El Zoom y otras naderias

Mi padre no soportaba cuando alguien, al hablar del pasado, lo llamaba su época, con la intención de distinguirla de la presente.  Como si no lo fueran todas las que vivimos sobre la faz de la tierra. Como si sólo tuviéramos regularizados los papeles durante un breve periodo de tiempo y el resto de nuestra existencia simplemente esperáramos cual inmigrante clandestino a no se sabe muy bien qué, sin derecho a reclamar nada, sintiéndonos ajenos a nuestro entorno igual que un cuerpo extraño. 

En un alarde de optimismo que se aleja de toda nostalgia, no podía más que darle la razón y sobre todo hoy en día que ya se puede ser adolescente a los sesenta y anciano a los cuarenta. No solo nos vemos abocados a tener que elegir la película que ver entre los millones que se han rodado, sino que también parece que podemos escoger nuestra edad, que ya se ha convertido en difusa o mística, tal y como me dijo un antiguo compañero de trabajo cuando hablábamos de la suya.

También es cierto que comprendo lo que mi padre no podía o no quería. Entiendo a los que hablan de su época, la cual suele comenzar cuando se termina la educación primaria y termina diez años después. En ese tiempo, a uno se le pega cual chicle en el zapato la música, el cine, la literatura, la moda y cualquier experiencia del momento para no abandonarnos jamás. Mal guarnecidos, después se acude a la lucha de épocas, que no es menos encarnizada que la de clases o la ideológica, e igual de fácil de vaticinar en qué consiste: sendos monólogos paralelos en los que nadie escucha al contrario.

Si nos aferramos a la teoría de las épocas, la mía sería la de los años noventa del siglo XX, igual que la de mi padre fue la de los sesenta, a pesar de que él no lo reconociera. El tiempo como patria transversal, que es otra forma de crear paquetitos con los que pretender organizar el cosmos. 

Los cursis ya aseveran que su patria es su infancia, pero no lo veo igual. Con la infancia no se va a la guerra, con la época de uno sí, por la patria también, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX.  Los que pertenecen a décadas con mucha personalidad se pueden equiparar a los habitantes de naciones con mucha identidad, mientras que el resto se tiene que conformar con pertenecer a los países temporales olvidados, un poco borrosos, que nacieron después de los años ochenta del siglo pasado. Se podría decir que esta se trata de la última década genuina y con personalidad propia, con la que sueño cual afrancesado durante la ocupación napoleónica de España, porque la que me corresponde en realidad es la que vino después. 

La misma incomprensión que sufrían algunos durante el siglo XIX en España siento yo cuando intento convencer a Noe de que debería reconciliarse con su patria temporal vecina, con las hombreras y esa niebla humeante que aparecía por la noche en toda película que se preciara y de la cual emergía el protagonista o antagonista. Porque incluso los fenómenos meteorológicos se ven sujetos a la modas y aquella bruma nocturna arrasó por todo occidente. Ella sigue renegando y por eso veo películas de esos tiempos en soledad. Cualquier basura me vale, pero quien se ha convertido en uno de mis cineasta favorito no es otro que Éric Rohmer. Supo captar el ambiente de dicha década al detalle, incluso siendo un sesentón entonces, lo cual favorece lo que pensaba mi padre. No en vano, el director francés hizo suyas varias épocas desde los sesenta hasta los noventa en las cuales rodó sus mejores obras.  

Con sus películas se podría decir que murió la Nouvelle vague y todo lo que pudo haber de bueno en la comedia romántica francesa de enredo para convertirse en el bodrio que suele ser ahora.  Salvo en contadas ocasiones, las pantallas galas se llenan hoy en día de ese costumbrismo edulcorado con paisajes, colores e incluso personalidades retocadas. Quieren pulir tanto los defectos de cualquier índole que acaba todo resultando tan plano y carente de interés como si se quedara a tomar un café con alguien bajo la influencia de grandes dosis de valium. Los actores son bellos, pero olvidables, límpidos, pero poco sugerentes, a los que solo se mira porque las moscas que pudieran revolotear mientras se rodaba la escena no se ven en pantalla; bien porque se hayan eliminado durante el montaje o bien debido a que en esos mundos que quieren ser realistas, pero que se acercan más a la fantasía, ni siquiera existen los insectos. 

En cambio, en las películas de Rohmer suele aparecer gente que termina siendo guapa, pero no lo aparenta a primera vista. No hacen nada llamativo, pero siempre están hablando, aunque sea de naderías que luego no lo son tanto. Porque a pesar de que el argumento pueda parecer insulso, no aburre. Los fotogramas fluyen igual que en una de esas novelas en las que no se sabe muy bien por qué, pero se sigue leyendo. 

No hace tanto que conozco sus películas, pero lo tenía en mente desde que en los noventa surgió en Gijón un grupo de música que se llama Pauline en la Playa en honor a una película del director francés. A las cantantes asturianas nunca les presté atención, pero gracias a ellas supe de la existencia del cineasta. La sonoridad de su nombre me recordaba a un general alemán de la Segunda Guerra Mundial. Me gustaba bromear y pensar en él como: Rohmer, el zorro del desierto (costero).

He tardado en torno a veinte años en ver sus películas, pero aunque haya traspasado varias épocas, el mensaje me ha llegado intacto.  La comunicación a veces es caprichosa. Hay frases que se pronuncian y tardan lustros en llegar a los oídos de uno con cierto sentido. Quizá en 1997 se empezó a transmitir una recomendación que se acaba de completar no hace mucho, para que la pueda apreciar, igual que Bárbol y sus amigos ents que necesitaban horas para simplemente saludarse, con la consecuente desesperación de los hobbits.  

Seguro que si las hubiese visto en su día, no hubiera disfrutado tanto al observar esas velas de windsurf tan demodé,  los muebles de Ikea cuando eran vanguardistas y no madera masticada, o a esas mujeres atractivas sin hermosura obvia junto a calvos que van de ligones sin complejos con el torso desnudo y ropa hortera. Sus personajes se suelen conocer de forma casual nada más comenzar el metraje, o bien hace muchos años que no se ven para enseguida entablar esa cercanía que solo se puede disfrutar en ausencia de confianza, sabiendo que no le juzgarán a uno tan severamente. Se mezclan la soledad propia de cada uno con las disquisiciones del tipo de la apuesta de Pascal aplicada al amor, lo cual lejos de parecer triste, resulta esperanzador porque aunque estadísticamente exista una mínima posibilidad de que algo ocurra, merece la pena creer.

En aquellos años de peinados cardados, la periferia de París todavía se encontraba casi en obras, recién terminada, desolada, como le gustaría a Le Corbusier. La gente se pasaba horas en oficinas sin ordenadores, igual que cuando te lo están arreglando y no sabes qué hacer, pero para ellos era lo normal y escribían notas sin una pantalla que les acogiera. Los guiones de las películas de Rohmer ya no tendrían sentido hoy en día porque la mayoría de los malos entendidos se solucionarían con una llamada de teléfono móvil o un mensaje de WhatsApp, igual que ya no se pueden tener las conversaciones sobre carreteras que tanto nos gustaban a los hombres, en las cuales se discutía acerca de cómo llegar a los sitios y de ahí podían aflorar todo tipo de pasiones y rencores subyacentes propios de una ópera.  Para volver a hacerlo, habría que enterrar el Google Maps y fingir que vivimos en un tiempo anterior a la caída del muro de la duda eterna que derribó internet. Parece lejano cuando pasábamos años viviendo agarrados a las mentiras del conocimiento mal transmitido, sin posibilidad de remediarlo. Desgraciadamente, hoy en día se sigue practicando dicho hábito, pero por gusto o desidia, porque no hace falta escarbar mucho para encontrar muchas certezas. Quizá al final sí nos convertimos en apátridas temporales y por mucho que intente empatizar con los músicos El Jincho o La Zowie, hablan idiomas incomprensibles para mí, más difíciles de aprender que si fuera a vivir a Eslovenia.

Al sentirse desplazado, resulta fácil parecerse a la protagonista de Goodbye, Lenin!, la cual creía seguir viviendo bajo el telón de acero gracias al ímprobo esfuerzo de su hijo por recrear dicho ambiente. En ocasiones me veo deambulando a través de un presente imaginario arropado por tantas listas de los ochenta y noventa en Spotify en las que conozco todas la canciones. Un niño me miraría igual de atónito que yo cuando observaba a los adultos que se sabían todos los pasodobles de las verbenas y a mí me parecía magia. 

Mi Noche con Maud no es de los ochenta, sino de los sesenta, de la generación de los que eran adultos y bailaban cuando yo no lo era y solo comía rosquillas de anís. Se nota que pretende ser más incisiva, más seria, con pretensiones metafísicas muy propias de esa época. Seguro que fue en Francia donde el adjetivo burgués comenzó a utilizarse como insulto, incluso desde la gauche caviar. De este modo y de alguna forma se echaban tierra a los ojos; no sé si consciente o inconscientemente. Se fumaba en la mesa y los niños nunca eran el centro de atención. Los bohemios vestían traje y corbata y pasada la treintena ya no se perdía el tiempo con estupideces adolescentes, sino propias de adultos como serle infiel a tu pareja. Supongo que al ser veinte años más joven que cuando rodó sus cuentos de las cuatro estaciones o su ciclo Comedias y Proverbios, Rohmer se tomaría el cine y la vida más en serio e intentaría crear un contexto dramático, más que de comedia.  Aun así me parece brillante, como lo es Interiores de Woody Allen en comparación con sus películas más habituales. 

Antes que las de Éric Rohmer, conocí las de Hong Sang-soo, un coreano que en definitiva sigue la trayectoria donde lo dejó el francés. Parece que un día que se levanta sin muchas ganas de nada, saca una cámara y empieza a rodar a gente hablando y emborrachándose. Además, añade uno de los elementos tabú del supuesto buen cine, utilizar el zoom, lo cual le confiere ese aire un poco cutre de quien no se toma muy en serio a sí mismo; aunque nada más lejos de la realidad. Recuerdo, que de pequeño, no entendía la función del director de una orquesta sinfónica, siempre haciendo esos gestos tan extravagantes con una batuta y un flequillo díscolo que no se quedaba quieto. Fue mi padre quien me aclaró  que el trabajo ya lo había hecho antes del concierto, sin más explicaciones. Supongo que a estos dos directores de cine les pasa lo mismo y los diálogos anodinos, en el fondo, se encuentran cuidadosamente escritos. Lo mejor es que, tras ver las películas de Hong Sang-soo primero y las de Éric Rohmer después, pensé en lo mucho que se parecían. Luego descubrí que al asiático se le conoce como el Rohmer coreano, sin embargo para mí Rohmer es el Sang-Soo francés, si se me permite abusar un poco de la línea temporal. Es lo que tienen los mensajes que tardan tanto en transmitirse, que se confunden unas épocas con otras y no se sabe qué vino antes o después. ¡Malditos ents!

7 comentarios sobre “El Zoom y otras naderias

  1. Por fin leo un texto tuyo donde conozco una de las películas que citas, Good bye, Lenin! Creo que empieza a estar superado los nacionalismos y los sentimientos de pertenencias a décadas por entes un poco más trasversales y globales, como las generaciones, las tribus urbanas y otras naderías. Aunque también puede ser que no me identifique con ninguna, pues entré en los 80 en el tiempo de descuento y no tengo muy claro de dónde soy.

    Siempre que surgen estos temas se tiende a decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, que los de antes sabían más cosas, experimentaban más y levitaban, que los de ahora no se enteran de nada, que están acomodados y que hubieran fenecido hace treinta años atrás, lo que me hace pensar que el mejor de nuestra especie tuvo que ser algún mono del cual descendemos todos los humanos.

    Un abrazo, compañero. Adelante!

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    1. Antes sí creo que se podían entender las épocas un poco como las diferentes décadas del calendario. Ahora no lo veo, porque parecen más difusas. A todos se nos vienen ciertos iconos a la cabeza si pensamos en los 40’s, 50’s, 60’s, 70’s, 80’s…, pero no pasa lo mismo en el siglo XXI. Lo que no tengo claro es si se trata solo de un sesgo mío o no. Objetivamente, mi década prodigiosa es la última, en la que más he viajado, leído y escrito. Espero que el relato hay sido entretenido. Un abrazo.

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    1. ¡Muchas gracias! Yo no creo haberlo pronunciado. Cada vez que tengo la tentación de decirlo, me imagino a mi padre recriminándomelo desde el cielo de Oviedo, al igual que lo hacía la madre del personaje de Woody Allen en Historias de Nueva York. Un abrazo.

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