El Antroxu y los inútiles

En Oviedo, ciudad que se escora desde siempre hacia cierto conservadurismo propio de muchas capitales de provincias, se celebra el carnaval bien entrada la cuaresma. Dicha singularidad parece formar parte de un alarde rompedor y vanguardista, ya que durante estos días se supone que se deja atrás el desenfreno impune bajo un disfraz y no se deberían cometer excesos hasta pasada la Pascua. 

Se trata de una pequeña contradicción, porque las vecinas Gijón y Avilés, a pesar de considerarse más progresistas, ambas terminan por cumplir con las tradiciones y celebran sus carnavales una semana antes, siguiendo así con los cánones establecidos en el calendario cristiano y agrícola. 

Las familias, los jóvenes y mayores, salen todos a la calle a pasear su trabajo con mejor o peor fortuna, como quien exponía sus deberes de manualidades en el colegio. Creo que empatizo con todos: con los meticulosos que se esfuerzan por confeccionar fabulosas obras de arte perfectamente cosidas y con los dejados que se despiertan esa misma mañana para vestirse con lo primero que pillan de detrás del armario y asemejarse así un esperpento. Nadie quiere dejar pasar la ocasión de pertenecer a algo más grande que ellos mismos. 

Me gusta ver gorros de pitufo alicaídos porque su autor no logró lo que soñaba a base de almidón, u observar que seguimos cubriendo todo de papel de aluminio para vislumbrar aquel futuro que nunca llega. 

Otros creen anticiparse al frío propio de la época y se enfundan en trajes que representan unicornios con una cicatriz con forma de cremallera que les abre en canal, pero siguen tiritando porque las pieles compradas en los bazares chinos a tres euros el kilo no llegan a abrigar como esperaban.

El maquillaje desigual cubre las caras y siempre se ve a una joven cuyas lágrimas dejan rastro de colores después de ver a su novio en la lejanía vestido de pirata con parche de plástico brillante abrazando a una enfermera con tacones tambaleantes que no es ella.

Las calles se cubren de confeti y serpentinas que unos operarios comienzan a recoger antes de tiempo para que no se les acumule el trabajo, o bien solo se trata de una chirigota más.  

El ruido de tambores y matasuegras rellena el espacio auditivo. Entre tanto mujeres entradas en años desfilan bailando coreografías como solo ellas saben.

Los supermercados se atiborran de adolescentes que compran ilusiones de alcohol que se evaporan al día siguiente al igual que todos los fines de semana, pero en esta ocasión posan sobre la cinta de la caja su atrezo mientras pagan, o se les cae un ala y el ángel que representan ya no parece tan celestial. La purpurina lo cubre todo y justifica la borrachera, igual que los adultos nos despreocupamos de cualquier abuso de colesterol durante otras festividades.

Las espadas son blandidas sin odio y las pistolas que como mucho disparan un corcho atado a un hilo, se empuñan con sonrisas. El ingenio retuerce la actualidad cual bayeta escurrida, pero también se recurre a lo de siempre: al payaso que infunde miedo,  al médico que ya no se ve en los hospitales, al indio con vestimentas acrílicas, a los años veinte del siglo XX, a una Roma de plexiglás, o a la ciencia ficción de papel maché.

Yo vuelvo a casa con Noe sin disfraz porque ni siquiera he sabido ponerme el de escritor que vende su libro. Me consuelo con Los Inútiles de Fellini y el reflejo de Leopoldo, dramaturgo con boina calada que al igual que sus amigos, no puede salir de una mediocridad en la que se encuentra cómodamente instalado. El personaje, como mucho, consigue que un anciano sátiro con éxito teatral se interese más por su persona que por su obra. 

Pero a su vez, dicho fracaso resulta mucho más literario que las andanzas de los superventas, que no se suelen reflejar en ninguna película o libro que haya leído. Porque el fracaso y la literatura son casi sinónimos, palabras redundantes, un pleonasmo. El éxito es a lo que todos aspiramos, siempre con un poco de desprecio propiciado por la envidia cuando no lo conseguimos para así cubrirnos las espaldas.  No deja de ser otra nimia contradicción para la colección.

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