Qué hago
mirando la lluvia,
si no llueve.
Así comienza y termina un poema de Karmelo Iribarren. El donostiarra sabe de lo que escribe, incluso cuando lo hace sobre la lluvia que en ocasiones no cae un domingo por la tarde. Yo, en cambio, no he parado de verla. La de verdad, no la imaginaria que puede inundar de telarañas nuestro interior.
Todo empezó hace más de un mes, quizá antes, porque el tiempo, el meteorológico, se pierde en mi memoria cual remolino de aire que tras zarandear un rato unas hojas, se cansa y desaparece.
Llevamos una temporada en la cual me he calado aun llevando paraguas. Me ha resultado imposible no llegar empapado a casa hiciera lo que hiciera y cuando miraba a mi alrededor, parecía como si los demás no se mojaran. Veía a cuatro jóvenes debajo de un paraguas minúsculo, paisanos a tumba abierta buscando los aleros de los edificios, señoras mayores saliendo de la peluquería con una bolsa de la compra en la cabeza o a parejas de ancianos que caminaban despacio aparentemente secos. Ninguno desprendía prisa por llegar, como si se sintieran cómodos bajo la lluvia.
Les medía el bajo del pantalón con la mirada y apenas un centímetro se encontraba oscurecido por el agua. Sin embargo, a mí me llegaba hasta la rodilla. Antaño, no utilizaba paraguas y no recuerdo calarme, o por lo menos no me importaba, ya que ciertos problemas se volatilizan cuando uno deja de prestarles atención, mientras que otros se agrandan en la sombra y se dejan ver cuando ya no tienen remedio.
Porque, al igual que un buen día compras unas gafas para ver de lejos, luego de cerca y después ya no hay vuelta atrás, queda reservado otro día para entrar con decisión en una tienda de paraguas y llevarte uno, aunque no sepas muy bien cómo usarlo. Después viene todo seguido: trabajo, facturas, préstamos y responsabilidades varias.
Algunos acuden a cursos de cocina para aprender a preparar sushi. Yo preferiría que me enseñaran a llevar el paraguas correctamente, ahora que parece que ha dejado de llover. Ahora que ya ha pasado el día de Santa Bárbara y nadie se acuerda de ella. Nada dura para siempre, ni siquiera la fría lluvia de noviembre.
Yo los pierdo todos.
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Casi mejor perderlos a que en las cafeterías alguien se lleve el tuyo, te deje el suyo y nunca salgas ganando.
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Creo que eso debe ser una de las Leyes de Murphy…
Al menos, está constatado empíricamente.
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Sí, suena mucho a ley de Murphy😆
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A mí me gusta la frase que se usa mucho en Latinoamérica «Muchacho, que no estamos hechos de azúcar» y dejar que el agua de la lluvia caiga sobre mí. Creo que el paraguas, además de crear un problema artificial como bien expresas en el texto, es un símbolo de opresión y de pérdida de soberanía. Una forma de renunciar a nuestra soberanía por la absurda convención de que no puedes mojarte un poco. No descarto que, inicialmente, detrás del paraguas hubiera alguna sociedad que quiera imponer el totalitarismo como sistema político. Lamentablemente para el paraguas, los sistemas de represión se han ido sutilizando hasta el punto de negar la alternativa. Ojalá más lluvias para recordar que hay un resquicio de libertad.
Un placer leerte, compañero. Un fuerte abrazo. Adelante!
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Viviendo en Bilbao, es complicado independizarte del 🌂 ☂️ 😉
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Igual que en Oviedo.
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