It’s the long life milk, stupid!

Parece que de todo se harta uno, incluso de ciertos privilegios, como lo es el disponer de billetes de avión a precio de billetes de autobús y aun así escoger este último medio de transporte frente al primero. Supongo que cuando uno lleva años volando por el mundo, sufriendo los enésimos controles de seguridad, asépticas salas de espera, embarques y desembarques, se echa de menos llegar a una estación de autobús en la cual ir al servicio supone una temeridad y subirse a un autocar que no necesita permiso de nadie para despegar. 

Esto mismo debió de pensar Jose, empleado de Iberia, cuando nos despedimos después de una comida de viejos amigos en Santander hace ya unos años. Tenía una reserva para el vuelo a Madrid de las cinco de la tarde, pero a última hora prefirió escoger el autobús que salía a las cinco y media. Todos nos quedamos algo perplejos por el cierto piropo que supone que por media hora de tu compañía, el amigo en cuestión fuera a sufrir más de cinco horas de autobús frente a los cuarenta y cinco minutos que supone el vuelo. Es más, puede que hasta perdiese el dinero de la reserva previa del vuelo. Toda una extravagancia que por otra parte, en el fondo no me extraña, ya que el autobús ha sido un medio de transporte mucho más arraigado en nuestra generación que el avión, y a veces necesita uno volver a recordar quién era.

Regresar a la estación de autobuses de Santander con ellos veinticinco años después fue toda una regresión sentimental, ya que parecía que nada hubiera cambiado. Fue como si cada uno volviéramos de nuevo a nuestra casa familiar en su respectivo autocar después de pasar la tarde en la capital. El mismo aroma del obrador se posaba sobre el ambiente. Los mismos carteles de neón pasados ya de moda decoraban el presente. Las mismas tiendas exponían ropa idéntica de hace décadas y el mismo quiosco procuraba seducirnos con sus revistas satinadas. Solo faltaba que las escaleras mecánicas que acceden a las dársenas no funcionaran, como nunca lo hacían entonces, pero no hubo suerte y el retroceso temporal no pudo ser completo, gracias a que algo se ha mejorado en cuestiones de eficacia y mantenimiento.

Siempre se ha dicho que el olfato es el mejor evocador de recuerdos y aquel hojaldre de panadería, que nunca creo haber comprado, fue el detonante principal de tal repliegue de la memoria.  También es cierto que dicha arma de recordación masiva, es tan poderosa como efímera e irrepetible. Uno puede disfrutar de ciertas visiones del pasado, cual proyecciones en la cara interior de la frente, pero los recuerdos olfativos tan pronto como vienen, desaparecen, sin dejar rastro, sin poder llegar a controlarlos nunca, por mucho que de niños pretendiéramos conservar flatulencias en botes de cristal. Me resulta extraño que en la era de los artilugios inútiles, nadie haya inventado la sala de cine que proyecte los olores propios de lo que la película trata de representar. De este modo, se conseguiría compartir la sudoración de los forajidos del lejano oeste, o la pulcritud propia de hospitales en las naves blanqueadas de las películas de ciencia ficción. El hedor pestilente del medievo penetraría en nuestras carnes kilómetros antes de llegar a la ciudad a la que se acercaba el héroe hecho caballero, tal y como ocurría en dicha época, pero al igual que me sobra la tercera dimensión de las películas, creo que tampoco echo de menos sus olores. Me gusta la planicie que representa la pantalla.

Antes de las napolitanas santanderinas, la última vez que sentí lo mismo que el casi refrán sobre lo que le ocurrió a un personaje literario cuando mojó una magdalena en el té, fue durante una visita al antiguo piso de mi cuñado en Greenwich. No sé qué tienen los edificios residenciales británicos que todos huelen igual. ¿Será la moqueta espesa?, o quizá se deba a la pesadumbre que transmiten unas gruesas puertas contra incendios incapaces de permanecer abiertas por si solas, pero fue entrar en dicho pasillo y juraría que me encontraba en Leeds, veinte años atrás, volviendo a mi piso compartido con alemanes y canadienses durante el curso escolar de intercambio dentro del programa Erasmus.

A los de mi quinta, la palabra Erasmus no nos retrotrae al siglo XVI, en el cual un teólogo neerlandés llamado Erasmo de Rotterdam inspiró al mismísimo Martin Lutero, sino que nos recuerda a un año de diversión y juerga que pasamos fuera del hogar familiar.

No le falta razón a Noe cuando asegura que nuestros padres tuvieron el servicio militar obligatorio, pero nosotros fuimos de Erasmus, ya que las similitudes son notables. Con la excusa de pegar tiros bajo las órdenes de un sargento acomplejado, muchos salieron de sus pueblos natales y conocieron la geografía española, guardando así un recuerdo cercano a lo entrañable a pesar de la dureza vivida y de que alguno lo definiera como: no hacer nada a toda leche.  La mili ha sido y será fuente inagotable de anécdotas que los veteranos cuentan con la misma ilusión y repetición que los que en su día viajamos por Europa.  El pretexto era el de estudiar, pero terminamos por pasar unas vacaciones zanganeando. Eso sí, algo aprendimos, al igual que lo hicieron los que sufrieron el derogado y añejo deber patrio.

Durante aquel curso escolar en el Reino Unido pasé de tener treinta horas lectivas semanales a no más de seis y los cuatrimestres, en vez de durar dieciséis semanas, tal y como su propia definición indica, de repente terminaban a las diez semanas. Además, las clases resultaban infinitamente más sencillas y no había que preocuparse por las malditas transparencias que el profesor quitaba cuando quedaba la mitad por copiar. Los apuntes quedaban a disposición de todos los alumnos en el servicio de reprografía. De pronto, había pasado de parecer un tigre que vive en la jungla, donde cada día suponía un acto heroico de supervivencia, a yacer en la mansión de cualquier millonario que se encapriche con un felino tan impropio de las ciudades.

Tal fue la liberación de tareas que me costó adaptarme.  Mientras que el agobio de mis compañeros lo veía como un recuerdo lejano y ajeno, la pereza se apoderó de mí y comencé a estresarme con mis nuevas ocupaciones igualmente. El día que coincidía una hora de clase con necesitar lavar un poco ropa, suponía un verdadero trauma que se zanjaba con el leitmotiv de todo buen procrastinador advenedizo: dejémoslo para mañana.  Parece que si al animal salvaje se le asegura el sustento, lo más probable es que se convertirá en un fofo y simpático holgazán, capaz de parasitar todo lo que encuentre a su alrededor.

La segunda lección importante aprendida fue gracias a mis compañeros de piso, provenientes de países supuestamente más civilizados que el mío, como Alemania y Canadá. Un día se me ocurrió fregar los platos siempre después de comer, chocando con una corriente emergente contraria promovida por los que les gustaba más lavarlos antes de comer y dejarlos sucios hasta el siguiente uso. El resultado fue que yo lavaba los platos antes y después de comer, mientras que mis compañeros terminaron por no lavarlos nunca. Quizá fuera una metáfora relacionada con el mantra que ya llevan tiempo intentando inculcarnos, el de que los españoles somos y seremos el servicio de Europa. Ahora ya ni eso. A nadie se le ocurrió pensar que los platos siempre se encontraban limpios sin hacer nada. Tampoco me dieron un premio honorífico al final del curso al mejor friegaplatos del campus. Simplemente el esfuerzo quedó olvidado, sin ningún reconocimiento, como el de tantos a lo largo de la historia. Nadie recuerda a Tycho Brahe y sí a Johannes Keppler y sus leyes de movimiento de los planetas en su órbita alrededor del sol. Nadie recuerda a Auguste Maquet, pero sí reconocen a Alejandro Dumas y sus célebres novelas. Sir Francis Bacon, al margen de protagonizar una graciosa confusión lingüística con su nombre del tipo, France is Bacon, forma parte junto a Cristopher Marlowe o la mismísima Isabel I como posibles autores auténticos de la obra de William Shakespeare. Pero lo más aterrador de los secretos a voces es que conviven pacíficamente con la verdad oficial sin hacerle mella alguna. 

Una de las más ingeniosas respuestas sobre el trabajo sin reconocimiento de muchos, que queda en segundo o tercer plano, podría ser la siguiente: Alejandro Dumas padre le preguntó a Dumas (hijo), «¿Has leído mi nueva novela?», a lo cual él le contestó: «Sí, ¿la has leído tú?». Supuestamente, Alejandro Dumas disponía de un montón de negros literarios que le escribían sus obras.

 La tercera lección fue reveladora, ya que me abrió los ojos en cuanto a la concepción del espacio y la compresibilidad de los alimentos. El piso lo ocupábamos cinco estudiantes y disponíamos de una nevera que sería un poco más grande que las que se suelen encontrar en las habitaciones de los hoteles.  En dicho frigorífico, nos vimos obligados a guardar toda la comida, y al no compartir nada, sufrimos numerosas botellas de leche abiertas, duplicidad de yogures y demás víveres que milagrosamente conseguíamos cuadrar sin que nada explosionara. Nadie quería ceder soberanía, pero el espacio era el que era.  El problema se podría extrapolar a lo que ocurre hoy en día con la renqueante Unión Europea. 

Los primeros días de vuelta del supermercado fueron muy duros y desesperantes, pero finalmente todos aprendimos a encajar y cubrir los huecos hasta ocupar todo el espacio. Uno terminaba por adoptar actitudes oportunistas al observar las rutinas de compra de sustento de los compañeros, para adelantarse unas horas y encontrar la nevera algo más vacía.

A veces me daban ganas de tirar a la basura el fiambre para veganos que tendría la misma cantidad de carne que el que compraba yo, o sea nada, pero siempre respeté las creencias de Thorsten, un teutón budista, vegetariano, con el pelo rapado y con un sentido del humor algo siniestro que hacía juego con su habitación.  Siempre me llevé bien con él, pero su misticismo actuaba como pantalla segregadora, inalcanzable. Nunca logré descifrar si realmente le molestaba cuando le hablaba y tampoco se involucraba mucho en temas terrenales, reservados para los bárbaros.

El alimento que más quebraderos de cabeza nos traía era la leche, ya que todos la bebíamos, pero no había forma de llegar a un acuerdo para compartirla.  En España, por lo menos antaño, se presumía de disfrutar de una gran tradición por comer de forma sana y equilibrada. Se invocaba siempre a la dieta mediterránea como paradigma, como buque insignia de todo un país. Parece como si los genes nos guiaran instintivamente por el buen camino, o eso creíamos y creemos, pero todo buen hacer tiene su talón de Aquiles. El de las costumbres culinarias españolas, bien podría ser la leche de tetrabrik. Mientras que en el resto de occidente, los ciudadanos se preocupan por comprar leche fresca, nosotros consumimos masivamente leche que puede pasarse semanas abierta sin que se pudra. Se trata de un producto que en otros países solo se utilizaría para surtir un búnker de supervivencia en caso de un armagedón. En España bebemos a diario algo que poco tendrá de leche y lo mejor de todo es que no lo consideramos como un síntoma de indignidad. Imaginad si alguien se cruza por la calle con un individuo que solo come comida liofilizada que compra una vez cada dos meses. Lo veríamos como un degenerado inculto y sin criterio. Pues así nos ven en Europa cuando observan nuestro consumo lácteo y creo que por ello fui objeto de miradas condescendientes por parte de mis compañeros.  Al igual que yo me reía de las lonchas de pavo para veganos, ellos se reían de mi sucedáneo de leche. Resulta mucho más sano tomarse así las cosas. Medio mundo se ríe del otro medio y viceversa.

5 comentarios sobre “It’s the long life milk, stupid!

  1. Como siempre, es un placer leerte Hombre superfluo. Evoqué también mis viajes en el autobús y que agradables recuerdos… Apoyando lo que dices del sentido del olfato, hubo un estudio científico que puso a prueba la memoria olfativa en los cines. El resultado fue sorprendente. La memoria asociativa de ese sentido es sorprendente. Gracias por este escrito y, ¡salud, con un vaso con leche! (o lo que nos vendan por leche).

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  2. ¡La casualidad que esta semana andaba yo escribiendo sobre viajes en autobús! Los Erasmus y los pisos compartidos son una gran fuente de inspiración para escribir. Hace años, dejé en el tintero un proyecto sobre la vida de estudiante en pisos compartidos… Pero como han pasado los años y después de independizarme varias veces, vuelvo a compartir piso quizá pueda seguir enriqueciendo la novela en mi mente, de donde prometo nunca jamás saldrá.

    Ha sido muy divertido leer todos esos recuerdos (sobre todo el de la nevera, porque prometo que he desarrollado una estrategia similar a la que comentas o el de fregar antes y después), aunque yo no sería tan amable con esa balanza externa. Quizá flaqueemos en cuanto a la leche, pero viajar y vivir en diversos países me ha hecho ver que, quizá en otras cosas no, pero gastronómicamente somos gente que nos cuidamos. Quizá por eso, cuando es hora de trabajar estemos pensando en la siesta y en la hora de salir.

    Un fuerte abrazo, compañero! Adelante!

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  3. ¡Magnífico texto! El imaginario erasmiano, las estaciones de autobuses, el olfato como bastón de la memoria y la leche esterilizada. Es sorprendente como tus textos, tan personales y aparentemente tejidos a base de restos de bobinas o retazos, pueden llegar a constituir un mapa tan reconocible que resulta casi obligatorio identificarse. Cuestión de maestría.

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