Para todo exceso siempre existe algún antídoto que intenta equilibrarlo. Quizá por ello en los últimos años haya surgido una corriente musical de bandas instrumentales que intentan alejarse de los mensajes saturados a base de palabras, muchas veces inconexas que sufrimos a diario. Ya no queda hueco libre sin un conjunto de vocablos. Incluso en la ropa interior podrían rezar estupideces, léase: Un tesoro a punto de descubrir. La contaminación visual es tan grande que también llenamos nuestra piel con lemas, sin importar demasiado el contenido. Solo prima que la palabra llene el vacío, como quien combate la soledad comprando maniquís y los reparte por su casa.
Decir que se trata de una idea nueva sería muy atrevido, porque la música de cámara lleva siglos existiendo y los británicos The Shadows, sin ir más lejos disfrutaron de cierto éxito en los años sesenta del siglo XX. Sí es cierto que al ceñirse a la música rock de hace unas décadas, no era habitual encontrar grupos sin un líder que cantara, aunque fueran tonterías sin sentido. Nunca conseguí descifrar el significado de las letras de muchas canciones que escuché en la adolescencia y me temo que la mayoría de ellas carecían de él. Con tal de que rimase ya era suficiente y necesario, porque si se eliminara dicha pista de la canción, ésta quedaría mutilada y escasearía el interés. Al final, algo acompañaban esas voces intrascendentes.
En cambio, de unos años para atrás, en España abundan las propuestas de rock instrumental que han sacrificado al líder como mensaje de hartazgo ante tanto mensaje. Para ellos, las tramas ya no cuentan historias en el mejor de los casos, sino que intentan completar las que cada uno se pueda montar en su cabeza. Por ello, los títulos de cada pieza suelen aludir a topónimos o paisajes.
Una de mis favoritas se llama Bizancio, cuya épica me recuerda a la toma de Constantinopla en 1453 por el imperio Otomano, la cual dio por finalizada la Edad Media en Europa.
Este mundo lo descubrí con Noe hace unos cuatro años, cuando todavía visitábamos tiendas como FNAC y nos distraíamos ojeando libros, música y películas. No me solía fijar en las melodías de fondo de los establecimientos comerciales, pero ese día Noe me medio obligó a preguntar a uno de los dependientes quienes eran los que sonaban. Me respondió que se trataba del último disco de Toundra, llamado IV. Lo compramos de inmediato y no lo hemos dejado de escuchar desde entonces, además de sus anteriores, que en claro homenaje a Led Zeppelin, se titulan I, II y III. Fue una grata sorpresa y una forma de compartir gustos con amigos que ya estaban más puestos en el post rock. Las veces que se han acercado a Asturias grupos de la talla de Mono, Jardín de la Croix o Toundra no hemos desaprovechado la ocasión de verlos en directo. Ayer tocó el turno a Toundra y a unos desconocidos para mí: El Altar del Holocausto.
Recogimos a una amiga en Oviedo y nos acercamos a Gijón, donde habíamos quedado con el resto. Durante el trayecto, me llamó la atención que Silvia comentara a Noe cuánto detestaba el nombre de un bar que se llamaba Actitud Positiva y lucía un smiley en la entrada. Me hizo gracia que el efecto fuera el contrario del buscado. Había cambiado de manos en varias ocasiones y yo me imaginaba que sería interesante que el nuevo dueño fuera un gruñón sin remedio como yo, pero que mantuviera el nombre, como quien se encuentra por encima de cualquier mensaje, igual que las madres que aprovechaban las camisetas de Sociedad Alkoholika de sus hijos para ir a Pilates, sin mayor trascendencia, sin pretender transgredir, ni provocar, sino que únicamente se fijaron en la buena calidad del algodón.
Faltaba un rato para que comenzara el concierto en la Sala Albeniz, así que entramos en el bar de enfrente. Nos tardaron en atender. Creo que se debió a que yo era el único imberbe y Silvia me recordó que a estos sitios no hay que olvidarse de llevar la barba postiza. Ellas también las iban a necesitar, antes de que empezáramos los tres a apedrear al camarero a lo Monty Python.
Al resto de los amigos los vimos en la entrada y aunque llegamos un poco tarde, pudimos disfrutar de la extravagante puesta en escena del trío El Altar del Holocausto. Reconozco que en principio el nombre me dio un poco de vergüenza ajena, como el de La Oreja de Van Gogh, pero no se trataba de un invento propio de la sobreactuación, sino que correspondía a una cita bíblica. Porque los miembros de la banda influenciada por el Doom Metal son creyentes e intentan ir a las homilías dominicales incluso cuando se encuentran de gira y eso que si no recuerdo mal, los practicantes están exentos de ello si están de viaje. Me pareció casi poético que dentro del ambiente Metal, asociado absurdamente a Satanás, un trío ataviado con túnicas blancas y la cabeza cubierta entre lo nazareno y las kufiyyas árabes, vayan predicando la palabra del señor, sin decir nada, porque no abrieron la boca en ningún momento. Como mucho, el batería se levantaba de vez en cuando alzando los brazos a lo mesías. La calidad musical era indudable y seguro que no me olvidaré de los metaleros que van a misa, como acto de transgresión en un país que se ha alejado tanto de los postulados cristianos.
Mientras escuchaba la guitarra distorsionada confundirse con el bajo, me acordé de que no podía morirme sin escuchar en directo a David Gilmour. No sé qué me lo recordó, pero no fue un disparate, porque mientras los miembros de El Altar del Holocausto salían del escenario y entraban los de Toundra, comenzó a sonar Breathe de Pink Floyd y justo cuando empezaron los sonidos algo perturbadores de On the Run, comenzó el concierto de los madrileños.
Jevo, tan elegante como siempre, se quejaba de que la gente no paraba de hablar, que a nadie se le ocurre charlar durante una ópera o una obra de teatro. Quizá no le falte razón. Lo que yo no sé es qué tipo de conversación se puede tener con la música atronando, una muy liviana seguro.
Delante de mí, vi un claro ejemplo de lo que se quejaba mi amigo. Dos mujeres embutidas en ceñidas camisetas negras con melena de peluquería no paraban de hablar animadamente mientras chocaban sus cervezas y exaltaban su amistad con abrazos y sonrisas. Los españoles no podemos dejar de ser felices por mucho que nos pisen. Es algo que siempre me fascinará. Cada dos minutos se acercaba algún tipo igual de sonriente, con tatuajes a juego e intercambiaban como mucho dos palabras al oído. No sé muy bien qué se puede decir en tan corto espacio de tiempo, salvo un hola y adiós, pero casi siempre había un selfie de por medio del cual me tenía que apartar, ya que apenas salgo en los míos, como para salir en los de los demás.
Detrás de mí, una pareja también conversaba. No escuchaba bien lo que decían, pero fue como si los últimos veinte años no hubieran transcurrido. En las conversaciones de bar siempre aparecen terceros que son majos con un pero detrás, junto a palabras tipo: movida, mal rollo o petado. Es como ver películas cutres en algún transporte público sin sonido. No puedes escuchar los diálogos, pero uno termina por enterarse del argumento.
En cambio, lo que parece imposible de entender, son las soflamas que sueltan los integrantes de los conciertos de rock instrumental. Ya que nadie dispone de micrófonos, pueden gritar barbaridades contra el público sin que nadie oiga nada, como los hooligans que gustan de amenazar al árbitro todos los fines de semana, pero al filtrarse con la masa, sus bramidos se traducen en un sonido monocorde semejante al viento.
Uno de los guitarristas, fue el más activo. Arengaba a sus fieles, tampoco paraba de sonreír y movía constantemente la cabeza como una paloma torcaz. Me puso un poco nervioso su gesticulación exagerada. Mucho más me gustó la actitud del otro guitarrista, entrado en kilos, calvo y con una poblada barba. Apenas se movía y dispensaba tacañamente sonrisas a sus compañeros, lo cual les daba mucho más valor.
El concierto se me hizo corto, al igual que el año pasado cuando vimos 2001 en el cine en su quincuagésimo aniversario. La secuencia de las dos naves espaciales acercándose podría haber durado diez horas que no me hubiera levantado de la butaca. La nada nunca me llena lo suficiente, siempre se quiere más. Al contrario que el horror vacui constante en el que vivimos, yo podría tirarme de cabeza a ese maelstrom que supone lo mudo y quedarme allí a vivir.
Se encendieron unas luces muy desfavorecedoras. Supongo que los de El Altar del Holocausto se quitarían sus túnicas y puede que en ese momento entraran al camerino a darles un beso sus madres, todas orgullosas y ajenas al espectáculo lúgubre y siniestro que pretendían ofrecer sus retoños, porque ellas siempre estarán por encima de cualquier mensaje y desenmascararán cualquier actitud que pretenda resultar digna.
Una muy bien lograda. Disfruté de la lectura. Atte. @Zavala_Ra
Me gustaLe gusta a 1 persona
Se me escapó indicar que es una «crónica».
Me gustaMe gusta