Algunos finales se alargan en el tiempo y languidecen, como las amistades que ya parecen no tener sentido porque no se tiene nada que decir, pero se mantienen cual ropa vieja que llena el armario, sin poder recordar cuando fue la última vez que se usó.
Otras veces, el final llega de golpe, en caída libre. Al acostarse se tenía veinte años y al despertar uno se da cuenta de que veinte años son los que han transcurrido desde que se cumplieron veinte.
La conclusión de mi etapa universitaria se podría incluir en la primera categoría, ya que desde que aprobé el último examen, en circunstancias un poco extrañas por la muerte del rector, hasta que entregué el proyecto fin de carrera transcurrió casi medio año y unas prácticas de por medio en el departamento de Emisarios Submarinos de Jose Antonio Revilla Cortezón, Pepe para los amigos.
Pepe era catedrático de ingeniería hidráulica y cumplía con mi teoría de que cuanto más brillante fuera el profesor, más fácil resultaba aprobar su asignatura. No solo por la obviedad de conocer mejor la materia y transmitirla adecuadamente, sino porque a menudo, a mayor mediocridad, más interés parecían tener en ganarse el respeto a base de suspensos. A día de hoy, sigo sin comprender muy bien la satisfacción de mantener una elevada cartera de alumnos, que lo único que provocaba era tener corregir cada vez más exámenes, en vez, de por ejemplo, dedicar dicho tiempo a realizar trabajos de investigación a nivel internacional, tal y como hacía Pepe Revilla.
Cuando me dio clase tendría en torno a cincuenta años, pero su ilusión y vitalidad parecían las que se asocian a los jóvenes. Lucía poco pelo, cano, pero lejos de parecer un persona mayor, gastaba unas gafas extravagantes para ver de cerca. No atemorizada con una dureza absurda, sino que motivaba, se mostraba cercano y siempre con humor. Una vez llegó a mis oídos que un alumno de intercambio le pidió hacer una repesca para el examen que no había aprobado. Pepe accedió, pero volvió a suspender. Le concedió una tercera y creo que incluso una cuarta oportunidad, pero no había forma de que el alumno superara la prueba. Un día llamó al estudiante alicaído al despacho y le dijo: “Ya no sé que hacer contigo. En el próximo examen, siéntate bien cerca de alguien y copia lo que ponga tu compañero. ¡Copia!”
Las prácticas se terminaron, entregué el proyecto de fin de carrera sobre un emisario submarino y ya no volví a matricularme más en la escuela de ingenieros de caminos de Santander, pero tampoco hubo despedidas, solo un alejamiento tenue hacia esa edad adulta interminable.
Tras unos meses sin haber encontrado todavía trabajo, me tropecé con Pepe y me comentó que un amigo suyo andaba buscando gente para su empresa de ingeniería en Oviedo. Se llamaba Jose Ángel Blanco Blanco, Coque para los amigos, pero nunca llegué a ser su amigo, solo fue mi primer jefe.
Mantuvimos una entrevista y desde su despacho sin ventanas al exterior, abarrotado de objetos, me hablaba de la espada de Damocles que pendía siempre sobre las empresas de ingeniería, o bromeaba con que tendría que ser yo quien le pagara a él al principio. Todo con una sonrisa, con el pelo teñido, enfundado en un traje que le hacía parecer no tener cuello.
Empezaría inmediatamente, así que mi vida como gandul se cortó de cuajo. Necesitaban personal para terminar la entrega de un proyecto de un tramo de la autovía del Cantábrico.
Era noviembre, probablemente llovía y no disponía de piso en Oviedo, así que me instalé en el primer cuchitril que encontré. Se llamaba pensión Fidalgo y cumplía con todo el imaginario de los establecimientos en los que se mezcla el negocio con la vida familiar. Un lugar con pocas ventanas al exterior, con un leve olor a humedad y azulejos blancos con juntas ennegrecidas en los baños. Lo regentaba una pareja de mediana edad, o más bien la mujer. Con el marido nunca traté, parecía un mueble más. Pagué una semana por adelantado y me instalé en una habitación con edredones rosas de raso, cuadros de caballos pintados al óleo y figuras de porcelana sobre la mesilla de noche. Por las noches oía los golpes que daba en la pared una señora mayor que vivía allí, despistada, siempre en camisón y con el pelo grisáceo sin peinar. Cuando abría su puerta emanaban las consecuencias de un pasado sin ventilar.
Desayunaba un croissant a la plancha de la confitería Camilo de Blas en la cafetería La Corte, cerca del Campo San Francisco, para luego remontar la calle Marqués de Santa Cruz, atravesar la antigua plaza de la Gesta y llegar a la primera planta del número 4 de la calle Félix Aramburu en donde se ubicaba la empresa. En la entrada, un cartel grabado en un metal dorado indicaba el nombre de la misma: Ingeniería Civil Asturiana, INCA para los amigos.
El logotipo ya entonces se podría considerar démodé al estar decorado con el rancio logotipo de los ingenieros de caminos, canales y puertos, que se compone de un puente de sillería, un ancla y unos laureles.
Jose Ángel Blanco había unido todos los pisos de la primera planta para ubicar su empresa, pero sin perder del todo el aspecto de una vivienda, ya que por ejemplo se utilizaba la bañera de uno de los baños para archivar proyectos. Al empezar, yo no disponía ni siquiera de ordenador. Me sentaron en una mesa de delineación en el despacho de una antigua compañera de clase delgada con melena rubia rizada llamada Beatriz, algo mayor que yo. Nunca la vi sin llevar uno de sus jerséis de lana de cuello alto. Iba a ayudarla a diseñar el drenaje del susodicho tramo de autovía, entre Cadavedo y Queruas.
Dadas las prisas por entregar antes de final de año, salía tarde de trabajar, cuando las agencias inmobiliarias ya habían cerrado e internet no estaba tan al alcance la mano. Caminaba por una ciudad oscurecida y llamaba a los carteles colgados en las ventanas de pisos que se ofrecían para alquilar. Vi de todo, algunos por curiosidad, ya que me imaginaba que no podían esconder nada bueno por el precio y ubicación que me comentaba el dueño. Recuerdo especialmente uno de la calle Zubillaga, bastante céntrico. Se trataba de un estudio ubicado en un sótano al cual se accedía atravesando numerosas puertas hasta llegar al lugar en el cual los perturbados planean sus crímenes. Se encontraba amueblado con todo tipo de basura y posters de chicas desnudas se medio caían de las paredes, mientras las colillas mezcladas con agua no dejaban de apestar. Una vez saciado mi morbo de ver pisos infectos, volvía a la pensión Fidalgo, un lugar mucho menos sórdido al fin y al cabo. Después cenaba en la cafetería Valentín, otro lugar anodino al cual va la gente sin alma para poner broche final y enmarcar otro día más con un vino. En la televisión, aparecían imágenes de unos hilillos como de plastilina que emergían de un buque hundido llamado Prestige. Las costuras del gobierno comenzaban a romperse.
Durante la segunda semana en la pensión mi suerte cambió, ya que la dueña me comentó que como ya había confianza, me trasladaría a otra habitación alejada de la señora mayor que golpeaba la pared que compartíamos. Ahora disponía de una ventana que daba al exterior y para acceder a la estancia, necesariamente debía cruzar el salón en el cual se encontraban los dueños viendo la televisión. Por unos minutos me interponía entre ellos y el electrodoméstico irradiador de rayos catódicos. Todas las noches me preguntaban cómo me había ido el día, con esas formas tan maternales que se dan en Asturias. Creo que jamás olvidaré cuando fui a abrir una cuenta bancaria y lo primero que me preguntó la mujer que me atendió fue: “¡Qué necesitas vida! Prubitín, ¿cómo es que has venido tú solo a trabajar aquí?”
Pasado un mes viviendo con la familia Fidalgo, encontré un piso en la calle Leopoldo Alas, cerca de el parque de El Campillín y salvo una breve estancia de seis meses en Gijón, no me he movido muy lejos del barrio, que aunque se conoce por congregar a gente desamparada y yonquis varios, me resulta perfecto para vivir.
Posteriormente a la entrega apresurada del proyecto y debido a nuestro esfuerzo extra, nos dieron días libres en vacaciones de navidad. Al año siguiente surgieron otros proyectos, Beatriz dejó la empresa y yo ocupé su despacho, muy frío debido a unas ventanas de madera que no cerraban bien y a una calefacción central que se encendía poco antes de que termináramos de trabajar. INCA era una empresa familiar a todos los efectos. La mujer del dueño se dedicaba a contabilizar los bolígrafos o el papel higiénico que gastábamos, pero luego no les importaba que hubiera épocas en las que tuviéramos poco que hacer y casi nunca se despedía a nadie. Para sobrellevar el tedio del verano, me llevé a la oficina los volúmenes de Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, que Noe me había dejado. Los tenía guardados en la estantería junto a los libros de hidráulica y cuando ya no podía más por falta de tareas, me entretenía leyéndolos.
Jose Ángel veía a sus empleados como una extensión natural de su servicio personal, así que un día me llamó su hija menor. Se llamaba Elena. Estudiaba ingeniería de caminos, como su padre y hermana mayor. Ese año había decidido aceptar una beca Erasmus para pasar unas vacaciones en Lieja, pero por muy poco que tuviera que hacer durante el año de intercambio, algún trabajo sí le mandaban. Ella, metida de lleno en el papel de vago sin remedio asociado a todo estudiante Erasmus, decidió llamar a su padre y pedirle que alguno de sus empleados le hiciera los deberes. Como yo era el único que sabía inglés, me toco a mí hacerle el trabajo sobre unas esclusas en francés.
Muchas veces así se asignan las tareas, por asociaciones peregrinas. Por ejemplo, después de la revolución cubana, Fidel Castro comenzó a repartir cargos. Al parecer, un día se encontraba reunido con sus más allegados y preguntó si había un economista en la sala para ocupar la cartera de economía. El único que levantó la mano fue Che Guevara y así se convirtió en flamante ministro. No era economista, sino médico, pero entendió que habían preguntado por un comunista. Algo parecido le debió ocurrir a Jose Ángel. Vería en mi currículo que hablaba inglés y lo extrapoló a cualquier idioma extranjero. Yo intenté convencer a Elena de que no hablaba francés, pero ella se limitó a decir que era ingeniero, que me las ingeniara, como si ella no pretendiera serlo también. En realidad, se las ingenió muy bien.
Casi peor fue cuando entre toda la oficina le hicimos el proyecto fin de carrera a su otra hija. Adaptamos un trabajo que habíamos realizado para el Ministerio de Fomento y sacamos un cinco raspado de nota. Yo con mis planos y presupuesto hechos con Excel había obtenido una nota mejor dos años atrás sin toda una empresa apoyándome. Supongo que los profesores no verían verosímil que una estudiante se gastara miles de euros en levantamientos topográficos y campañas geotécnicas. Le pondrían un cinco por pudor.
En otra ocasión, en la oficina, necesitábamos al topógrafo para realizar un trabajo, pero al llamarlo se oía de fondo a Isabel, la mujer de Jose Ángel, alegando que ahora no se podía ir de la casa del matrimonio y dejar todo patas arriba. No pregunté por más detalles. Lo mismo ocurría con el sondista, cuando mi amigo Iván lo necesitaba para algo urgente y debía disculparse con el cliente por falta de disponibilidad. En realidad se encontraba pintando el chalet familiar de Jose Ángel en Salinas.
Todo funcionaba un poco así, como de andar por casa, pero también es cierto que en aquella época era la única empresa de Asturias a la que le asignaban proyectos de autovía, reservados normalmente a las grandes ingenierías. Jose Ángel era un embaucador nato y se atrevía con todo. No sería el más brillante, pero era audaz y consiguió emplear a mucha gente, e incluso abrió sucursales en Perú y Bulgaria. Quizá todo le quedara grande. Puede que viviera por encima de sus posibilidades empresariales, pero no fue un mal jefe y lo recuerdo con respeto, como persona afable.
Por eso, cuando me enteré de su muerte repentina, acudí a su funeral, algo improvisado. Allí estaban su mujer y sus dos hijas. Las vi de espaldas y no dije nada. La menor, Elena, seguro que ha llegado lejos si mantiene el mismo carácter.
En contraposición al duro, pero rápido final de Jose Ángel Blanco, su amigo Pepe Revilla se encuentra postrado en una silla de ruedas, aquejado de Parkinson y supongo que un poco ajeno a su vitalidad innata.
Lo dicho, a veces los finales languidecen y otras nos pasan de largo sin darnos tiempo a asumirlos.