Hotel Hilton

A mis padres se les notaba nerviosos. Cada día adicional que pasábamos en aquel hotel de los suburbios de la ciudad de Nueva York resultaba para ellos un pequeño infierno. Algo que no podía comprender.  Yo sabía perfectamente que en nuestra nueva casa el desayuno no incluiría donuts rellenos de mermelada, ni tampoco tendría a mi disposición una sala de videojuegos para distraerme, aunque fuera solo mirando las pantallas de aquellas vetustas y probablemente huecas máquinas de arcade, ya que una moneda de veinticinco centavos daba para bien poco cuando uno no era muy ducho en juegos como el Spy Hunter, Comando o Arkanoid.

Si bien científicamente el verano aun no había terminado, las estaciones estadounidenses se mueven por otros intereses ajenos a los astros. Oficialmente, la época estival comienza el último lunes de mayo, en Memorial Day y finaliza el primer lunes de septiembre o Labor Day, el día más triste del año para los niños.  Sí, al parecer, allí los niños también tienen su propio Blue Monday.

En el día del trabajador el verano llega a su fin y al día siguiente comienza el curso escolar. Poco importa que mayo termine nevando o que la calurosa humedad de septiembre supere el 100%; la mejor estación del año se organiza como marca la tradición ancestral. En consecuencia, a mediados de septiembre, la piscina exterior del hotel al cual habíamos llegado desde Bilbao se encontraba ya clausurada, vacía, llena de hojas, en estado de semi-abandono y ofreciendo una de las estampas más tristes posible para un niño. Ya no disfruto de la atracción que antes ejercían sobre mi las las piscinas, pero por aquel entonces figuraban entre los lugares más fascinantes a los cuales uno podría acudir. Por mucho que viaje ahora, creo que nunca se podrá superar la felicidad derivada de llegar a Benidorm después de aquellos eternos trayectos desde Bilbao y zambullirse en el estanque azulado del apartamento nada más bajarse del coche.

Con tanta expectación acumulada, la decepción de encontrarse la piscina del hotel cerrada fue considerable. Tanto que juraría que me arrodillé con mi traje de baño puesto, en mitad de la recepción, y golpeando la moqueta exclamé a lo Charlton Heston “¡Yo os maldigo!”. Sin embargo, el destino siempre deja un resquicio por donde los héroes puedan salir indemnes de cualquier situación. El recepcionista nos indicó que las instalaciones del hotel disponían de piscina cubierta para el disfrute de sus clientes, con lo cual mis pintas en traje de baño no resultaban del todo extravagantes. Eso sí, por alguna razón, al estar cubierta, la experiencia no me parecía tan satisfactoria. Ya no recuerdo los ricos matices que tanto marcaban la diferencia entre las piscinas cubiertas y descubiertas. Seguramente mi madre tampoco lo recordará, bastante tendría ella en aquel momento como para preocuparse de semejante nimiedad. En la actualidad, traspasada la frontera sin retorno que supone la niñez, todas las tipologías del mundo y hasta las propias piscinas, pasan tan desapercibidas como las tiendas de juguetes y sus infinitos y trascendentales detalles, así como los parques de atracciones, centros comerciales y todos aquellos lugares que una vez estuvieron llenos de magia y a los que el paso del tiempo ha convertido en pequeños avernos.

Adela, nuestra flamante hermana mayor interina, nos llevaba todos los días a que nos remojáramos con una sonrisa de oreja a oreja. Yo pensaba que estaría expectante y feliz por ver nuestras nuevas acrobacias acuáticas. ¿Cómo no iba a disfrutar al ver a mi hermana Ana y a mi gritar desde el borde con voz aguada: “¡Mira cómo me tiro!”? No me creo que lo que la motivara fuera la chulesca mirada del apuesto socorrista que velaba porque no nos matáramos haciendo el cafre.

Sinceramente, me parecía inconcebible que nuestros progenitores quisieran dejar aquel paraíso entre árboles, en cuya recepción resplandecía un plato con caramelos de menta que se deshacían nada más introducirlos en la boca y con habitaciones desde cuyas ventanas observamos con atención las consecuencias que pudiera causar la llegada del huracán Gloria, que nos recibió aquel septiembre de 1985. Ante semejante noticia, esperábamos ver coches volando o en su defecto, árboles y tejados arrancados de cuajo, pero ni siquiera una triste sombrilla pasó por delante de nuestras narices. Supongo que en esta ocasión, el aburrimiento de los niños supuso un alivio para los adultos, o no, ya que las intensas lluvias y vientos impedían que pudiéramos salir a jugar por el frondoso paraje  donde se ubicaba el hotel.

En realidad, si bien los desastres naturales parecen una ocasión sin igual para el deleite de los macabros seres menudos, en el fondo, el más nimio contratiempo de cualquier tipo termina por asustarlos a la hora de la verdad. Recuerdo como si fuera ayer aquella noche cuando Adela nos llevaba a mis hermanas y a mi de vuelta a la habitación después de cenar. Sin previo aviso, las puertas anti-incendios del pasillo se cerraron solas y mientras Adela se reía, yo me indigné muchísimo porque pensé que aquello no tenía ni pizca de gracia. Cuanto más nervioso me ponía, Adela más se reía, hasta tal punto que literalmente se orinó encima. No podía comprender tal ausencia de seriedad y cómo podía carcajearse despreocupadamente en un momento tan delicado. Momento que consistió básicamente en quedarse atrapado en un pasillo más grande que mi casa durante no más de cinco o diez minutos. Menos mal que los padres no son crueles con la bravuconería de cartón piedra de sus descendientes y mi temblorosa reacción simplemente forma parte del anecdotario familiar.

Cada noche, las luces se apagaban y el sueño se acercaba en forma de los ya mencionados donuts sin agujero rellenos de mermelada y cubiertos de azúcar glass. Estos donuts me han perseguido durante toda la vida, aunque a día de hoy ya no puedo verlos como la quinta esencia culinaria. Creo que la culpa la tiene aquella tranquila velada viendo películas en casa de mi amigo Jorge Bengoa en Leeds (Reino Unido), hace más de quince años, donde nos debimos de comer varias docenas de tales donuts y tras la cual aprendí por las malas en que consistía la sinergia, el efecto multiplicador de dos factores que actúan conjuntamente. En este caso fue una mezcla de indigestión estomacal con acidez de estómago que evitó que pegara ojo durante toda la noche.

La habitación del hotel quedaba oscura salvo una pequeña luz perturbadora de color rojo que parpadeaba en el techo con una frecuencia tan errática que resultaba complicado adivinar cuándo se encendería de nuevo. Nadie conocía el origen de dicha luz. Ni siquiera los sufridos oráculos paternos podían iluminarnos con su sabiduría. Yo me imaginaba que nos estaban observando desde algún planeta extraño a través de aquel dispositivo en forma de disco colgado del techo y todas las noches lo observaba, esperando una señal del espacio exterior. No me parecía tan descabellado que pudiera ser yo el primer interlocutor con tales seres formidables. Además me encontraba en los Estados Unidos de América, lugar propicio y único en el mundo, según las películas, para encuentros con marcianos y demás fauna espacial. Con el tiempo, comprendimos que aquel aparato tan extraño no era más que una vulgar alarma de humo, y el parpadeo rojo indicaba su correcto funcionamiento.  Creo que por ley, a lo largo y ancho del país, toda vivienda debe disponer de alarmas de humo y durante los años siguientes que pasamos en Rye, no pocas veces se cabreó mi padre con los molestos pitidos provocados por un pequeño exceso de humo que pudiera proceder de la cocina.

Mucho antes de estrenar nuestro nuevo hogar, mi padre adquirió un coche, extensión natural de cualquier estadounidense e indispensable posesión en el país donde pasear puede incluso resultar hasta sospechoso. A mediados de los años ochenta del siglo pasado, creo que se debió aprobar alguna ley  con rango mundial que obligaba a que todo fuera de color marrón, así que el coche no podía ser de otro color. Un Nissan-Datsun Máxima de segunda mano y con  cinco plazas fue el automóvil que se consideró oportuno para nuestras necesidades. En aquella época, no recuerdo si existían sillas de coches para niños y las furgonetas con más de cinco plazas no resultaban tan comunes como ahora. Por lo tanto, el sexto pasajero, que solía ser yo, se veía obligado a viajar en el portamaletas. Que nadie piense que a mi padre le trasladaron a Nueva York para ejercer de capo mafioso de la recién fundada Little Euskadi, adyacente a Little Italy y practicara conmigo, maniatándome en el maletero de su nuevo coche. El vehículo era de tipo familiar o ranchera, lo cual me permitía respirar adecuadamente, comunicarme con el resto de la familia y protestar a gusto durante los trayectos si lo considerara oportuno. Es más, el portamaletas suponía más bien un privilegio que un castigo, ya que uno se podía tumbar o incluso jugar en él.

Los niños siempre tienen una relación especial con los coches de su infancia, pero antes de entablar confianza resulta preciso conocerse y comprender los detalles más importantes de dichos artefactos sobre ruedas. Seguramente colmaté la paciencia de mi padre en incontables ocasiones debido a mi insistencia en intentar arrojar luz sobre un oscuro enigma que me preocupaba. ¿La marca  del coche sería Nissan y el modelo Datsun?, pero entonces sobraba lo de Máxima, o bien ¿la marca era Nissan-Datsun y el modelo Máxima?, pero en tal caso ¿por qué veía otros coches cuya marca se limitaba a Nissan? Mi cuadriculada cabeza de nueve años de antigüedad ya debía intuir los principios de la taxonomía, y que fuera necesario confeccionar una primera división denominada marca y ya dentro de cada marca, podrían coexistir diversos modelos. Sin embargo, una tercera división intermedia parecía ajena a toda lógica y que a nadie le importara más que a mi suponía una frustración intolerable. Años después en clase de biología ya se profundizó en la ordenación jerarquizada y sistemática de los grupos de animales y de vegetales, con serios métodos nemotécnicos. Por ejemplo, “King Philip came over for good sex”, valía para no olvidar Kingdom (Reino), Phylum (Filo), Class (Clase), Order (Orden), Family (Familia), Genus (Genero) y Species (Especies). Por supuesto, el profesor jamás aclaró nada sobre la tercera división entre la marca y modelo de los coches y lo de “good sex” lo decía susurrando, oficialmente era “good soup”. Con estas tonterías es con las que algunos profesores se ganan a sus alumnos adolescentes.

Cuando todas las preguntas tienen una respuesta inmediata, las tribulaciones que antes ocupaban nuestros días ya carecen de sentido. La Wikipedia ha dejado un vacío difícil de rellenar. Ralph Waldo Emerson parece que viajó del futuro cuando en un cursi día se le ocurrió proclamar: “Si tuviera la verdad en mi mano, la dejaría escapar por el puro placer de buscarla”. Eso sí, los dolores de cabeza que se hubiera ahorrado mi padre de existir internet, ya que con una explicación tan precisa como la que adjunto a continuación, estoy seguro de que el dilema Datsun-Nissan hubiera quedado zanjado en medio segundo, más que nada por falta de atención de mi persona al escuchar una contestación tan aburrida:

“Datsun es una reconocida marca con la que la empresa japonesa Nissan, comercializó sus automóviles entre 1940 y 1986, destacándose el Datsun 280ZX y el Fairlady. El nombre fue creado como «Datson» en 1931 por DAT Motorcar Co. y su nombre fue cambiado a «Datsun» en 1933 luego de que Nissan Motor Co., Ltd. adquirió el control de la empresa. El 20 de marzo de 2012, Nissan anunció el regreso de la marca para su uso en Indonesia, India y Rusia. Cuyo retorno se concretaría en 2013 o 2014.”

Resuelto el misterio, cabe destacar también que incluso ahora, cada vez que escucho la banda sonora de la película Carros de Fuego, no puedo evitar recordar a mi padre introduciendo la cinta de Vángelis en el radio casete mientras descendíamos por aquella boscosa avenida que salía del hotel y veíamos desde la ventana del coche el futuro nuevo barrio. Dado que mi padre era aficionado a apurar el tanque de gasolina, muchas veces, en aquellos recorridos en coche, una impertinente voz emanaba del salpicadero recordándonos que el fuel level is low. Sí, el Datsun hablaba y hacía las delicias de unos niños que disfrutaban viendo en televisión cómo un hortera Michael Knight mantenía interesantísimas conversaciones con KITT, el coche fantástico. Right door is open, Lights are on, key is in the ignition y alguna que otra frase repetida hasta la saciedad en el momento más inoportuno, suponían el desarrollo máximo de una tecnología que más que asemejarse a una inteligencia artificial futurista, se parecía al futuro que realmente llegó, esa especie de “cogito interruptus” que casi todos sufrimos.

Como todo buen chiste, al principio resultaba gracioso, pero al cabo de los años las locuciones robóticas terminaron por convertirse en un verdadero tormento inquisitorio. Hasta los pacientes infantes acabamos hartos de aquel locuaz vehículo. El día que pude pronunciar correctamente el trabalenguas key is in the ignition, consideré que ya sabía hablar inglés.

Las semanas otoñales iban transcurriendo entre Sándwiches tipo Club con tomates cherry y ginger ale en la barra del bar de un hotel, al cual solo faltaba que una noche aparecieran Jeff Bridges y Michelle Pfeifer frente a un piano, adelantándose así unos años a sus Fabulosos Baker Boys. Eso sí, seguíamos sin noticias de nuestros muebles que se encontraban en medio de una epopeya trasatlántica, retrasando por tanto el traslado a nuestra nueva casa, como no, de color marrón.

Solo ahora, como adulto puedo comprender la ansiedad que debieron sufrir mis padres por salir de aquel lugar. Por muy bueno que fuera el bufet con huevos revueltos, beicon y todo tipo de frutas exóticas, por muy altas y grandes que fueran las camas, por muchas puertas que abriera a tu paso el personal hotelero, la frase de Joaquín Sabina “Hotel, dulce hotel; hogar, triste hogar” me temo que hacía referencia a otro tipo de menesteres, relacionados con otro tipo de actividades, algo promiscuas y extramaritales. No con el gran cambio al cual mi familia se enfrentaba. Creo que mis padres llegaron a añorar la tranquilidad de disponer de su propio espacio, de sus enseres y después de casi un mes en el frío Hotel Hilton de Rye Brook, temían que la experiencia se acabara asemejando más bien a la del Hotel California, dónde: “You can check out any time yo want, but you may never leave”.

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