Desde una altura vertiginosa, en la cual se contempla el fino horizonte, los generales en forma de myrtaceas dan las últimas órdenes a unos brotes de hierba rasos, expectantes ante el violento desembarco de las olas.
Los remolinos blancos intentan cavar profundas trincheras y aunque poco a poco van ganando terreno, nunca logran batir a un indefenso frente verde, cuyos temblorosos cuerpos suspiran con alivio.
Un sol de otro tiempo suaviza las primeras brisas otoñales que mezclan aromas bélicos de eucalipto con el salitre norteño cargado de yodo.
Mientras, en tierra de nadie, la arena negra baña unos pies ajenos a la tensión banal entre la tierra y el mar.