Streptococcus mutans

Cuando camino por las calles de Oviedo, con la única compañía de una bolsa de plástico, significa que me dirijo hacia alguna pastelería en busca de algo de merendar para llevar a casa.  Durante el trayecto, me suelo detener frente a los solares de edificios recién derruidos. Los que más me entretienen son los que todavía siguen mostrando las paredes interiores junto a las medianeras, así que uno se puede imaginar de golpe cada piso, igual que en los tebeos de 13, Rue del Percebe o en una película de Wes Anderson.

Los huecos de cada vivienda parecen más pequeños cuando ésta no existe, como si al agrandar el espacio no cupiera nada, ni los muebles, ni los electrodomésticos, ni siquiera las personas con sus alegrías y su desdichas. Los tabiques pintados difieren de una planta a otra y solo en ocasiones se ve el empapelado de estampados a medio caer, pero que sigue aguantando a modo de metáfora de tantas cosas. Los azulejos indican normalmente dónde se encontraban las cocinas o los servicios, junto a unos desagües que siguen oliendo a humedad en el mejor de los casos. Da mucha pena cuando la demolición se ha llevado a cabo con pertenencias incluidas, porque nadie se ha preocupado de apartarlas primero, convirtiéndose así en escombros junto a ladrillos, cascotes de hormigón y armaduras de acero oxidado hecho amasijos, rebozado con el barro asociado a toda obra.

Algo así podría haber pasado con el piso que compartían los personajes principales de Fat City, película de John Houston.  En ella, todos perdían. A casi nadie importa ya qué habrá sido de los guisantes que salieron volando del plato en una de las peleas de la pareja protagonista durante la cena y que quedaron sin recoger después. No parecía algo excepcional, porque también se les caía al suelo el bote de cristal de ketchup y ahí quedaba, sin limpiar, esperando a que la posible demolición del edificio entero borrara las manchas de un boxeador de poca monta que terminó alcoholizado junto a su ligue. La conoció en un bar mientras ella fumaba con la cremallera del vestido a medio subir, recordando al papel de las paredes a punto de caer. Y es que a veces, ciertas vidas no se pueden recomponer por mucho que se intente. Es así de triste.

Hay días en que pasear por las ciudades me recuerda a hacerlo por unas encías gigantes en las que los edificios equivalen a los dientes o muelas y las reformas que se van divisando, se convierten en una endodoncia si se mantiene la fachada por tener algún valor histórico. Se mata el nervio fantasmal del edificio pretérito, pero desde la calle sigue pareciendo el mismo, o incluso ha mejorado por el lavado de cara una vez pulido el esmalte. También se pueden implantar fundas que rejuvenecen el edificio por fuera con metacrilato. Sin embargo, dejan dentro el antiguo azulejo de gres del portal junto a los ascensores con botones redondos sobresaliendo de la consola y que cuesta cierto esfuerzo presionar. Aquel olor imposible de fijar y describir con exactitud permanece detrás de unas puertas metálicas con una franja rectangular vertical acristalada. En cada piso se encuentra una diferente, porque en realidad no se mueven con el ascensor, por mucho que yo pensara de niño que sí lo hacían. Da lo mismo el transcurrir de las décadas, que la misma esencia sigue ahí dentro esperando. En los modernos, no se requiere más que posar sutilmente el dedo sin apenas tocar nada para comenzar un viaje propio de la ingravidez en un silencio absoluto. Solo faltaría que estuviera oscuro para asemejarse a un tanque de privación sensorial. Nada parece moverse. Tampoco se percibe olor alguno porque la tendencia es a que desaparezcan del todo. Cada vez nos molesta más todo lo relacionado con el olfato por falta de costumbre y actuamos como los que no pueden evitar saltar a la yugular a primeras de cambio por tener un carácter de mecha corta.  

Algunos sostienen que también está en vías de extinción el sentido del gusto, que la fruta y verdura no saben a nada. Yo no lo noto, quizá por olvido. Si el sentido del tacto también se encuentra en decadencia debido a un virus convertido en pandemia, solo queda la vista y el oído, los dos sentidos que tengo más atrofiados de forma natural, para no caer en ese estado en el que se podrían convertir los ascensores, el asensorial. 

Cuando no había necesidad, pero sí opulencia junto a ganas de ostentar, se desdeñaba el pasado lejano hecho presente y se sustituían los edificios por una especie de diente dorado a modo de bodrio que desentonaba con el resto de la calle. Afortunadamente, incluso tal costumbre se ha pasado de moda. Al igual que no malgastamos el dinero en oro para colocarlo en la boca, se ha rebajado considerablemente la promoción de edificios mastodónticos en nuestras ciudades desde hace más de diez años. El país pasó de rico a mendigo de la noche a la mañana. Supongo que ni antes éramos tan pudientes, ni ahora somos tan pobres, pero siempre se dice que la economía es un estado de ánimo y el de ahora parece lamentable. 

Eso sí, confío en que por muy en la ruina en que estemos, no vuelva la suciedad de antaño a las ciudades. Las calles de Oviedo las baldean con mayor frecuencia de la que muchos consideran necesaria para lavarse los dientes. Un operario, muchas veces de mediana edad, coloca una manguera en un hidrante que siempre pierde agua a borbotones y con cara triste conduce la porquería que no haya recogido la barredora hasta que desaparece por un sumidero en una corriente grisácea. Cuando deja la manguera atravesada, los pocos coches que circulan a esas horas la pisan. Pero nadie se enfada aunque se corte el chorro unos segundos, ya que le queda toda la noche para seguir desaguando su melancolía por falta de compañía. Porque hay profesiones que sin ser demasiado penosas, transmiten más abandono que el poema Soledades de Mario Benedetti. 

En el pasado, la limpieza de las calles y la de las dentaduras se econtraban un poco unidas, lo cual daba lugar a una cierta discriminación, como siempre lo hacen las diferencias de poder adquisitivo. Las zonas pulcras, sin papeles, con edificios bien alineados y esmaltes marmóleos contrastaban con las calles torcidas y construcciones de mala calidad colocadas sin ton ni son, igual que las dentaduras de la mayoría de sus habitantes. La pobreza ya no se distingue tanto por lo que se ve desde fuera, pero persiste escondida. Cuesta más discernir a unos de otros a simple vista. Existe la trampa de la deuda y gracias al progreso general le permite a muchos tener una boca aseada, sin grandes infecciones y les da capacidad suficiente para reponer las piezas que pueden faltar. Ya no se cumple el dicho quijotesco de más vale un diente que un diamante, aunque ni siquiera los brillantes provocan ya mucho deseo. Eso sí, sigue existiendo una gran brecha, quizá mayor en términos relativos, pero de lejos las prendas de Louis Vuitton se parecen a las de Zara. Solo cuando se miran de cerca las costuras y sobre todo las cremalleras, botones y demás remates, se nota la diferencia, pero a fin de cuentas, más personas pueden cambiar de vestuario cada temporada antes de que envejezca. En las fotos antiguas tampoco se percibe, pero seguro que si se acerca uno lo suficiente, puede observar motas de hollín cubriendo incluso la ropa de los más adinerados por culpa de la proliferación de calefacciones que funcionaban con calderas de carbón. Es lo bueno de la miopía, de alejar la visión para verlo todo un poco borroso y percibirlo de forma impresionista, que se pasa por encima de las cosas con una suavidad lubricada.

Las pintadas ya no forman parte solo de los bajos fondos, sino que se pueden asemejar al sarro de color amarillo cadmio que queda entre los dientes. Si bien suelen afear los edificios, también es verdad que denotan cierta vida, cierta actividad pasada, que alguien estuvo allí. En los dientes equivaldría al efecto de comidas pantagruélicas llevadas a cabo sin preocuparse después por la higiene bucal, en comparación con unos adolescentes ociosos y sus ganas de poner su huella en el lugar más inoportuno, sin que luego haya un trabajador público deshaciendo el entuerto. 

Solo a veces dan en el clavo, aunque sea con ironía involuntaria, como cuando en una pared leí en 2020 un grafiti del pasado: Comparte saliva, no odio. Si en cambio se pone la fecha, se puede contextualizar mejor el mensaje:  No hope in 2020. En caso de que lo creyéramos, ¿qué hubiesen puesto en otras épocas mucho más dadas a la exasperación? Quizá solo tengamos esperanza cuando realmente nos vemos tan desamparados que es a lo único a lo que podemos aferrarnos y cuando desdeñamos esa ilusión de que todo mejorará, en realidad significa que en el fondo no nos va tan mal. Quizá se trata de aplicar la psicología inversa de quienes dibujan un arco iris cuando están a punto de morir y niñatos sanos que decoran muros con eslóganes de pesimismo escritos con sprays que han comprado con el dinero de su mamá. Me temo que en eso no hay avance posible y algo parecido lo hemos hecho todos. Se llama juventud.

Wilbur se quería suicidar sin motivo aparente, pero al final el que murió fue su hermano, el optimista debido a una enfermedad repentina.  El pesimista terminó por quedarse con la novia del que quería vivir y así es cómo una directora danesa rodó una película con un argumento tan injusto como el de La gata sobre el tejado de cinc, o que los que mueran en la actualidad sean los que pegan en las ventanas el todo va a salir bien, mientras que sobreviven los del no hay futuro.

Por contra, en los terroríficos anuncios de pasta de dientes en los que toda la familia se los cepillan en armonía, no parecen haber comido nunca nada que les provoque placa bacteriana, ni ninguna necesidad de lavarlos porque ya lucen un blanco prístino. Lo mismo ocurre con las infografías que representan una posible nueva urbanización sin que los huecos entre edificios guarden desperdicios. No es nada fácil simular los restos que originamos, los lugares que parecen atraerlos y que también pueden resultar atractivos. El cine negro no sería lo mismo sin aquellos callejones estrechos entre edificios, dispuestos exprofeso para ejercer el crímen y dotar de personalidad a todo un género cinematográfico. Igual que para ciertas personas, una separación de dientes excesiva incluso las ha distinguido y ha formado parte de su aura, véase la modelo y cantante Vanessa Paradis.

Al resto de los mortales, puede que le preocupen dichos espacios entre piezas. Si no utilizan hilo dental con frecuencia, quizá aparezcan caries, mi tormento de niño, pero que quedó en un recuerdo porque hace años que no las padezco, a pesar de todo el azúcar que consumo. Streptococcus Mutans, así se llaman las bacterias que causan las caries, las que viven dentro de los dientes como lo hacen las personas dentro de los edificios, horadando pequeñas cavidades imperceptibles al principio. El nombre científico suena a una banda de okupas, pero supongo que todos podríamos serlo, porque si nos alejamos lo suficiente, tampoco distinguiríamos una persona de otra, solo grandes zonas que unos seres superiores también considerarían manchas de color tirando a marrón.

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4 comentarios sobre “Streptococcus mutans

  1. Qué maravilla de comparativa y qué finura de escritura. Me han encantado las descripciones y las metáforas. Se avecinan malos tiempos para los dientes, las bacterias que las habitan parecen descontroladas. Las dentinas se corroen y durante los años de bonanza las bacterias han generado otras necesidades que amenazan con no poder hacer frente a la factura del dentista.

    No he estado nunca en Oviedo, pero instintivamente me imaginaba los dientes de la Vieja Habana como símbolo de que aun con los dientes podridos, el ser humano hace por sobrevivir; o a la dentadura de la ciudad de Nys, en la frontera entre Serbia y Rumanía, donde a pesar de no pisar dentista desde la guerra, hay hueco para hacerse un implante de un diente de oro; o los dientes de mi pueblo, donde la gente tiene que hacer 25 kilómetros para ir al dentista del pueblo de al lado, pero la sonrisa, más que por su belleza, cautiva por su naturalidad….

    Un gran placer leerte. Un abrazo, compañero. Adelante!

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  2. Me ha encantado tu texto. Las grietas, los huecos y los vacíos siempre dan tanto que pensar. Me gusta cómo escribes y la manera en que vas hilando las ideas. A mí estos bucles de pensamiento me remiten al insomnio, que es otra forma de ausencia, porque es una vigilia que no cuenta, un edificio en ruinas, el gran agujero negro. Espero que además de escribir tan bonito duermas bien. Un saludo y gracias por compartir tu trabajo.

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    1. ¡Muchas gracias por tus palabras! Me ha gustado esa definición del insomnio como vigilia que no cuenta, porque es verdad que no vale para nada. Aunque no duerma mucho, tampoco me suelo desvelar y cuando lo hago, nunca aprovecho para escribir. Lo suelo dejar para primera hora de la mañana. Un abrazo.

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