Al final, las Catilinarias son lo de menos

Antaño, para regodearse en lo antiguo bastaba con abrir cajones e ilusionarse al encontrar una fotografía decolorada junto a una llave sin uso conocido, un recibo de cualquier nimiedad o una carta escrita a mano en la cual hoy apenas comprendería nada porque me he vuelto analfabeto del papel y pluma desde que los sellos se convirtieron en un anacronismo para enviarnos correspondencia.

En la actualidad, uno puede abrir carpetas olvidadas del ordenador y encontrar lo mismo que en aquellos armarios o mesas. Eso fue lo que me ocurrió hace apenas unos días. En 2007, cuando Nokia aún trataba de igual a Apple, se me ocurrió escribir un correo electrónico con forma de carta a Arturo Pérez-Reverte. Todavía no existía Twitter tal y como lo conocemos a día de hoy, así que lo envié a una revista con la que él solía colaborar. Albergaba la esperanza de que se lo hicieran llegar, como quien introduce por la rendija de la puerta de una empresa un curriculum vitae y confía en que lo recoja el conserje y se lo entregue al departamento de recursos humanos antes de tirarlo a la basura. Como es natural, nunca me contestó. Lo bueno de no disponer de su dirección de correo electrónico personal es que puede que ni siquiera lo leyera nadie y quedase almacenado en una papelera virtual durante un tiempo hasta la siguiente limpia. Pudiera ser que no significase que no le interesara lo que le quería decir.  Se vive más tranquilo así, sin saber si realmente le llegó el mensaje, igual que ocurría en los pelotones de fusilamiento cuando se rumoreaba que algunas de las balas eran de fogueo para que los soldados pensaran que a lo mejor no fueron ellos quienes mataron al prisionero. 

He vuelto a ojear la carta que escribí. Quizá fuera por el día cenizo y lluvioso que acompañaba a la lectura, por encontrarme con mi yo anterior, por lo mucho que ha cambiado mi vida desde entonces y no todo a mejor, pero de alguna forma me entristeció. Venía a decir lo siguiente:

Buenas noches, Arturo:                                             Oviedo, mayo de 2007

Está claro que no me conoce ni yo a usted tampoco.  Muchos podrían tildarme incluso de ignorante por afirmar semejante hecho, pero creo estar en lo cierto, ya que entiendo que conocer a alguien implica algo más que verlo por algún medio de comunicación y opinar después sobre lo que dijo o no dijo, sin disponer de un contexto lo suficientemente amplio para juzgarlo con ecuanimidad. Como mucho, distingo su estilo al escribir por las columnas que algunos domingos he leído a lo largo de estos últimos años desde uno de los taburetes que tienen mis padres en su cocina e intuyo por dónde van los tiros, por lo menos de su personaje articulista. Reconozco que no he leído ninguna de sus novelas.

¿Se preguntará entonces por qué un tipo anónimo le cuenta semejante costumbre? Intentaré ser lo más conciso y sobrio posible.

Al contrario que yo, mi padre sí es fiel lector de sus crónicas y novelas.  Sospecho que parte se debe a su forma de escribir y también porque se ve reflejado al verle defender los libros sin masticar frente a las revistas desmenuzadas, el salitre marino frente a la ciudad, el apretón de manos frente a la letra pequeña del contrato, la letra pequeña de las reseñas frente al titular, la ortografía completa frente a las abreviaturas de Nokia, los fondos frente a las formas, las formas frente a la pereza de no guardarlas, la pelea dialéctica con sangre frente a la paz con sonrisa vacua, la frase personal frente al eslogan, el verbo frente al adjetivo o lo atemporal frente a la moda. 

En estos momentos, él se encuentra en una encrucijada debido a un cáncer avanzado de esófago incurable.  Lejos de arrinconarse con resignación, está dando una lección a su entorno de cómo enzarzarse consigo mismo con una sonrisa.

Por todo ello, le pido como gesto a un posible compañero de pensamiento y lengua libre, que invierta los papeles por un momento y sea usted quien le lea a él cuando ha expresado alguna de sus inquietudes en las páginas de un periódico regional de Cantabria. Le dejo a continuación un ejemplo.

Un cordial saludo.

QUOUSQUE  TANDEM  CATILINA

Estos días me acuerdo intensamente de mi profesor de Griego, Latín y Filosofía allá por los años 1962-1965 en el Colegio Santa María – Marianistas de Vitoria, donde tuve mis primeras experiencias inconformistas, tanto intelectuales como con el entorno en el cual me tocaba vivir.

En aquellos años, veintidós alumnos que pasamos la Reválida de 4º, casualmente con bastantes buenas notas casi todos nosotros (excepto en matemáticas que pasamos raspado), continuamos el Bachillerato por Letras, no sin un cierto tufillo por parte de familiares y amigos que nos advertían de nuestro devenir a aspirantes a chupatintas.  Dentro del Colegio, durante los cursos 5º 6º y Preu, formamos la República de Letras con nuestro Profesor D. Celedonio Unzalu (Marianista) como Presidente Moral.

Celedonio odiaba los ruidos. Amaba la música y lo mostraba con su voz de tenor. Aborrecía la zafiedad y la bajeza personal. Amaba el ingenio. Se posicionaba en contra de las tiranías de todo tipo, ejercidas mediante fuerza bruta o menos bruta sin su correspondiente porqué. Amaba el imperio de la razón y odiaba el manejo, inculcándonos apasionadamente la coherencia como principal elemento de respeto.

Vibraba ante el arte con energía mal disimulada, que incluía casi siempre en su discurso. Estimaba el valor del teatro, del gesto, del mimo y de la expresión corporal. Amaba al ser humano profundamente, haciéndonos pensar en los esfuerzos reales que debiéramos acometer por respetarnos de verdad y por alcanzar una libertad que teníamos que ganar a pulso, primero a nivel individual y luego a nivel colectivo. Pero no se quedaba en simple retórica, ya que siempre nos hacía pasar de las musas al teatro. Nos azuzaba para alcanzar una expresión oral precisa y con contenido, frente a la palabra desestructurada, frente a la demagogia, frente a los tópicos y frente a los conceptos vacíos de contenido real.

De los peores exabruptos que podía decir uno en 5º era un “o sea” como muletilla. Lo que le venía encima a uno era algo así como: “Déjese usted de: O seas, Jeremías y profetas, palios, bonetes y procesiones, velas y palmatorias. Piense lo que quiere expresar y dígalo. Piense si puede mejorar al silencio y reflexione antes de hablar”. Teníamos quince años.

Hacia 6º, lo más horrible era interrumpir o reírse de lo que alguien dijese, aunque estuviese espetando la mayor burrada, siempre que estuviera bien estructurada. Evidentemente, estas situaciones surgían cuando después de traducir La Eneida, La Iliada o La Odisea, o desbrozando la Lógica en Filosofía, comentábamos en grupos nuestras opiniones al respecto, ocupando así una gran parte del tiempo lectivo.  Todos suponíamos que debíamos exponer nuestro parecer con expresión precisa, admitiéndose perfectamente la ironía. De algún modo jugábamos a ser senadores romanos.

En Preu comentábamos espontáneamente pensamientos completos en Griego y Latín, representándolos de la forma más teatral posible.  Fuera de clase, resultábamos unos bichos raros pedantes, pero nos divertíamos mucho.

Posteriormente, tuve que retomar las matemáticas durante mi carrera universitaria, pero, cuántas veces he interiorizado y hecho mías las ideas y conceptos descubiertos en aquellos años pre democráticos y cuántas veces he utilizado estas guías básicas en mi vida profesional y personal tanto en España como en Estados Unidos, Francia y Reino Unido, países donde me ha tocado vivir y trabajar.

Este largo prolegómeno viene al caso porque una de las expresiones que utilizábamos y que muchos de ustedes conocen,  era esta frase de Cicerón en Las Catilinarias, para expresar asombro, preguntar a alguien por los límites de algo, o tratar de desenmascarar la dialéctica vacía.  Desgraciadamente, creo que en nuestros días de internet, teléfonos móviles e ipods, nos tenemos que enfrentar con los mismos problemas que el Senado Romano en la época de Catilina, sesenta años antes de Cristo: “¡Hasta cuándo, Catilina, vas a seguir abusando de nuestra paciencia!”  Como simple ciudadano contribuyente, no jugando a Senador, podría preguntarme: ¿Hasta cuándo, señores políticos españoles, van a seguir abusando de nuestra paciencia?….

El escrito de mi padre seguía con una queja que versaba sobre la influencia política en el insolidario reparto fiscal derivado de una posible opa empresarial, lo cual me ha provocado una mueca por considerarlo un juego de niños comparado con lo que vino después.  Se ve por tanto que la paciencia que tenemos con los políticos es bastante inquebrantable. Aún así, en estos momentos me importa más recordar si llegué a hablar con él sobre la carta dirigida a Arturo Pérez-Reverte, o si me llegó a presentar a D. Celedonio, porque tengo vagos recuerdos de visitar su colegio y esperar mientras charlaba con alguno de sus antiguos profesores, pero creo que no, que nunca ocurrió, ya que de ser así, formaría parte de un final redondo de relato que no se suele dar en la vida real. Siempre suelen ser más abruptos de lo esperado, sucios y con esquinas, sin explicaciones.

2 comentarios sobre “Al final, las Catilinarias son lo de menos

  1. Qué gran anécdota y qué genial intervención de tu padre. De sus palabras, se puede entrever qué te ha legado, además de la vida, una cierta influencia literaria. También me parece muy tierno el detalle de escribir a Don Arturo, tanto por lo sentimental como por la osadía/candidez.

    Me gustan mucho tus textos, porque en ellos veo reflejada la fuerza que tiene la primera persona y pasar por un filtro literario nuestros recuerdos.

    Un abrazo, compañero. Adelante!

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