Partimos de Osh hacia la aldea de Sary Mogul en un coche bastante aceptable que no se caía a pedazos, pero no lo suficientemente decente como para disponer de cinturones de seguridad que funcionaran. Parece que los sabotean adrede. Atravesamos la ciudad con las primeras luces del día, postergando de este modo un calor ineludible a la par que implacable. A modo de resumen de la jornada anterior, pasamos por delante de la alcantarilla en la que me caí, el supermercado con la peligrosa estantería de tabaco y la tienda de dulces. Por la mañana todo parece menos oscuro y amenazador, incluso el ánimo.
A medida que dejábamos atrás la civilización, el paisaje cada vez resultaba más inconmensurable. Tanto como una ópera de Wagner, en la cual uno se puede dormir un rato y al volver, todo sigue igual de imponente y poco se ha logrado avanzar.
La carretera discurría por las márgenes de un gran valle glaciar en cuyo fondo se encuentra el río Golcha. A medida que remontábamos el río, el caudal iba en aumento, lo cual no suele ser habitual. Yo siempre me los imagino comportándose como un avaro que a lo largo de su vida va recolectando riqueza o agua, que es lo mismo, hasta que muere en el mar y todo su esfuerzo queda diluido en la nada; no como un rico heredero que despilfarra la fortuna de su familia, cumpliendo con el dicho:
«Abuelo rico, hijo se casa con corista, nieto pobre».
Todo parecía desolado. Las paradas de autobuses se encontraban sin ninguna marshrutka que recogiera a nadie. Las montañas de color piel anaranjada no hallaban rastro de ningún tatuaje en forma de roca caliza. Los postes de luz de madera, en vez de enterrarse en el suelo, se aferraban a enanos de hormigón cual injertos, unidos ambos por abrazaderas roñosas. Ni siquiera disponían de cables en los que albergar algún propósito, con lo cual la vida para ellos se vaciaba de todo contenido, al igual que las personas que piensan que ya lo han visto todo y solo esperan un final que nunca llega.
Todo Kirguistán podría formar parte de una estrofa de la canción Eleanor Rigby, como el padre Mckenzie que escribía un sermón que nadie escucharía, la propia Eleanor que recogía el arroz después de las bodas, o toda la gente solitaria que no se sabe bien de dónde viene o dónde encaja. Pero no todas las tristezas deprimen. Hay lugares y paisajes cuya congoja termina por reconfortar, como cuando se conoce con certeza que la parte trasera de los armarios se encuentra limpia, aunque el resto de la casa tenga un aspecto deplorable. También ocurre lo contrario, porque aunque todo el mundo pueda comentar lo pulcro que parece el hogar, solo uno mismo sabe que en algún cajón, un calcetín desparejado campa a sus anchas.
Caravanas motorizadas esparcidas por la carretera se oxidaban inmóviles, mientras recordaban un pasado nómada que caracteriza a una nación con una historia milenaria, pero cuyo estado apenas ha cumplido cien años porque nadie se había molestado en crearlo antes. Fue a Josef Stalin a quien, en un ataque de celos por el fructífero trazado de fronteras caprichosas de británicos, franceses y demás europeos en África y Asia, se le ocurrió inventar una serie de repúblicas con sus límites conflictivos, himnos, banderas y demás parafernalia, para después unirlas todas y crear la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Al igual que Winston Churchill, algunos dirigentes fueron incapaces de evitar la tentación de pasar a la historia, entre otras cosas, por alterar fronteras durante una noche de borrachera. A los kirguises, un pueblo errante, todos estos cambios, revolucionarios primero con Lenin y republicanos después con Stalin, les debieron de sonar muy lejanos y extraños, propios casi del azar, como la sequía que marchita una valiosa cosecha, o las abundantes y finas lluvias de algún año que permiten un sinfín de sustento. Pero el libre albedrío se adentra por vericuetos insospechados y las ideas marxistas sobre el capital afectaron incluso a un pueblo cuyas preocupaciones no iban más allá de la yurta, el ganado, los pastos y cómo lograr diversas variantes de nata con las que agasajar a sus huéspedes.
Algo parecido le pasó a un bailarín flamenco llamado Juan Martínez, cuyo éxito le llevó por los cabarets de media Europa junto a su pareja. La revolución rusa de 1917 le sorprendió precisamente en dicho país, y vivieron de primera mano todo lo sucedido de un modo un tanto ajeno, estrambótico y lleno de casualidades. El gran periodista Manuel Chaves Nogales lo recogió todo en un libro después de conocer al maestro en París. Su punto de vista resulta más que interesante precisamente por la falta de visceralidad, lo contrario que suele ocurrir con todo relato histórico.
Tras una serpenteante carretera, logramos hollar el paso Taldik a 3.615 m sobre el nivel del mar. El conductor estacionó para que sacáramos unas fotos del paisaje, pero preferí distraerme con el paisanaje, compuesto por una colorida familia. No se ponían de acuerdo sobre cómo retratarse frente a las bellas montañas y discutían animosamente. Se movían de forma brusca de un lado a otro. Las vestimentas de tres de ellos, en amarillo ocre y rojo escarlata, coronadas con el sombrero tradicional kirguís de fieltro blanco para él y pañoleta para ellas, contrastaban con el sobrio traje negro del más anciano que portaba un sombrero de ala ancha con la misma dignidad de quien viste de gala incluso cuando acude a la montaña.
Al retomar de nuevo la ruta, ya solo restaba descender al ancho valle de Alai, en el cual se comienzan a divisar al sur las cumbres nevadas de las imponentes moles que suponen los picos Lenin y Estonia, mientras que unas nubes amenazadoras cubrían los montes Alai al norte, nuestro destino para los días siguientes. Antes, pararíamos en el poblado de Sary Mogul, que con sus tres mil habitantes constituye prácticamente la única población de todo el valle, el cual se extiende de Este a Oeste.
Siguiendo la tradición del país, Sary Mogul parece transitorio, como si todos los años se desplazara unos metros cual duna de arena. Casas prefabricadas dispuestas siempre a la huida con las maletas preparadas, también carcomidas por el óxido y calles llenas de polvo son lo único que puede ofrecer la ciudad, además del viento que ayuda a trasladar los caminos mediante remolinos y unas vistas privilegiadas de picos de más de siete mil metros de altura.
Comimos en un albergue para visitantes en una de esas mesas bajas sin sillas que poco agradan a los occidentales por obligarles a sentarse en el suelo. Ya comenzamos a sospechar sobre la limitada dieta kirguisa compuesta por pasta pasada, patatas grasientas y carne llena de tendones. Intentamos transmitirles que no cocinasen tanto la pasta, pero lo único que entendían es que queríamos menos cantidad. Las mermeladas y albaricoques desecados sin embargo eran exquisitos, quedando como único reducto de gozo a la hora de alimentarse.
Cuando llegamos, vimos los restos de los anteriores comensales y al terminar nosotros, comenzaron a presentarse otros huéspedes, pero seguíamos allí cual tapón, con lo cual se empezó a acumular gente.
Los primeros que entraron en escena fueron una pareja joven francesa. Alex y Clarisse parecían cansados después de pedalear varios días en un tándem por la carretera del Pamir y buscaban una ducha de forma desesperada, pero poco consuelo encontraron en el hilillo infinitesimal de agua que salía de la misma. No solo habían cruzado Tayikistán, sino que el origen de su viaje en bicicleta no era otro que su Francia natal y no pararían hasta llegar a Nueva Zelanda. Sus hazañas las encontramos entretenidas e inspiradoras, incluso para el perezoso sin remedio que anida dentro de mí. Congeniamos bien y nos sorprendieron con su amor platónico por San Vicente de la Barquera, la playa de Langre u Oviedo. Por lo menos les pudimos corresponder con tantas lisonjas recibidas, ya que nosotros conocíamos Annecy, una ciudad preciosa ubicada en el extremo oriental de los Alpes franceses, cercana a Ginebra y que es su lugar de residencia.
Lo que les sorprendía a ellos era el miedo con el que la gente vive en sus casas en Francia, sin querer salir de su entorno más cercano, primera condición para un resurgir nacionalista que atenaza a Europa y los Estados Unidos de Norte América. Estábamos de acuerdo y lo que contaban se podría extrapolar a muchos otros países, porque al contrario de lo que se piensa, el mundo es mucho menos amenazador de lo que los medios de comunicación nos quieren hacer ver y creer.
El problema siempre es el hecho de no poder asimilar lo que suponen más de siete mil millones de personas rondando por el mundo y que cientos de miles o incluso millones sean unos energúmenos violentos, en realidad no significa demasiado. Solo si nos dedicamos a fijarnos siempre en los mismos detalles, terminamos por extenderlos y generalizarlos a la hora de formar nuestros esquemas y opiniones. En clase de informática, nos comentaban sobre el famoso puntero que señalaba cierta información, pero ésta se perdía cuando el puntero se fijaba en otro dato. Lo mismo se puede aplicar muchas veces a otros órdenes de la vida.
Solo cuando nos dejamos de entretener en ciertos problemas, comienzan a perderse y desaparecer en nuestra cabeza. Por ejemplo, la visión que se tiene de todo país cuyo nombre termina en –stán. Dicho sufijo, que eriza el vello de la espalda a muchos, no es sinónimo de terrorismo o de peligro, sino que proviene del persa y significa lugar de o país, pero por culpa del fundamentalismo, que sí está presente en menor medida en Pakistán y cubre como una lacra casi todo Afganistán, la mala fama se ha extendido a las ex repúblicas soviéticas sin demasiado criterio, porque el islam no es ni siquiera fundamental en esas naciones. Lo que ya me pareció un poco forzado fue la pirueta lógica que se dio cuando se aplicó el sufijo a España para describirlo como un país lleno de políticos corruptos. Los problemas de administraciones cuasi mafiosas en Asia Central son enormes, no hay más que ver que en Uzbekistán el noventa por ciento de los vehículos son de marca Chevrolet y no es casualidad, pero me temo que sin Al Qaeda y sus secuaces, el término no hubiera cuajado en España, porque ni siquiera se hubiera hablado de esos países. Hubiesen quedado olvidados como tantos otros, que por razones estéticas o escénicas no invitan a fomentar el miedo generalizado que tanto interesa a unos pocos. Se lograron asociar por tanto las mordidas de unos dirigentes casposos con el terrorismo religioso de unos fanáticos y sintetizarlo todo en lengua farsí, cuando en realidad lo único que se estaba definiendo con el término Españistán era el país de los españoles. Aun así, todo el mundo lo comprendió a la primera y lo asimiló como normal, pertinente o incluso ingenioso, porque se trataba de un mensaje simple. Lo simple siempre funciona, da igual que sea preciso o no.
Los segundos en aparecer fueron una pareja germánica. Él, alto y fornido se encontraba enfermo. Se recogió enseguida. Ella, menuda y con flequillo estilo abertzale tampoco habló demasiado.
La tercera pareja era suiza y también joven. Apenas intercambiamos conversación alguna, lo necesario para pedir que nos acercaran el hervidor de vez en cuando y poder preparar un té. Se mostraban muy bellos, rubios y delgados a la par que poco intrigantes, como las fotos que rellenan los portarretratos de las tiendas. Ella, en un momento dado, salió de su cuarto envuelta en una minúscula toalla y esperó en el comedor a entrar en la ducha, de pie y durante un momento interminable. Desconozco si el baño realmente estaba ocupado, o si simplemente quería sacarse un selfie en Sary Mogul, cuasi desnuda, junto a los cacahuetes de la mesa y no se atrevía porque la cohibíamos con nuestra presencia. Él también esperaba sin saber muy bien a qué, pero la sensación de oquedad transmitida por su persona nada tenía que ver con los postes de luz sin cables. Ojalá se hubiese abalanzado sobre mí para cogerme por el cuello y hablar amistosamente:
– ¡Espero a la muerte, como todos vosotros, imbécil!, pero mientras tanto me debatía si seguir los principios cuasi divinos de Jean-Jaques Rousseau o inclinarme por la racionalidad de François-Marie Arouet.
– Visto que incluso Noam Chomsky ha tirado la toalla porque asegura que la gente ya no cree en los hechos, creo que lo más práctico sería seguir a Rousseau.
Los prejuicios son terribles.
Un simpático inglés de Sheffield sin apenas acento británico que sacaba buenas fotos y una viajera solitaria británica desbordante de ironía y humor negro completaron la mesa de una agradable cena posterior. Ella contaba una anécdota de cómo retomó la relación con su novio cuando él resolvió sus problemas personales, pero lo dejó para siempre cuando este organizó un viaje en bicicleta de Berlín a Estocolmo y se equivocó de dirección. No recuerdo qué sentido eligió, pero siempre sufrían el viento de cara. Terminó así con su noviazgo al apoyarse sin querer en una metáfora fatídica. Después, cuando ella se quejaba del frío que pasaría en su tienda de campaña esa noche, me acordé del pobre hombre, que aún se preguntará en qué se habría equivocado. Me lo imaginaba sentado, esperando a que llamase, mirando las paredes de su cuarto, rezando porque vuelva otra vez. Los cadáveres que dejan las relaciones algo calientan, pero supongo que no le merecería la pena arrastrarlo por Kirguistán para dormir con ella en su tienda.
Al día siguiente por fin íbamos a comenzar a caminar.