Osh: Cómo morder el polvo con indignidad

A Noe siempre le digo que lo mejor de los viajes es la sobredosis de películas con la que me deleito en el vuelo. Tantas, que el rojo de los ojos coquetea con convertirse en una úlcera. Incluso tolero las mediocres, las malas y las muy deleznables. Cuando uno no sabe más que comportarse como espectador, se sobrevive con lo que se pueda. Porque un viaje es solo un viaje, pero una pantalla es evasión.

Sin duda, Rudyard Kipling fue mucho más elegante cuando sostenía que una mujer solo era una mujer, pero que un buen puro era fumar. Solo espero que Juan Tallón me recrimine haber repetido la cita que utilizó en uno de sus artículos con los que tanto disfruto. Significaría que lee lo que escribo.

La frivolidad la digo en broma, pero muchas veces se parece más a la realidad que lo que digo en serio. Como cuando en los años noventa del siglo pasado resultaba más influyente el guiñol del programa Lo + Plus que lo que realmente afirmaban los propios políticos.

Los malos augurios del viaje se cumplieron, ya que en los dos vuelos que tomamos entre Barcelona y Osh no pude ver ni una película debido a que la aerolínea no las ofrecía. Tuve que tirar de las andanzas del codicioso Pepe California, que para colmo, murió enseguida de un modo un tanto fantasioso. Mientras notaba lo rápido que las páginas quedaban atrás, me acordaba de la conversación de dos viejecillas en Annie Hall:

– ¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!

– ¡Y además, las raciones son muy pequeñas!

Aterrizamos en la ciudad kirguisa a las cinco de la mañana con el libro medio terminado y con más ganas de dormir un poco que de enseñar el pasaporte a un oficial que lo pedía por pretender resultar útil. El control de pasaportes de verdad se encontraba escasos metros más adelante.

Por lo menos me dio tiempo a observar su uniforme y comprobar lo perturbadora que resultaba su camisa militar, ya que si se miraba repetidamente de arriba abajo, parecía que se convertía en chaqueta cuando se terminaba debido al remate con cintas elásticas que permitía no tener que introducirla dentro del pantalón para no parecer un descamisado con poca autoridad.

Su gorra de capitán estilo soviético, con una parte superior de dimensiones desproporcionadas y casi cómicas, también provocaba que desviara la mirada y no le hiciera mucho caso mientras comprobaba una y otra vez con desdén y aburrimiento que la foto del pasaporte coincidía con mi cara.

Nada más salir del aeropuerto, alguien nos entregó un montón de tarjetas SIM que fueron nuestra perdición, y sin prestar atención a la avalancha de taxistas que querían llevarnos, nos conformamos con el que sospechamos que no nos timaría demasiado.

Llegamos al hotel sobre las seis de la mañana. Demasiado tarde para haber reservado la habitación la noche anterior y demasiado pronto para ocupar la estancia de la próxima noche. Siempre a cuestas con el: too old to cry, too young to die.

Esperamos a que nos atendiese una mujer de poca estatura y morena que se encontraba dando voces por teléfono. Las tuberías del hotel emergían del suelo y las paredes para volver a sumergirse, como dragones serpenteantes que cruzaban un penacho de nubes. Las paredes se terminaban dejando un hueco que separaba las estancias, pero los cuadros no, lo cual provocaba que sobresalieran. Empatizo completamente con los autores de estas creativas obras del arte de la albañilería, porque me veo capaz de repetirlas si tuviera que ejercer de fontanero o decorador. Un solitario cable de televisión que seguramente tampoco funcionaba nos acompañaba durante la bronca telefónica.

Cuando la señora decidió colgar, apenas pudimos explicarle nuestro problema acerca de encontrarnos en tierra de nadie porque solo hablaba ruso y nosotros no. Además, con las mujeres no funcionan las palabras mágicas: «Barcelona, Real Madrid… », llave que abre toda puerta que se atasque en Asia.

Creímos entender que debíamos esperar cuatro horas y que tampoco servían desayunos, solo café. Nos lo preparamos nosotros mismos y nos sentamos en un comedor decorado con una foto de Venecia hecha mural, mientras los rayos de sol comenzaban a entrar por la ventana del cuarto de al lado y a secar la ropa tendida de no se sabe muy bien quién.

Resignados a no poder dormir, dejamos las incómodas sillas del comedor y volvimos al sofá donde se encontraba la mujer que nos atendió con su ordenador. Quizá no pudo soportar la presión que nuestro cansancio desprendía, porque no dijimos nada, pero al cuarto de hora, con una sonrisa forzada, nos ofreció nuestra habitación para que pudiéramos dormir. A veces, los problemas se desvanecen tan rápido como lo hace la felicidad del necio.

La mañana huyó despavorida mientras dormíamos y al despertarnos no quedaba ni rastro de la misma. Ya por la tarde, quisimos recargar las tarjetas telefónicas que nos habían entregado en el aeropuerto y para ello pedimos ayuda a la recepcionista del hotel que nos atendió anteriormente. Nos acompañó a un supermercado cercano en el cual una máquina enorme se utilizaba para tales propósitos. Supongo que para otros menesteres también, porque si no, no me explico su gran tamaño. Quizá hubiera que insertar tarjetas perforadas como en los primeros ordenadores.

Al pedir cambio a la dependienta, me di un golpe en la cabeza con un estante para la venta de tabaco que sobresalía. Apenas me enteré, pero supongo que le haría gracia a la empleada. Introdujimos un billete en aquel armatoste y pudimos recargar las tarjetas, pero no funcionaban en nuestros teléfonos. La señora del hotel, ya harta de nosotros, dijo que no podía hacer más y se marchó de vuelta a su puesto, quizá para buscar una próxima víctima a la que injuriar.

Kirguistán es un país mayoritariamente musulmán, pero gracias a los sesenta años de dominación soviética, la influencia de la religión islámica ha pasado a un estadio meramente folclórico, con lo cual los domingos todo comercio permanece cerrado. Tampoco hubiera importado que no fuera festivo, porque la calle en la cual se encontraba el hotel ni siquiera podía ofrecer nada al viajero en un día laborable. El efecto se podría incluso extrapolar a la ciudad entera, ya que poco bonito hay para ver o hacer en Osh, si eso es lo que se busca. A decir verdad, el país entero a priori tampoco parece atractivo para el visitante urbano, sino para el que pretenda encontrarse inmiscuido en paisajes cuasi vacíos de vida que nunca terminan.

Cruzamos la calle y un niño muy amable nos condujo a un local que se encontraba en un sótano, en el cual otros niños jugaban con ordenadores colocados en fila conectados a internet. Se trataba de uno esos lugares que pronto dejaron de tener sentido en occidente, salvo para albergar todo tipo de asuntos turbios mientras se rastrea la red de forma anónima.

Los años ochenta tuvieron los bingos como recintos no muy recomendables, pero tampoco totalmente denostados porque a ellos acudían ancianos a pasar la tarde. Yo nunca he entrado en ninguno, pero siempre me ha llamado la atención esa mezcla, quizá imaginada, de senectud y vicio. Los cibercafés, sin embargo, siguen agonizando. Creo que en nuestra calle, hasta no hace mucho, uno ofrecía sus servicios.  Una vez cometí la osadía de entrar debido a que durante una mudanza ya había dado de baja el teléfono en la antigua casa, no lo tenía dado de alta en la nueva y todavía ni se atisbaba que algún día tendríamos internet en el teléfono móvil. Normalmente son lugares oscuros, a los cuales se llega atravesando pasillos alejados de la calle. Parecen llenos de hackers, pedófilos, acosadores en potencia y colgados en general. Es una verdadera pena que los crímenes de la actualidad sean mucho menos cinematográficos, más solitarios y silenciosos. No veo a Martin Scorsese rodando una película con Joe Pesci escribiendo código malicioso frente a una pantalla.

El muchacho que regentaba el de Osh se mostró muy amable. Se sorprendió de cómo habíamos podido recargar la tarjeta antes de activarla. Nunca antes se había enfrentado a semejante estupidez y cuando nos pidió que cambiáramos el idioma del teléfono, fue ver letras en cirílico y nos dimos por satisfechos, pero claro, que el ruso se escriba en cirílico no significa que todo idioma en cirílico sea ruso. Es decir, no podía entender nada. Como vi que el asunto del teléfono tomaba caminos tortuosos, decidí apartarme y me senté junto a los niños, cuyas edades rondarían entre los cinco y diez años.

Todos parecían absortos con uno de esos juegos online en los cuales unos terroristas han secuestrado un hotel, estadio o aeropuerto y un equipo de fornidos militares de asalto con pinganillos y todo tipo de armamento pesado se dispone a liberarlo.

La maestría de los críos era increíble. Apenas asomaban la cabeza por encima del teclado, y ya disparaban ráfagas certeras mientras sus avatares realizaban saltos acrobáticos con una rapidez asombrosa. Uno de ellos, el más pequeño, no utilizaba armas de fuego sino un cuchillo.

Quizá fuera la reencarnación del excéntrico y anacrónico Jack Churchill, soldado inglés que realizó misiones especiales en la segunda guerra mundial armado con arcos, flechas y una espada de doble filo. En una de ellas, consiguió capturar él solo a cuarenta y cuatro prisioneros alemanes con la única ayuda de su espada, y sostenía que un soldado que fuera al combate sin sable se encontraba algo así como desnudo. Siempre consiguió salir ileso y en 1944, cuando se vio rodeado de nazis, sacó una gaita y comenzó a tocarla, como si no fuera con él ser apresado. Le enviaron a un campo de concentración, conoció a los soldados que inspirarían después La Gran Evasión, se escapó excavando un túnel y la Gestapo lo volvió a encerrar dos semanas después de su huida. Un oficial nazi no lo ejecutó, desoyendo las órdenes de Adolf Hitler, con lo cual logró sobrevivir a la guerra sin dar ni un solo disparo y morir tranquilamente en Inglaterra, cincuenta años después de que terminara la contienda.

No obstante, todo el honor, coraje y romanticismo que se le podría haber atribuido al modus operandi del chiquillo, que solo iba armado con un cuchillo en un mundo de ametralladoras, granadas y lanzallamas, se vino abajo cuando comprobé que lo que pretendía con su puñal era castrar a todos los enemigos que pudiera. En realidad, Jack Churchill tampoco era un bendito, ya que cuando los americanos lanzaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, el soldado británico lamentó que se terminara la guerra, que podría haber durado diez años más de no ser por la orden de Truman. Por suerte, el juego no estaba programado para que sus usuarios puedan cumplir con todas sus atroces fantasías, pero el niño no cejaba en su empeño de esterilizar al enemigo. Parecía inocente con su risa inofensiva cada vez que lo intentaba, aunque por si acaso, no me gustaría encontrármelo por la calle dentro de diez años.

Noe y el muchacho mayor seguían intentando arreglar los teléfonos. Ya estaban activadas las tarjetas, pero teníamos que cargarlas con saldo de nuevo. Al entrar al supermercado por segunda vez, volví a darme un cabezazo con la misma estantería. Esta vez no tuvo piedad y me caí al suelo. ¡El tabaco me iba a matar sin fumarlo! ¿Qué pensaría la dependienta? Me hubiese gustado ver su cara porque a mí siempre me hace mucha gracia cuando la gente se cae. Resulta tan incómodo aguantarse la risa que me pregunto si la razón por la que le hace gracia a uno es precisamente para sabotearse a sí mismo. Creo que mis instintos sádicos no sobrepasan ese límite.

Ya disponíamos de internet en nuestros teléfonos, y al intentar darles una propina a los niños, no aceptaron nada. Dijeron que al prójimo siempre había que ayudarle, tal y como contaba la moraleja de la canción The Ballad of Frankie Lee and Judas Priest, que sirvió para dar nombre a una banda de heavy metal de unos ingleses de Birmingham:

«Well, the moral of the story, the moral of this song, is simply that one should never be, where one does not belong».

 «So when you see your neighbor carryin’ somethin’, help him with his load and don’t go mistaking paradise for that home across the road».

 Creo que nuestra llegada a Osh encajaba perfectamente con la canción de Bob Dylan.

Después de poner al día las telecomunicaciones, fue indispensable cambiar divisas de forma masiva debido a que nuestras tarjetas de crédito apenas se podían utilizar por todo el país.

Un taxi nos llevó al lugar adecuado y después, casi con el crepúsculo, le pedimos que nos dejara en las faldas de la montaña del profeta Sulaimán para los islámicos, también conocido como Salomón. Se trata de un lugar sagrado y de peregrinaje, al cual acuden los kirguises los días festivos para disfrutar de las vistas de la ciudad. A lo largo del paseo urbanizado con escaleras se encontraban rocas pulidas utilizadas por niños y ancianos a modo de tobogán. Los primeros por jugar y los segundos porque aseguraban que les venía bien para las articulaciones, pero quizá se trate de una excusa para pasárselo en grande.

Numerosas familias se encontraban en la zona al atardecer. Los niños saludaban y a los hombres y mujeres, cuando sonreían, les quedaban al descubierto sus dentaduras doradas, muy típicas en Kirguistán.

Mientras caminábamos, un señor orondo y bonachón que hablaba inglés se puso a charlar con nosotros. A los extranjeros, en Asia, siempre nos ven como cromos coleccionables, o mejor dicho, como Pokemons que deben ser cazados y mostrados en el teléfono para fardar con las visitas.

Las marcas de su cara, picada por la viruela, no conseguían esconderse bajo su bigote frondoso, pero tampoco restaban simpatía a su aspecto. Se mostraba orgulloso de su familia y preguntaba por nuestros hijos, algo muy común en oriente. Supongo que pensó que éramos unos degenerados al escuchar nuestra respuesta y puede que tuviera razón, pero no se le notó y siguió hablándome de la empresa de seguros para la cual trabajaba, mientras me extendía una tarjeta de visita por si acaso necesitaba de sus servicios. Luego me contó cómo le gustaba ir a pescar sólo durante días y que apagaba el teléfono para que su mujer no le molestara en su ausencia.

Se comportaba como una de esas personas que solo emite y con los que no me cuesta congeniar. No hablar no me supone mucho esfuerzo y para dentro puedo aprovechar, por ejemplo, para cavilar sobre la liberación que supone no perder un segundo en pensar si los comentarios o actos de uno vienen a cuento o no. Los suyos, claramente parecía que no, porque ¡para qué iba a necesitar yo un seguro kirguís!, bastante trabajo cuesta quitarse de encima a los moscardones que intentan vender pólizas en España. Sin embargo, en estas ocasiones, no solo no me pareció inoportuna su conversación, sino que después disfruté imaginando a su esposa echándole en cara su verborrea:

– ¡Ya te he dicho cientos de veces que no seas pesado con los extranjeros! No entendí lo que le contaste sobre la pesca. Ya sabes que no me gusta que me dejes sola con todo por hacer y además ni te dignes en cogerme el teléfono.

– Pues qué le iba a contar, que me encanta traerte el ejemplar más hermoso del río.

Eso sí, mi charla nunca superará a la que tuvo un amigo, el valenciano escritor del blog Viaja o Revienta, con el kirguís Boriat, quién le preguntó si en España había kumís (leche fermentada de yegua) o yurtas (viviendas de nómadas).

Por muy cómico que parezca, no creo que sus preocupaciones disten mucho de las nuestras cuando visitamos sus países y preguntamos por retretes occidentales o datafonos que admitan Visa.

El sol ya se había acostado cuando llegamos al museo sobre la historia de Kirguistán en lo alto del paseo. Se encuentra excavado en roca y adornado con una gran superficie reglada de hormigón armado. No pudimos entrar por estar cerrado a esas horas, así que nos tuvimos que conformar con sacar una foto a la mezquita que quedaba debajo, pensando en los dulces que tomaríamos después y completando cual mp3 los sonidos correspondientes a la llamada a la oración, ya que en Kirguistán apenas se escuchan.

Porque si en algo se diferencian los asiáticos musulmanes del resto, es que los primeros se recrean en la repostería, mientras que los segundos la ignoran. Para unos adictos como nosotros, la frontera entre quiénes irán al infierno y quiénes no, es meridiana.

Tras una larga cola, conseguimos pertrecharnos de todo tipo de postres que disfrutamos al caminar de vuelta al hotel por unas calles sin iluminar y cálidas debido a su agradable temperatura. Al llegar a las cercanías del río Ak-Buura, Noe quedó atrás unos segundos, el tiempo suficiente para ver cómo yo desaparecía parcialmente. Todo se debió a que al pisar una tapa de alcantarilla mal colocada, casi me caigo en un pozo de registro. Hubiese sido un epitafio no exento de ironía para alguien que se pasa su vida laboral proyectando saneamientos. El mismo presentimiento tuve hace unos años cuando fuimos a Madrid a ver un concierto de Neil Young y días antes, un artículo de algún periódico advirtió de que no quedaba garantizado que el peso del escenario colocado encima de un tanque de tormentas de la red de saneamiento pudiera resistir. Ya nos veía entre amasijos de hormigón, ahogados en aguas fecales diluidas por la lluvia tras la avenida con periodo de retorno de veinticinco años.

Sin embargo, el final absoluto de mi trayectoria se vio aplazado y solo sufrí rasguños. Lo único que espero es que la kirguisa que presenció la escena no fuera la dependienta que disfrutó de mi golpe por partida doble con la misma estantería de tabaco.

Un primo de mi madre siempre decía que al final, de lo que se acordaba uno cuando viajaba, no era de lo que había visto, sino de lo que había comido. Pues en Osh, no me lo llegué a comer, pero sí mordí mucho el polvo, así que me costará olvidar una ciudad en la que pasamos apenas veinticuatro horas. Al día siguiente, partiríamos hacia Sary Mogul, para pasar unos días recorriendo las montañas Alai.

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