El otro día vi un membrillo por primera vez. Yo siempre me lo había imaginado con la consistencia de un higo o de una ciruela, una fruta blanda que a poco que madura, se deshace en una papilla acuosa. Nunca pensé que tuviera la firmeza de un tubérculo, la de una patata, o la de una manzana, que por algo los franceses utilizan palabras similares para ambas. Se necesita un cuchillo afilado para cortarlos y me imagino que solo alguien con mucha fuerza puede separarlo en dos mitades con sus propias manos. Pero he de reconocer que tiene sentido, que al ser utilizado como insulto, no se trate de un fruto refinado o delicado, sino más bien duro y tirando a hosco cual zoquete.
Debido a su textura áspera, no se come directamente, sino que se prepara en conserva o hecho dulce y de ahí provenía mi confusión. En esta ocasión me había dejado llevar del todo por las asociaciones peregrinas que a menudo hacemos durante la infancia. La mayoría de ellas las corregimos con el paso de los años, pero algunas pocas llegan sin esclarecerse hasta muy entrada la edad adulta.
La palabra membrillo me recuerda a las meriendas de mi niñez que incluían una confitura tierna con forma de sector circular y envuelta en papel de aluminio dentro de una caja redonda de cartón. Se trataba de dulce de membrillo, no casero, sino más bien de supermercado, como los quesitos que tanto asociamos al juego de mesa llamado Trivial. Se podía untar en pan, casi como una mermelada, pero era lo suficientemente compacto como para comerlo solo. En la caja aparecía una foto del fruto del que provenía, pero al no verlo nunca al natural, yo asociaba la palabra membrillo a lo que no era ni mermelada, ni fruta, sino algo que quedó a medio camino, en tierra de nadie. Así que cuando las marcas Helios y Hero sacaron al mercado dulces similares con otras frutas, lo seguía llamando membrillo de manzana o membrillo de fresa, igual que ocurría en la película de Arthur Penn, Pequeño Gran Hombre, en la que Dustin Hoffman hace uno de sus mejores papeles interpretativos. La cinta retrata con cierta ironía la conquista del Oeste norteamericano, la mejor forma de hacer llegar el drama que supuso para los nativos. Dichos mal llamados indios, denominaban a todo forastero como hombre blanco, pero lo gracioso era que los afroamericanos eran los hombres blancos negros, un caso particular del hombre blanco, subordinado al mismo, porque para ellos el mal provenía precisamente de ese concepto, daba igual el color de su piel.
Que el membrillo fuera una fruta y no un dulce ya lo había matizado hace años, con la pérdida de la inocencia, antes incluso de ver Pequeño Gran Hombre, pero quedaba aún esa duda sobre la composición de un alimento propio de Asia Menor. No en vano, ha sido precisamente una película búlgara la que me ha sacado de mi error. Se llama The Father y en ella el membrillo hace avanzar el drama familiar con mucho sentido del humor. Tanto que me dolía la mandíbula al intentar reprimir la risa porque los temas tratados eran más bien tristes. Supongo que los directores quisieron provocar esa sensación de lluvia en un día soleado, dejándome igual que el jodido y radiante personaje que mencionaba Mario Benedetti en uno de sus poemas.
Apenas conozco el cine búlgaro y si fuimos a ver la película fue porque cuatro años atrás los mismos directores ganaron el festival de cine de Gijón con Un Minuto de Gloria y porque el reciente confinamiento perimetral de Oviedo impidió cualquier plan más ambicioso. El país tampoco lo conozco, más allá de que la capital se llama Sofía y que la selección de fútbol liderada por Stoichkov hizo un papel más que digno en el mundial de fútbol de 1994. Lo solemos asociar a las antiguas repúblicas soviéticas, a los países olvidados por la historia, que parece que viven en una crisis permanente, pero sin llegar a los desastres humanitarios que asolaron a sus vecinos balcánicos u otros continentes y que tampoco ya encienden demasiadas conciencias. Pasan desapercibidos a pesar de haber sido imperio y ni siquiera eligen a líderes ridículos de la factoría Trump como Orbán o Erdogán, que por lo menos generan algún titular en los medios de comunicación y uno se acuerda de Hungría o Turquía por un segundo de vez en cuando.
Yo en cambio, sí recuerdo Bulgaria precisamente por eso, por ser una de tantas naciones desatendidas por los focos. Pienso en esos países cuando oigo expresiones del tipo: ¡Adónde vamos a ir a parar! o ¿hasta cuándo vamos a permitir esta situación insostenible? Se suelen escuchar con asiduidad durante las crisis y escándalos sufridos en los últimos años y siempre contra los sucesivos gobiernos, como si el conjunto de la sociedad en la que vivimos en España se encontrara a dos pasos de una muerte inminente debido a los problemas que padecemos, que por otro lado, no son pocos, ni despreciables. Como si ya nada pudiera empeorar más y estuviéramos a punto de tocar fondo y el momento fuera a quedar grabado en los anales de la historia, porque según los indignados permanentes, resulta inconcebible que el país, el nuestro, se encuentre en una situación tan deplorable, hecho unos zorros y todo, absolutamente todo es siempre culpa del gobierno de turno. En mi opinión, creo que esta época se recordará en apenas un párrafo y abusar del superlativo o las palabras gruesas no harán que perdure más en la memoria. Toda nuestra irritación ocupará dos minutos de atención de los estudiantes del futuro y lamentablemente, el margen de deterioro sigue siendo descomunal. A pesar de echarnos tierra a los ojos continuamente, cuando las cosas nos van mal, también solemos expresar ese orgullo del aristócrata venido a menos que piensa que el mundo le debe algo por alguna razón especial, pero a la vez se lamenta con cualquiera sin intentar cambiar nada, porque en el fondo tiene más que perder de lo que está dispuesto a admitir.
Coincido en que hace veinte años todo parecía ir mejor, pero al ser España algo así como el hijo manirroto de una familia adinerada decadente llamada Europa, por lo menos nos invitan a las fiestas, nos proporcionan ropa decente por eso del ¡qué dirán! y si nos metemos en demasiados problemas nos rescatan de nuestras deudas con más préstamos y promesas que no podremos cumplir.
Europa ya no es lo que era, vivimos de nuestro fulgurante pasado, de la inercia. Salimos a nuestro jardín a beber whisky con ademanes elegantes y las piernas cruzadas, mientras nos entrevistan y pensamos que todavía pintamos algo. De fondo se ve un caserón de piedra comido por enredaderas, pero también es verdad que ¡bendito declive! comparado con otros países no tan lejanos.
Bulgaria: el país que llegó demasiado tarde al desarrollo actual, igual que cuando abrí mi cuenta de Facebook y un amigo me comentó que el mundo ya estaba a otra cosa. Lo mismo me ocurrió con mi blog y al país balcánico cuando se adhirió a la Unión Europea, cuando las ubres de los fondos de cohesión ya no daban tanta leche, cuando ya era casi imposible crear burbujas inmobiliarias que dieran la impresión de progreso, cuando no se podían construir infraestructuras mastodónticas que luego no podemos mantener, pero que al fin y al cabo ayudaron a que por unos cuantos lustros, los españoles saliéramos de una cierta mediocridad, tanto social como económica.
Solo hace falta ver el restaurante que aparece en The Father (2019), igual que el que salía en el comienzo de El Crack, película española de principios de los ochenta del siglo pasado. Aquellos locales sin carta, sin decoración temática, en los que el hijo menor vestido con un chándal coloca sobre la mesa unos vasos de agua envueltos en servilletas de papel y la hija mayor de los dueños toma nota de lo que quieren los comensales, que como mucho será el equivalente a huevos fritos con chorizo, nada de platos rimbombantes. Lo que antes era habitual en España, ahora es casi excepción. No hay más que observar los hospitales a los que parece que acuden en Bulgaria hoy en día, que recuerdan a los azulejos con juntas ennegrecidas que veía yo de pequeño hace más de treinta años, con luces mortecinas y casi vacíos de tecnología, los que salían en películas como El Pico de Eloy de la Iglesia. Los búlgaros sólo recibirán atención si disponen de seguro y aun así, pagan por las sábanas y resto de manutención. Por todo ello, cuando oigo, ¡no podemos caer más bajo!, pienso en Europa del Este, porque aunque parezca un tanto contradictorio, su cierto atraso social y económico pudiera ser un adelanto para nosotros de lo que podríamos llegar a volver a ser en el porvenir, una advertencia de lo que ya fuimos. El fantasma de las navidades futuras que le cambia la perspectiva a uno y apacigua pasiones exacerbadas.
Es lo que pienso también poco antes de llegar a la casa de mi madre cuando voy a visitarla. Siempre miro hacia el borde izquierdo de la carretera general para ver si se vislumbra una vivienda entre la maleza. Hace casi treinta años vivía allí una señora con sus dos hijos. El mayor tendría mi edad y parecía haber madurado de forma precoz porque creo recordar que su padre les abandonó y él de alguna forma ayudaba a la familia con responsabilidades ajenas a salir de juerga, que eran las mías. Nunca hablé con él, pero me recordaba un poco al Johnny Depp de la época, a su personaje en ¿A quién ama Gilbert Grape? con esa media melena de flequillo kilométrico que le cubría los ojos. Parecían buena gente. La casa era de piedra, antigua y en la entrada se podía ver detrás de la verja de forja una caseta de perro con el nombre de Golfo pintado sin mucho arte. Poco después de que empecé la universidad, se mudaron y nunca supe más de ellos. Nadie más ocupó la casa y poco a poco se ha ido quedando abandonada. La naturaleza fue reconquistando lo que era suyo y ya ni siquiera se ve el nombre del perro cuando paso por delante. Todo ha quedado enterrado entre arbustos y zarzas, a modo de recordatorio, por si acaso se me ocurre caer en la tentación de pensar: ¡adónde vamos a ir a parar! cuando mi madre lucha contra las goteras de su tejado o porque se le pueda haber estropeado el termo de agua caliente del cuarto de baño, justo cuando voy yo.
Qué gusto leerte! Mis abuelos tenían varios membrillos, pero reconozco que ya era grandecito cuando le di cuenta que las manzanas que recogíamos eran un tanto extrañas. A mí «cabezamembrillo» es un insulto que se debe recuperar por todos los medios.
Sobre Bulgaria es un país que siempre me ha llamado la atención. Debe ser porque no conocemos mucho a pesar de estar tan cerca. Hace años leí un libro que me encantó, ‘Los novios búlgaros’ de Mendicutti, que por cierto adaptó para el cine Eloy de la Iglesia, director que citas en el artículo. Hace dos años me entró la idea de visitar Bulgaria y ver esa decadencia viviente que de alguna forma relativiza nuestro progreso, que nos señala lo verdaderamente necesario de lo superfluo. Sin embargo, finalmente nos decantamos por Serbia, que comparte rasgos culturales e históricos. Cuando todo pase, pondremos rumbo a Bulgaria y podremos escapar con más fuerza del «Adónde vamos a parar». Abrazos, adelante!
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El gusto es mío por leer comentarios tan atinados que enlazan el membrilo con Eloy de la Iglesia por otro camino totalmente diferente, pero igual de disparatado 😉
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Saludos Pablo. Como siempre muy interesante tus reflexiones. Platicarte que a mi me encantan los membrillos frescos y maduros ( no creo ser la única por estos rumbos) comerlos a mordidas y alo mejor un poquito de chile con limon. Y para tomar un poco de Mezcal lo rebanas co chile y esta buenísimo. Saludos desde. Torreón. Mexico
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¡Muchas gracias Emma! El próximo paso será probarlos tal y como dices 😉 Un abrazo desde Oviedo.
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