Kokand y Prokofiev

El día anterior habíamos conseguido negociar por teléfono que un taxi nos llevara a Taskent, pero parando primero en Kokand para ver la ciudad. Nos extrañó que fuera tan sencillo, porque la realidad es que se tardaba cinco horas entre Margilón y Taskent y nosotros queríamos estar en la capital uzbeka a las siete de la tarde. La persona con la que hablé por teléfono estuvo de acuerdo. Yo repetía una y otra vez lo que deseábamos, como si así las palabras quedaran grabadas en un contrato, muchas veces ficticio, que se llama conversación.

El día siguiente llegó y tras un buen desayuno, nos disponíamos a guardar nuestras mochilas en el coche cuando el taxista balbuceó algo de Taskent. No hablaba inglés, pero nosotros le indicamos: primero tomamos Kokand, luego tomaremos Taskent, muy despacio, para que le diera tiempo al aire a traducir nuestras palabras. No hubo entendimiento, ni le hizo gracia la broma inspirada en Leonard Cohen, así que llamamos a nuestro interlocutor del día anterior, su jefe. Vino enseguida porque vivía en el hotel. Todo cuadraba, era el hermano mayor de la familia abúlica que regentaba el establecimiento. El único que hablaba inglés, pero con memoria frágil. Sostenía que nuestros planes implicaban que el conductor llegara muy tarde a su casa, tal y como habíamos pensado nosotros de antemano, pero el teléfono y la lejanía del mañana induce a uno a postergar el hecho de enfrentarse a la verdad y a la realidad de lo que pide el que se encuentra al otro lado. Tras un poco de teatro y falsa indignación por ambas partes, llegamos a un acuerdo razonable para todos.

Antes de partir hacia Kokand, dimos unas vueltas en coche por Margilón sin razón aparente. En Asia las explicaciones sobran. Cuando uno se monta en un taxi, termina por formar parte de la vida del conductor. Si este considera necesario acudir al dentista antes de comenzar el trayecto, no sería de extrañar que parase el coche y se sentara en una butaca en mitad de la calle mientras un vecino le saca una muela con alicates ante la atónita mirada del pasajero. Puede que esté exagerando, pero sí es habitual que los conductores hagan recados intrascendentes, charlen con conocidos o transporten paquetes. No les importa ser observados, para ellos somos mercancía inanimada que no necesita contemplaciones. Para nosotros, esos momentos se convierten en una película costumbrista. En esta ocasión, paramos en lo que podría ser su casa. Un niño le entregó una fiambrera y condujimos hacia Kokand tras la aburrida anécdota.

El palacio del Khan Khudayar de Kokand se construyó en 1873 por el despiadado Muhammad Khudayar Khan que fue forzado al exilio por sus súbditos dos años después de terminarlo. A modo de palmero rastrero que se muestra fuerte con los débiles y débil con los fuertes, el Khan quiso aliarse con los rusos. Éstos le brindaron su protección y aprovechando el desconcierto invadieron Kokand, disolvieron el Kanato y olvidaron la promesa de devolverle el trono a Muhammad Khudayar, que murió en Herat tras un periplo errante por Asia Central.

El palacio disponía de numerosas estancias cuasi vacías, adornadas más que nada con los aperos necesarios para los quehaceres diarios del personal que las vigilaba, como un camastro sin hacer, un escritorio lleno de albaranes y notas, o un fogón que hacía hervir el agua en una tetera oxidada. En esta ocasión, los profesionales sí guardaban la compostura ante la presencia de visitantes, no como los taxistas. Cuando uno entraba en la habitación, se levantaban y con un gesto cuasi militar, asistían impertérritos al espectáculo de varios segundos que suponía pasar revista a un amasijo de sábanas y largarse a la siguiente sala. Otras habitaciones guardaban antiguos mapas de la ruta de la seda, las cansinas vasijas que se reproducen como plagas en toda civilización y ropajes apolillados por el tiempo.

Solo en una de ellas logramos disfrutar y darle algún sentido a la visita. Decorada con muebles occidentales del siglo XIX, las paredes se veían cubiertas por cuadros de pintores rusos. Uno de ellos me llamó la atención. No conocía al pintor. Se llamaba Aleksei Prokofiev y el cuadro se titulaba: Principio de Primavera. Con pocos brochazos conseguía transmitir la nieve derritiéndose y esa sensación que supone conocer con certeza que el final de un duro trayecto se encuentra cerca y permite incluso deleitarse con la melancolía asociada antes de que termine.

Aleksei Prokofiev nació en 1859 y trabajó como pintor de paisajes en San Petersburgo bajo el tutelaje del notable pintor local Arkhip Kuindzh. En 1904, parte de la obra de Prokofiev se trasladó a la feria internacional de St. Louis en los Estados Unidos de América junto a la de otros artistas rusos. El promotor de la iniciativa fue Edward Grunwaldt quien fletó dos barcos para trasladar setenta cajas de madera llenas de obras de arte que se pretendían exponer y vender a los ansiosos pudientes norteamericanos.

Ni las obras de arte, ni el dinero de las ventas, volvieron nunca a su país de origen. La exposición en St. Louis de 1904 fue un fracaso para la gran propuesta rusa, ya que obtuvo pocos premios y ninguna venta. En 1905, Grunwaldt, dueño legal de las obras en los Estados Unidos de America, trasladó todos los cuadros y esculturas a Nueva York para exhibirlos e intentar colocarlos. En esta ocasión, sí consiguió vender alguna obra y paliar así su creciente deuda derivada del alto coste de la empresa en la que se había embarcado. Lo que Grundwaldt no tuvo en cuenta fueron los aranceles de dichas transacciones. No los pudo pagar, así que el gobierno norteamericano confiscó las obras.

Grundwalt volvió a Europa sin dinero y sin los cuadros, dejando sus asuntos en manos de un abogado llamado Henry Kowalsky, afincado en San Francisco. Este pidió un préstamo para pagar los aranceles, trasladar las obras a Canadá en 1908 y después aprovechar para ponerlas a su nombre. Kowalsky también se arruinó al no poder devolver el crédito y tuvo que recurrir a pedir ayuda a un potentado de Oakland llamado Frank C. Havens.

Las obras se trasladaron una vez más a Estados Unidos de America en 1909, pero fueron embargadas de nuevo porque se había devaluado el valor de las mismas de forma fraudulenta para pagar menos impuestos.

Havens se había dispuesto a firmar un trato con Kowalsky, pero vio la oportunidad de hacerse con lo que quedaba de la colección a un precio más reducido si esperaba a que el gobierno estadounidense se cansara del asunto y la sacara en almoneda.

En 1912 así ocurrió. Havens compró la colección en una subasta y Kowalsky denunció a Havens en San Francisco porque se sentía el dueño legítimo, mientras que los abogados de Grundwaldt intentaban detener la subasta en Washington utilizando toda su influencia. El caso llegó a la Casa Blanca, pero el presidente William Taft se encontraba más preocupado con las intenciones del ex presidente Theodore Roosevelt de formar un nuevo partido y presentarse a las elecciones, consiguiendo así que el voto conservador se dividiera y finalmente ganara el demócrata Woodrow Wilson.

Los intentos de la diplomacia rusa por recuperar la muestra de arte más importante fuera del país tampoco dieron sus frutos, así que Havens, en posesión de los cuadros los vendió a diferentes museos en 1916. Los pobres artistas rusos nunca supieron realmente qué fue de sus obras y para finales de la Primera Guerra Mundial, todos los implicados principales en una opereta sin música ya habían muerto, con lo cual el caso quedó olvidado, como tantos.

El mundo se encontraba preocupado con otros asuntos ajenos al arte.

Más de cien años después, deambulando por las páginas resultantes de introducir Prokofiev en internet, he encontrado en Etsy uno de los doce cuadros que se expusieron en St. Louis en 1904. El precio no era desorbitado, incluso barato, teniendo en cuenta los devenires disparatados que había sufrido el lienzo y que ahora conozco tras leer una extensa crónica al respecto. Me lo podría permitir, pero no me considero mitómano, no veo sentido en poseer cuadros, al igual que tampoco me satisfaría pagar por la compañía de alguien.

Tras la visita al palacio caminamos cien metros por un parque y el sofocante calor aplacó todas las ganas que pudiéramos tener de seguir visitando la ciudad. Volvimos a nuestro coche y después de despertar al conductor, paramos a comer.

Fue en un restaurante al aire libre. El taxista presidió la mesa y todos pedimos comida sin más, ya que la carta no la entendíamos. Nuestro anfitrión comía y bebía con fervor. Su madre estaría orgullosa si le viera. Nosotros no sabíamos muy bien para qué servía cada plato, pero aquel hombre que ya hemos visto tantas veces en tantos lugares, arregló todo con gestos explicativos amables. Después de comer, mientras fuimos al servicio y a comprar algunos dulces similares al turrón, nuestro conductor aprovechó para echar una pequeña siesta antes de tomar la carretera hacia Taskent, capital de Uzbekistán.

El valle verde de Fergana pronto se transformó en un estéril secarral pulido por la erosión arenosa. Las barreras de hormigón que delimitaban la carretera se encontraban más carcomidas que muchas ruinas romanas. Algunas seguían en servicio, otras se exponían al lado de la carretera, apiladas cual osario.

Para protegerse del sol, el conductor se colocó un manguito blanco en el brazo izquierdo que sacaba por la ventanilla haciendo el gesto de Superman cuando vuela. Mientras, se acariciaba la calva con la mano derecha y el coche se conducía con la mirada. Parecía una absurda carga de caballería hacia un fin indecoroso, como la famosa carga de la brigada ligera en la guerra de Crimea de 1854, pero los asiáticos saben lo que hacen, o por lo menos eso parece. Aun siendo testigos de todo tipo de tropelías al volante, nunca hemos presenciado un accidente de tráfico y ya llevamos unos cuantos viajes por el continente.

Paramos en una gasolinera a repostar. La costumbre en Uzbekistán es que el conductor deje a los ocupantes al borde de la carretera mientras llena del depósito de combustible. Desconozco si se trata de un protocolo de seguridad o de una deferencia con los pasajeros.

Nos sentamos en un bordillo, a resguardo, bajo una pequeña sombrilla de un puesto de agua regentado por un hombre de mediana edad y su hijo. Intercambiamos sonrisas y el niño nos regaló unas hojas de menta que cultivaba en un neumático lleno de tierra. Disfruté rumiando el ramo cual bovino. Bebimos agua y al poco tiempo apareció nuestro conductor, aficionado a masajearse la cabeza con la esperanza de que le volviera a crecer el pelo.

La llegada a la capital fue caótica, ruidosa y llena de polución, como ocurre en todas las grandes ciudades. Tardamos una eternidad en llegar a la estación de tren en la cual habíamos quedado con una mujer que nos entregaría nuestros billetes reservados y pagados con antelación. A la cita no acudió la señora de voz sensual con la que hablamos, sino una empleada suya. Quizá fue ella misma, pero siempre queda mejor hacer creer que se dispone de recaderos.  Que en vez de cruzar la ciudad con las axilas transpirando, se da órdenes sentada en una mesa.

La llamamos por teléfono, hablamos, pero parecíamos incapaces de localizarnos mutuamente. Incluso le entregué mi aparato a un uzbeko que pasaba por allí para ver si ellos se podían encontrar a sí mismos. Charlaron durante un buen rato, tanto que pensé que se habían olvidado de nosotros y se encontraban enfrascados en algún interés libidinoso entre los dos. Fueron incapaces de buscarse, algo que parece imposible que ocurra al tratarse de dos personas naturales del país que hablaban el mismo idioma, pero que termina por convertirse desgraciadamente en habitual. El desentendimiento es en verdad el estado natural de las cosas. Franz Schubert ya lo pensaba en el siglo XIX:

«Nadie entiende la pena de otra persona, nadie la alegría. La gente se imagina que puede alcanzarlas como la otra persona. En realidad, pasan cerca».

 Estuvimos un largo rato cavilando, intentando averiguar qué ocurría, porque la reflexión del genial compositor austriaco, aunque certera, no explicaba del todo un hecho un tanto extraño. Solo podría tratarse de un timo, que nos hubieran estafado y que nos encontráramos atrapados en Taskent hasta el día siguiente.

Finalmente, caímos en la cuenta de que el taxista nos había dejado en la estación de tren equivocada. Tomamos otro taxi y ya en el lugar correcto pudimos hacernos con nuestros billetes hacia Samarkanda en un tren Talgo de tecnología española. Ni rastro de la voz seductora. Ya se habría cansado de tanto esperar a los que consideraría unos inútiles, así que solo nos regaló una mueca forzada.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s