozcan en todas las confiterías de Oviedo. En cierto modo y salvo en los versos, nos parecemos al difunto Ángel González, que tan bien retrató Joaquín Sabina con una sola frase, dicha en boca de un camarero al poeta ovetense cuando este salía de un bar:

– Don Ángel: ¿otro güisquito, o se va a casa? ¡Cuidado con el escalón!

Así que: ¡Cuidado con el escalón! ha quedado como frase que vale para advertir de que se ha cometido un exceso, pero se ha disfrutado tanto que no sólo da igual, sino que se volvería a incurrir en el mismo acierto sin dudarlo.

Terminadas todas las rutinas, regresamos a casa a preparar un equipaje que incluía desde plumíferos hasta pantalones cortos, pero siempre en cantidades comedidas tirando a escasas, porque viajar con baúles ya no está al alcance de todo el mundo. Tampoco me gustaría. El verdadero lujo podría consistir en olvidarse de las maletas y comprar lo que se necesite en destino. Los ricos viajan con las manos en los bolsillos y una tarjeta de crédito bien apuntalada. Los muy ricos y famosos ni siquiera necesitan tarjeta, porque alguien más pobre seguro que se lo paga todo encantado.

Temprano por la mañana, llegamos en coche a un restaurante de carretera junto al aeropuerto de Asturias. Para diversificar el negocio, el establecimiento ha creado un aparcamiento de larga estancia entre otras innovaciones que mejor no comentar. Con esta medida consiguen hacerle la competencia a la poderosa AENA con un estilo muy acorde al de los restaurantes que aún venden casetes de música. Es decir, ningún operario uniformado toma los datos del vehículo, lo inspecciona, le saca fotos y luego le proporciona a uno una carpetilla decorada con algún eslogan sin sentido en la cual se encuentra la factura doblada, un contrato de veinte páginas y unas claves para conectarse a una cámara web y poder observar lo que hace el coche mientras se está de viaje, que es básicamente nada.

Este aparcamiento ha quedado como uno de los últimos reductos de negocio en occidente que se basan en la confianza entre personas, sin papeles de por medio. Un ejercicio que funciona casi siempre, porque perpetrar cualquier vileza requiere cierta dedicación, esfuerzo y desgaste, cuando lo que en realidad nos gusta a la mayoría es postergarlo todo y no hacer nada, ni siquiera el mal.

Se les deja el coche con las llaves y el recibo consiste en que un señor de unos cincuenta años largos afirma:

– ¡No se preocupe ho!, lo cuidaremos como si fuera nuestro.

Los supuestos responsables fueron él, su mujer y el hijo de ambos. El único trámite que tuvimos que llevar a cabo consistió en llamar con antelación y dejar el nombre junto al número de matrícula del vehículo. Una auténtica maravilla sin encuestas de satisfacción del cliente, ni bolsa del viajero, ni promociones, ni locuciones acompañadas de un tortuoso hilo musical de fondo.

Es más, cuando llamé y una voz me recibió con un lacónico: «A ver…», dejé mi nombre y ni siquiera tuve que deletrear mi apellido. Ellos se ocuparon de interpretarlo a su manera, sin molestia alguna. Cuando llegamos allí con el tiempo justo, no había rastro de ningún Pablo Eguiluz en la lista. En cambio, junto a un número de matrícula que coincidía con la nuestra, aparecía un tal Pablo Gutiérrez. Desde que una enfermera escribió «ge» cuando deletreé la letra g, creo que ha sido la anécdota más disparatada relacionada con el ímprobo esfuerzo que supone transmitir mi apellido paterno a cualquiera.

Pablo Gutiérrez: me gusta el anonimato que le confiere a mi persona. Lo utilizaré cuando desaparezca y me inscriba en un balneario de incógnito durante algunos días sin que nadie me pueda encontrar, tal y como lo hizo Agatha Christie. La única pega para emular a la exitosa escritora inglesa es que obligaría a que Noe tuviera un amante que se llamara Pablo Gutiérrez, y yo debería vender millones de libros.

Lamentablemente, dentro de unos años, cuando la pareja se jubile, el negocio seguramente desaparecerá porque el hijo se cansará de llevar y traer a gente del aeropuerto en una furgoneta. Algo parecido ocurrió con la plaza de garaje que alquilé hace años cuando vivía en Gijón.

Se trataba de un bajo comercial amplio con un portón enorme que permanecía abierto durante el día. Se llegaba y se dejaba el vehículo en la entrada. Mientras la dueña permanecía sentada en un pupitre de colegio haciendo cuentas, el ayudante aparcaba los coches empujándolos a mano para encajarlos todos a modo de tetris.  En ocasiones, no le quedaba más remedio que mover alguno para meter otro y así sucesivamente cada vez que se volvía a por él. No se preparaban ni contratos ni recibos y las llaves se las quedaban ellos, con lo cual no parecía apto para desconfiados. La realidad era que funcionaba más o menos bien y le obligaba a uno a hablar un rato cada vez que requería desplazarse con su automóvil. Por las noches cerraban el portón y había que aporrearlo para despertar a un portero que de mala gana realizaba la maniobra pertinente. Eso sí, la dueña siempre sostenía que el garaje estaba abierto las veinticuatro horas del día, seis días a la semana, porque el sábado por la noche descansaba su ayudante, quizá para emborracharse.

La sensación de disfrutar de una aparcacoches particular se parecía a la que tenemos ahora al disponer de un mayordomo cuando llamamos a Alexa, Siri o Glovo. Los lujos al alcance de todos han terminado por convertirse en oxímoron, que lo único que consiguen es alimentar una frustración generalizada. Es cierto que vivimos en una opulencia de bajo coste llena de viajes, ropa y tecnología a precios de saldo, pero en general, vuelve a faltar lo esencial: vivienda a precios asequibles y estabilidad laboral.  Manuel Vicent ya advirtió hace varias décadas de que los españoles únicamente podríamos aspirar a ser pobres, pero bien aseados. Yo nos veo como ricos con los pies de barro.

Me fui de Gijón, pasaron los años y el garaje cerró porque unos chinos seguramente pagaron ingentes cantidades de dinero por el inmenso local para vendernos servicios menos peculiares, pero con modos igual de irregulares. Supongo que la señora, ya mayor y cansada, no encontraría a nadie para hacerse cargo de su singular negocio y cayó en la tentación. De ahí que el aparcamiento del Alto del Praviano quede como único garaje o similar que conozca para el cual los clientes necesitan un poco de fe en el ser humano cuando lo utilizan.

Nuestro vuelo hacia Barcelona lo operaba Vueling, una aberración del lenguaje hecha compañía. No solo por abusar del maldito gerundio que le persigue y presiona a uno para que no deje de moverse, sino que además porque se fundó cuando estaba tan de moda cualquier cosa que sonara a inglés, si es que lo ha dejado de estar en algún momento. El problema estriba en que después no queda más remedio que cargar con la broma durante toda la vida, como el tatuaje que hace mucha gracia el día que se estrena, pero con el paso de los años, la flacidez de las carnes desvirtúa el dibujo primigenio hacia lo amorfo y la originalidad concebida en una noche de juerga no parece tan fascinante. La leyenda cuenta que algo parecido ocurrió con ciertas fronteras de oriente medio, en cuyo diseño estuvo involucrado un joven Winston Churchill algo beodo.

Por lo menos, sus creadores lo compensaron después cuando se inventaron Volotea, nombre que parece mucho menos pretencioso y más coherente con una aerolínea barata, como si se «voloteara» a lomos de un albatros gigante hacia las vacaciones.

Todos los trámites de facturación de maletas y controles de seguridad quedaron atrás sin apenas darnos cuenta y llegamos a la puerta de embarque justo cuando se anunciaba la última llamada para nuestro vuelo. Es decir, llegamos demasiado pronto.

Sigo envidiando el entusiasmo con el que la gente acude a las llamadas de megafonía de los vuelos y espera de pie pacientemente a entrar en el avión. Si todos pagáramos impuestos con la misma ilusión y orden, el gobierno acabaría con los recortes en servicios sociales en un santiamén.

Nos sentamos a esperar en la sala y observamos cómo una joven se peleaba con su maleta al intentar cerrarla y contener los miles de objetos que transportaba. Se medio tumbaba encima de la misma, pero no había forma de domarla. Parecía una lucha entre iguales.

De repente, apareció en escena un tipo musculado que no podía andar si no era con los brazos en jarra, vistiendo una camiseta sin mangas, tatuajes incluso en el cuello y una visera de colores chillones de esas que terminan en una hélice que da vueltas y que nunca pensé que alguien se pusiera por gusto. Seguro que la llevaba para que al primero que se le escapase la más sutil de las sonrisas, le pudiera amenazar con una paliza y pensar para sus adentros que estaba plenamente justificada por la burla sufrida.

En el otro extremo de la sala, un señor de mediana edad deglutía un bocadillo de jamón acompañado de una cerveza a las ocho de la mañana, como si llevara días sin comer. Yo comencé a leer un libro de Manuel Vicent que se torció desde el principio, lo cual no presagiaba un buen viaje. No se puede llamar a un personaje Pepe California y salir ileso de una novela. Don Manuel: ¡Con lo que bien que lo hacía en aquel programa: Si yo fuera Presidente, en sus múltiples artículos periodísticos… y ahora me viene con un error tan garrafal!

La cola comenzó a moverse. Cuando llegó a nosotros, nos levantamos y entramos los últimos al avión con ese aire de suficiencia del que no cree en las llamadas urgentes para el embarque.

Durante el vuelo y mientras ojeaba la revista de artículos a la venta, observé que vendían algo con un nombre bonito: lápiz iluminador, pero no sabía muy bien para qué servía. No se me da bien escribir a mano, pero quizá me pudiera haber servido para inspirarme en el futuro y contar algo sobre el destino final del viaje, que no era Barcelona, ni el sol, ni una nueva dimensión, sino Kirguistán y Uzbekistán.

4 comentarios sobre “De Viaje con Pablo Gutiérrez

  1. Pablo,
    Me he reído un rato con esta entrada! Es como la vida misma…yo también tuve en Bilbao un parking con el mismo funcionamiento que el tuyo en Gijón, pero además con un perro lobo guardián! Un abrazo

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