Sobre correspondencia y otros pasatiempos

Una cosa es quedar obsoleto por no saber adaptarse a los tiempos y otra claudicar en terreno propio, en lo que ya se dominó, lo cual deja patente que se ha olvidado. Esto último duele más y fue justo lo que le ocurrió a una antigua compañera del colegio, cuya otra vida, la virtual, veo en Facebook a menudo. Me divierten mucho sus pasajes que cuentan las andanzas de  sus tres hijos y demás animales. En realidad, no son tan brutos ni mucho menos, pero no quería perder la oportunidad de recordar a Gerald Durrell y su gran libro autobiográfico sobre su infancia en Corfú.  El caso es que además de tres hijos, en su casa vive un cerdo que se llama Stuart (su marido se llama Andy), un perro que se llama Mario, gatos, pollos y gallinas sin nombre y patos, muchos patos. El gorrino Stuart parece ser uno más de la familia y en invierno, cuando nieva, mi amiga deja abierta la puerta para que entre al salón. En ocasiones graba toda la operación, convirtiéndola en una película de suspense para ver si el cerdo prefiere congelarse hasta morir o subir un escalón. Solo le falta crear alrededor del vídeo un corrillo con apuestas ilegales y billetes saliéndole entre los nudillos, mientras todos chillamos y un cigarrillo en su boca completa la escena. No creo que llegue tan lejos, pero sí puedo asegurar que su sentido del humor e ironía brillan tanto como su desprecio a Donald Trump. A su marido no lo conozco, pero parece noble, con pelo cano y oronda figura que corta árboles, la cual contrasta con el recuerdo que tengo yo de ella. Los años pasan para todos y parece que en los Estados Unidos de América vuelan más rápido todavía, pero supongo que se debe a que a mí se me quedó una imagen congelada de hace casi treinta años y al compararla con la actualidad, sin los estadios intermedios, sin pagar a plazos el transcurrir del tiempo, resulta muy duro enfrentarse a semejante hipoteca de golpe.

Sus hijos hacen las trastadas que supongo que harán todos los niños, pero mis favoritas son las del cochino Stuart, que con sus finos modales y gruñidos digiere cualquier cosa que se ponga en su camino y encuentra al bonachón de Mario como objeto de muchas de sus fechorías. Ella lo asume todo con resignación y alguna que otra copa de vino, que sería utilizada en su contra en caso de divorcio, exagerando y asociando el consumo razonable de alcohol con una maternidad negligente. No digamos si montara timbas alrededor de las costumbres invernales de Stuart.

El otro día dijo tocar fondo cuando tuvo que pedir auxilio a su hijo mayor para que le ayudara a hacer los deberes de la hija menor. Ella que en el colegio era tan lista y aplicada, sin nunca parecer empollona. Ella había caído, humillada en su propia especialidad.

Hace unas semanas, cuando recibí una carta por correo postal de mi sobrina mayor, me sentí identificado con la derrota de mi antigua compañera. La misiva tardó casi un mes en llegar, pero el asombro fue tremendo, más que nada por la sorpresa anacrónica que supuso sacar algo del buzón que no fueran ofertas del supermercado, publicidad para implantes capilares y/o mamarios, o pasquines sobre menús de kebabs impresos en papel satinado. Porque ya ni las facturas llegan a través de Correos y los carteros han sido desplazados por trabajadores con contratos precarios que transportan un ruido silencioso que termina directamente en la papelera. Abrí el sobre y desplegué un folio escrito a lápiz con buena letra. Mi sobrina me preguntaba por lo que había hecho durante el confinamiento. Ella contaba, entre otras cosas, que había comido tortitas de colores para celebrar el cumpleaños de su hermana. Para ello utilizaba un sinfín de enumeraciones y conjunciones seguidas que luego de mayor se dejan atrás por miedo a ser considerado un inculto, drenándose así cierta frescura que envuelve el caótico mundo infantil.  Porque los gatos son muy entrañables cuando le muerden a uno el tobillo, pero si fueran tan grandes como un tigre, no dudarían en comernos. Supongo que lo mismo les pasaría a los niños si crecieran salvajes y libres. 

Me dije a mi mismo que le contestaría con otra carta, sin emoticonos de por medio. Me sentaría en una mesa sin ordenador y redactaría como lo hacían antiguamente los jefes, que sacaban una pluma de su chaqueta y escribían hojas y hojas que luego mecanografíaba otra persona, normalmente una mujer que pasaba desapercibida. Siempre me ha intrigado mucho el orden que debe tener alguien en la cabeza para ponerse a escribir de corrido sobre un papel, sin cambiar letras, frases, párrafos, capítulos enteros o empezar de nuevo una y otra vez antes de que se agoten las reservas de la selva amazónica. Lo intenté y a la segunda palabra ya tiré una hoja a la basura. Pensé que sería mejor  escribirla con el procesador de textos y luego pasarla a limpio, pero aquello tampoco funcionó porque me confundía igual y los renglones quedaban más torcidos que en el libro de Torcuato Luca de Tena Brunet. Al final, desistí y se la envié a mi hermana por Whatsapp. Menos mal que por lo menos ella la imprimió y se la puso debajo de la almohada. Cuando se levantó, la leyó sola y espero que algo de ilusión le transmitiera, como si un cartero la hubiera enviado mientras dormía a miles de kilómetros de donde fue escrita y algo quedara de magia en el mundo. Yo intenté comportarme como lo hacía Roald Dahl con los niños en sus cuentos, sin considerarlos estúpidos, sin condescendencia. Quedaría muy contento si dentro de diez o quince años, cuando ya nos hayamos olvidado de la pandemia, mi sobrina leyera a F. Scott Fitzgerald porque se lo puse en una carta y que cuando al visitar Venecia viera el puente de Rialto, se acordara de que sus tíos también comían tortitas en una confitería ovetense casi centenaria con el mismo nombre, la cual siempre sale una y otra vez en mis relatos, a modo de lugar común.

Pero no siempre fue así. Antaño escribía muchas cartas a los que ya no están, a los que no estaban, a amigos que vivían al otro lado del Atlántico, a Noe. La primera puede que fuera a mi abuela. Tendría pocos años más que mi sobrina ahora y lo pasaba mal cuando ella volvía a su casa después de pasar una temporada en la nuestra. Padecía un duelo casi adulto, de esos que duran días, como si las pesadillas de una noche tuvieran continuidad en la siguiente y no se esfumaran al despertar, que suele ser lo habitual durante la niñez.  Cuando ella partía, desaparecía el olor a laca mezclado con nicotina, el papel de seda dejaba ser un objeto de primera necesidad y la realidad achicaba los huecos de la fantasía a base de  tardes de deberes y televisión.  Ella recibía aquellas cartas melancólicas y las compartía con sus amigas, con el resto de abuelas, cual noticia importante que pudiera salir a doble columna en los diarios. Yo recibía las suyas con una letra ininteligible que mi madre descifraba y que me recuerda a mi analfabetismo actual, por ser incapaz de leer lo que se escribe de puño y letra.

De mayor dejé de enviarle cartas, pero ya me la había ganado para siempre y hubiera dado lo mismo haberme convertido en un genocida depravado, que no hubiera cambiado el concepto que tenía sobre mí. Eso sí, no dejé de escribir sino que pasé a hacerlo a amistades, que se sorprendían del cambio entre mi versión por correspondencia y en persona.  Creo que no se trataba de timidez, sino de una cuestión de mala gestión del tiempo por mi parte, de tener la sensación de disponerlo todo para mí al escribir, para ir hacia adelante y atrás antes de expresar lo que quisiera, de poder quedarme en blanco durante veinte minutos sin que nadie se pusiera nervioso, sin que nadie observara nada, dejarlo y volver al cabo de un rato. Grababa lo que observaba cual rodaje durante el día y por las noches lo montaba, para introducir mis películas después en un buzón, por lo menos las que pasaban el corte de la censura al leerlas de día.  Algunas eran agradecidas en persona, pero el cineasta se convertía al instante en un pésimo actor de teatro seco y refractario a conversaciones hiladas de largas frases. 

Las amistades estadounidenses no veían tan claramente la diferencia entre mi mejor y peor versión, porque pasaban muchos meses entre vernos en persona y por escrito. Dicha costumbre terminó cuando empezamos la universidad y uno de ellos me comentó que lo de las cartas era un coñazo, que me daba su dirección de correo electrónico, con algo irreconocible para mí entonces y que ahora detectamos como una arroba. En 1994, internet no estaba tan presente como hoy en día. Yo no tenía ni siquiera un ordenador en casa para perder el tiempo jugando a programar en BASIC, con lo cual la tradición se truncó. Ellos progresaron, se compraron una lavadora, pero yo seguía limpiando mis penas a mano en el río, ya sin su compañía. No recuerdo muy bien qué haría cuando me aburría o no quería estudiar, quizá solo quedara escribir cartas a otros que no tuvieran correo electrónico, hablar por teléfono o aporrear una guitarra, en un confinamiento mental que contrasta con el desparrame actual. Ya no podemos guardarnos casi nada dentro. No soportamos nuestra propia intimidad, la que nunca salía de las cabezas de las generaciones anteriores, que sobrellevaban lo indecible sin quejarse, sin terapias de fin de semana.

Solo volví a retomar la costumbre de escribir cartas de continuo cuando una beca Erasmus nos separó a Noe y a mí durante unos meses. Quizá fueron esas páginas el pegamento que nos mantuvo unidos para sobrevivir a lo que todos conocían como una trituradora de parejas, porque ese curso universitario que muchos pasamos por Europa se conocía también como orgasmus. Era un campo de exterminio amoroso de cuyas cenizas también salían relaciones nuevas, pero otras diferentes, distintas de las que se tenían cuando se entró. Yo me mantuve a flote, porque no solo de juergas vive el estudiante. Entre semana prefería sentarme delante de una hoja en blanco por la noche, en una mesa sin ordenador. A día de hoy lo hago por las mañanas, pero sucumbí a la pantalla y teclado.

Las cartas postales ya han sido enterradas para siempre y no hay vuelta atrás, al igual que lavar en el río puede que se vea muy bucólico en las películas de Almodóvar, pero nadie tiene ganas de estropearse las manos. A saber lo que vendrá después, cuando el Whatsapp también muerda el polvo y se sustituya por intercambio directo de pensamientos. Ya no podré ordenar con tiempo ilimitado mi cuarto de estar antes de mostrarlo a las visitas. Ese día veré ante mis ojos la derrota final. Eso sí, la carta que he recibido de mi sobrina ha sido como el que recuerda a qué sabía el café años después de dejarlo y pasarse a las anfetaminas para despertarse.

8 comentarios sobre “Sobre correspondencia y otros pasatiempos

  1. Una muy buena y melancólica crónica. Pienso que escribir una carta en el papel con lápiz o bolígrafo le un toque de magia a las palabras. También puede ser un maravilloso y único regalo para el destinatario. Gracias por la lectura.

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  2. A mi las cartas escritas a mano me parecen maravillosas. Cierto que también he dejado de escribirlas, sólo alguna esporádica a una amiga que vive en el extranjero y postales de navidad. Aún así, no quiero perder la costumbre de escribir a mano. Muchos de los textos de mi blog los suelo escribir en cualquier lugar en una pequeña libreta que llevo en el bolso; luego lo paso al ordenador. Aporrear el teclado nunca podrá sustituir a deslizar la pluma…
    Me ha gustado mucho tu entrada. Saludos

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  3. Excelente. Bien escrito, como de costumbre. En cuanto a la escritura manual, suelo recomendarla a quienes comienzan los talleres literarios. Soy un firme defensor de este arte/técnica que, en mi opinión, no se valora lo suficiente. Nos ha acompañado durante más de dos mil años y sería un error por nuestra parte, darle ahora la espalda. Un saludo.

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