En estos últimos tiempos, el comienzo del invierno en Cantabria resulta tan engañoso como los libros de autoayuda, que venden optimismo pero de los que solo con leer las portadas le hunden a uno en la miseria más honda. Así, las frías temperaturas y lluvias asociadas a esta época del año se han convertido en días soleados robados a un verano tardío extraviado.
Por las mañanas salgo a correr para comprobar que las vacas que pastan en las colinas aledañas a la casa de mi madre siguen posando para la portada de un disco de Pink Floyd de 1970 llamado Atom Heart Mother. Rumian hierba y me miran buscando la salvación, la misma que no encuentro yo en sus caras.
Más adelante, los perros que viven atados a una cadena me husmean pensando que podría formar parte de su desayuno, pero se deben conformar con sus ladridos estériles.
Las ruinas de una casa siguen igual desde que tengo uso de razón y se han convertido en un invariante, en un monumento que ajeno al ajetreo vive ya sujeto a otra escala temporal, más propia de la geología.
La antigua carretera desborda en educación, en discreción y respeta el comienzo de la vaguada antes de cruzarla mediante un puente de sillería y curvas de ida y vuelta. El firme se encuentra agrietado y los baches puede que se rellenen con estiércol, agua o lo que se tercie.
La sensación de ahogo mata recuerdos y las canciones desde mis auriculares los resucitan, para seguir embebido en aquellos equilibrios tan propios del hinduismo asociados a Shiva y Brahma.
Las palabras de Paolo Sorrentino leídas momentos antes siguen retumbando en mi cabeza.
Los verdes prados se transforman en un urbanismo descontrolado que aunque tanto dañó el paisaje, por mucho que se intentara cambiar, para mí ya no tendría sentido. Porque nadie vuelve a cocinar la cena que le salió mal justo después de que se vayan los invitados, como si así éstos recuperaran la sensación de haber comido bien. No todo se puede reponer.
Los negocios de un pretendido suegro pretérito que ya no existen avivan cierta nostalgia, mientras que las eternas banderas verdaderas, en forma de colada, cuelgan de los balcones con pinzas, como lo hace el sosiego, la cordura o el equilibrio. El restaurante Casa Enrique sigue abierto, sin importarle que hace demasiado tiempo que ya parece no bastar un mantel de hilo y merluza a la romana para que los comensales queden satisfechos. Siempre se necesita algo más.
La cuesta de Valdecilla pone el corazón en su sitio y los disco bares que antes alimentaban posibles cirrosis futuras y pretendían llenar nuestras almas adolescentes se han transmutado en supermercados que alimentan ahora nuestros estómagos. No lo digo yo, sino un buen amigo que apenas veo unas horas al año, pero que sigue enganchado a mi pasado.
Las aceras, abiertas en canal y acordonadas, supuran momentáneamente el progreso asociado a los cables de fibra óptica.
Un digno heredero de Jose Luis Manzano deambula despistado cual crápula con gafas de sol y un gorro de papa Noel, sin parecer consciente de los últimos treinta años.
Los quioscos siguen aferrándose a un clavo ardiendo mientras rezan para que sus clientes entrados en años no fallezcan.
Una idea peregrina de pulsar cualquier timbre se va tan pronto como viene. Quisiera haber dicho: ‘¡Lo nuestro en realidad nunca fue serio, lo superé tan pronto terminó!’, pero sería una mentira basada en hechos reales, porque el duelo duró más de lo necesario. En otro orden de cosas, ya dudo si me sobrepongo a la frustraciones o solo las dejo amontonadas hasta abandonarlas.
Las cuestas siguen matando recuerdos y los clubes de alterne que nunca visitaré cambian de nombre, pero no de negocio.
El penúltimo pueblo celebra su salida de misa entre pavimentos adoquinados y un guarda pasa la navidad en la garita de una empresa de transportes. Cruzo la autovía y el pulcro tanatorio que aterrizó proveniente de un futuro aséptico queda diluido entre pacas de hierba y sirve de memento mori, pero el mal trago se pasa rápido porque el sol aunque débil, consigue calentar mi rostro.
Vuelven los prados, vuelven los árboles, vuelve la vida antes de llegar a casa. También lo cantaba Pink Floyd.