Artibai

Toda la vida me ha perseguido la misma maldición: tener que deletrear mi apellido allá donde vaya, tanto en inglés como en castellano. Noe siempre me aconseja que si lo pronunciara como palabra aguda tendría menos problemas. Yo me resisto y lo sigo pronunciando como palabra grave que es. Me divierte la creatividad de mis congéneres. El colmo se vio en una consulta médica, cuando después del rutinario deletreo, observé una letra “e” adicional, escrita después de la letra “g”, convirtiendo mi apellido en una palabra impronunciable. ¿Cómo hacerle saber a la persona que me atendía que la letra “g” no se escribe “ge”?

También he sufrido a compañeros de clase, que en un alarde de ingeniosidad cantaban con mi apellido aquella canción sobre un gusano de juguete de los años ochenta que emitía luz.

Solo un profesor de Universidad lo pronunciaba de modo correcto, aunque el respeto que le tenía por ello lo pagué caro, ya que tuve que sufrirle durante todo un cuatrimestre preguntándome todos los días en mitad de clase, ya fuera sobre la materia impartida o sobre mi estado de ánimo: “¿Se aburre Señor Eguiluz?”, “¿Todo bien Señor Eguiluz?”.

Supongo que algún día se aparecerá algún ancestro del más allá y explicará a sus herederos que se le ocurrió pronunciar nuestro apellido como palabra grave para que todos sus descendientes ejercitaran la virtud de la paciencia. Creo que en general la terapia no ha servido para mucho, aunque se rumorea que la mala uva familiar proviene de la rama Eguren de mi abuelo paterno. Era el único de mis abuelos que tenía dos apellidos vascos y con el que más me he reído recordando todo lo que me contaba cuando yo era niño y no comprendía apenas nada de lo que decía. Todas sus palabras parece como si hubieran estado criogenizadas durante años:

“Más vale pájaro en mano que almorrana en el ano”.

“Mira, he aquí la cruz del matrimonio”, mientras señalaba a unos retratos de sus cinco hijos colocados sobre su cama formando una cruz.

Gracias a él, ahora sé que a partir San Blas ya no se debe comer besugo. Después del refrán “Por San Blas, el besugo atrás” solía añadir que el único besugo que no fue atrás fue él mismo, recordando que se casó el día de San Blas, del año en que finalizó la segunda guerra mundial.

Siempre gastaba bromas de ese tipo, pero lo cierto es que estuvo casado más de cincuenta años con mi abuela y la dependencia hacia su persona era casi total, por mucho que se empeñara en decir: “Moraleja, coge la joven y deja a la vieja”.

Yo ya le conocí en esa edad tan divertida en la que uno se libera de todos los corsés necesarios para vivir en sociedad sin ser ingresado en un manicomio. Llega un momento en el que los filtros mentales se desvanecen y poco importa ya lo que piensen los demás. Incluso mi pudorosa abuela no tuvo más remedio que acostumbrarse a su humor escatológico que nunca llegaba al mal gusto, porque se notaba que le respaldaba una excelente educación y que su comportamiento no era de ida sino de vuelta, cuando ya se ha cumplido con todo y con todos.

“Mejor pedo en público que dolor de tripas en privado”. Este chiste sí lo entendía entonces y siempre servía como la excusa perfecta para que no me riñeran por la falta de cortesía que suponen las flatulencias inoportunas.

Aquellos domingos en el abrupto parque de Usategui, un lugar colgado sobre un vertiginoso acantilado que termina en el bravo mar cantábrico, siempre los asociaré a su persona. Situándose en el privilegiado mirador se divisaba desde el mastodóntico Puerto del Abra, con sus inmensas grúas esperando ansiosas a los buques fondeados en alta mar, hasta la urbana playa de Ereaga, cuyo extremo norte casi acaricia el puerto viejo de Algorta. Aquí, en unas fiestas populares, al parecer se inventó una bebida que ha llegado hasta los más selectos locales nocturnos norte norteamericanos: el Kalimotxo. Mientras regresábamos a casa para comer por una empinada calle y tras comprar las patatas fritas artesanas que le solía encargar mi abuela, bien podría haber comentado a regañadientes: “Jubilado, soltar la mosca y hacer recados”.

Otro plan más aburrido en su compañía consistía en escuchar misa en la iglesia de los Trinitarios, dónde me entretenía observando las perturbadoras y oscuras pinturas de los cuatro evangelistas representados como híbridos entre personas y animales. Bueyes, ángeles, leones y águilas me señalaban y sermoneaban sin decir palabra desde el interior de una cúpula en las alturas.

Las opíparas comidas preparadas por su esposa Lolita resultan difíciles de olvidar: caracoles con salsa picante, redondo de ternera asado acompañado de bolas de puré de patata y pastel ruso pudiera ser el menú más común que yo devoraba desde muy temprana edad ante la complaciente mirada de mi abuela. Siempre me ponía de ejemplo frente a mis primas, que todavía no habían descubierto el placer que suponía comer. ¡Con qué facilidad podía llevar uno una vida llena de méritos en aquella época! Si ahora me preguntaran por qué no puedo evitar ingerir toda la comida que veo, respondería como George Leigh Mallory cuando un reportero de Nueva York quiso conocer el motivo por el que quería escalar el Everest: “¡Porque está ahí!”.

Durante aquellas sobremesas se fumaba y a mí nunca me parecían suficientes los homotéticos aros de humo que se desvanecían por el salón, repetidos una y otra vez por algún esforzado tío, supongo que esperando a que le dejáramos tranquilo. Dichas tertulias podían terminar en una acalorada discusión entre adultos. Yo me refugiaba mirando las figuras de porcelana en las vitrinas de aquel comedor que resultaría algo anticuado en estos tiempos tan nórdicos, en cuanto al mobiliaro se refiere. Ya me gustaría ahora poder contemplar aquellos pequeños conflictos familiares en los que estoy seguro de que mi padre participaba de forma muy activa. Sus divergentes y rebeldes puntos de vista con su entorno seguro que provocaban que incluso fuera él mismo el promotor de las disputas. Porque si bien la rama materna de mi familia siempre ha sido muy tranquila y sosegada, en la rama paterna todo parecía muy visceral y hasta teatral.

Hoy en día resultaría imposible repetir las mencionadas reuniones dominicales, ya que cada uno de los primos vivimos desperdigados por todo occidente. De aquella, supongo que todos hubiéramos tenido un hueco en Vizcaya. El estilo de vida moderno, en apariencia tan dinámico y global, ha derivado en un mundo cada vez más pequeño a base de interconexión tecnológica y vuelos económicos. Sin embargo, parece paradójico que hayan aumentado las distancias entre los seres que antes resultaban más cercanos, debido a la pérdida de contacto diario, o en este caso, semanal.

En la entrada de su casa en la calle Artibai, mis abuelos disponían de una cómoda sobre la cual había un reloj de mesa con una sola aguja, que tenía forma de frontispicio, representando a dos épicos caballos montados. Junto a éste, se encontraba una foto de mis abuelos retratados de jóvenes en el valle de Mena, apoyados en la pared descolorida de alguna casa. Supongo que se debería a algún efecto óptico de la imagen, pero la pintura desteñida de la pared me evocaba un paisaje desértico y yo, equivocado, pensaba que el lugar elegido por mis abuelos para pasar sus días de asuetos se encontraba en el salvaje oeste americano. Qué decepción me llevé cuando supe que el valle de Mena pertenecía a la provincia de Burgos.

Alfombras desgastadas por el tiempo, cuadros costumbristas y una chimenea de pega con lumbre eléctrica en una sala de estar llena de libros y maquetas de barcos formaban parte del imaginario de aquella casa que ahora resultaría grandísima, pero que en aquel entonces suponía el resultado de una mudanza a una vivienda menor una vez que la mayoría de los hijos se habían independizado. Los recuerdos que me vienen a la mente incluyen enseres algo anacrónicos para un piso mucho más moderno, como un mueble de madera donde se alojaba una radio que no funcionaba, pero que nos servía para presionar los botones una y otra vez, o electrodomésticos antiquísimos que mi abuelo pudo haber traído de alguno de sus viajes a Nueva York en barco. Tiempos, en los cuales dichos aparatos suponían todo un acontecimiento social. Míticas marcas como Westinghouse destacaban sobre cualquier otra en boca de mí abuelo. Siempre me pregunto si dentro de cuarenta años añoraremos también los folletos de Media Markt donde, junto a los televisores de último modelo, ofrecen también injertos capilares o implantes mamarios. Supongo que sí, ya que la nostalgia, elástica, siempre cubre el pasado cual manto protector. Es más, acabaremos pensado: ¡Qué tiempos aquellos cuando mirábamos nuestros teléfonos móviles compulsivamente!

No pocas historias me contó el bueno de Julio sobre algún antepasado que fue socio fundador del Athletic Club o dedicadas al poderío industrial vizcaíno. Siempre hablaba acerca de empresas como Cartonajes Bilbaínos o marcas tan sonoras para un niño como Ripolín.

“Se dice explosionar, no explotar” repetía todas las nocheviejas cuando tirábamos petardos mientras vestía una peluca con quemaduras de cigarrillo, ante la mirada atónita de mi abuela resignada a presenciar las payasadas de un abuelo que nos asustaba cada vez que le pedíamos que se quitara la dentadura postiza.

Tuvo cierto éxito laboral y fundó varias empresas, pero tras una vida trabajando, según mi padre, alguna desafortunada circunstancia antes de su jubilación evitó que ésta fuera opulenta. Sería cínico por mi parte transmitir que pasaron penurias, pero sí es verdad que tampoco reunió un gran patrimonio. Se convirtió en abuelo y puede que éste fuera el punto de inflexión para librarse así de toda la presión acumulada durante años que no se pueden calificar como fáciles, guerra civil incluida.

Creo que alguna vez he comentado que de niño me imaginaba que alguna batalla de la guerra civil española se había desarrollado en la luna porque mi abuelo me enseñaba sus cicatrices de guerra mientras me decía “¡Esto, me lo hizo un lunático en la guerra!”. En aquel momento desconocía que el gentilicio de los habitantes de la luna no era lunático sino selenita.

También es cierto que aunque mi abuelo fuera muy divertido y a los nietos nos trataba con mucho cariño, alguna vez se ponía serio. Recuerdo que cuando vivíamos en Nueva York vino de visita y dado su pasado como ingeniero, consideró oportuno ayudarme un día con los deberes de matemáticas. Estábamos estudiando las diferentes unidades: decenas, centenas, millares, etc. Cuando tuve que escribir en número un billón, él me dijo: 1.000.000.000.000. Yo le respondí que creía que la respuesta correcta era: 1.000.000.000. Se enfureció, argumentando “¡me vas a decir tú a mi lo que es un billón!”. Me obligó a ponerlo como él decía y por supuesto suspendí aquel ejercicio. Ahora me río cada vez que en algún medio informativo confunden los billones norteamericanos con los billones europeos, no son lo mismo.

Tampoco se me olvidará cuando alguna vez fuimos a un restaurante Mc Donalds y pidió cuchillo y tenedor para comer su hamburguesa. Entonces me dio mucha vergüenza, pero ahora lo veo como un gran gesto contra los vicios modernos. Una declaración de intenciones en toda regla. Si hubiera pedido un vaso de vino, la escena hubiera sido completa. Imaginad que después se hubiera quedado de sobremesa tomando café y fumándose un puro en un establecimiento con un límite de veinte minutos para consumir los alimentos comprados.

Pensar que hoy en día podría ser cuando aprovechase mejor todo lo que me decía, supone un lugar demasiado común entre los nietos y abuelos. A modo de intentar compensar dicha carencia, cada vez que veo al hermano mayor de mi padre, ahora abuelo, intento asimilar todo lo que puedo. Sin embargo, a día de hoy me resulta imposible retener ni la décima parte de lo que recuerdo de la infancia. Ambos, mi abuelo y tío, se parecen bastante y no sólo porque comparten nombre de pila. Resultan igual de socarrones y orgullosos de sus raíces vizcaínas. Todo lo contrario que mi padre, que siempre estuvo incómodo con sus orígenes y muchas veces se tomaba la vida y las personas demasiado en serio. Quizá porque se quedó en una etapa intermedia, de responsable padre de familia que no pudo llegar a ejercer de abuelo.

Cuando empecé a estudiar en la universidad, mi abuelo me advirtió de que uno no se puede considerar ingeniero hasta que no deje de lado la regla de cálculo. Solo después de casi quince años intentando ejercer la profesión, le he podido dar cierto sentido a sus palabras. Creo que se refería a la facilidad con la que se puede perder la perspectiva en muchos momentos, procurando resolverlo todo con fórmulas matemáticas y números.

Sí, cuanto echo de menos no poder conversar con él ahora.

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