Una de las tareas más aburridas de mi trabajo consiste en leer los pliegos de prescripciones que rigen los concursos de las numerosas administraciones públicas. De alguna forma decido si merece la pena intentar preparar una oferta, aunque lo más probable es que no resulte ganadora porque el porcentaje de acierto suele ser bajo y la frustración alta, como quien bate toneladas de mineral para encontrar una pepita de oro.
Las innumerables páginas de paja las imprimo a cuatro caras para luego enfrentarme a uno de mis mayores enemigos laborales: la grapadora. Parece un acto sencillo, que consiste en presionar unas hojas contra otras y atravesarlas con una fina pieza metálica de aluminio que las une para siempre. No se trata de un organismo complejo que dependiendo del día, se comporte según le viene en gana. En teoría, debería responder de un modo previsible y desganado, pero no es así. Cada vez que me enfrento a ella, nunca sé si conseguiré mi objetivo porque los misterios insondables del universo incluyen que unos días se grapen las hojas y otros no. Tampoco depende del tamaño del pliego. Tengo dos grapadoras, una más grande y otra pequeña, pero no importa, en ocasiones debo de esperar al día siguiente para obtener un resultado diferente a la misma aproximación. Otras veces no lo logro y no me queda más remedio que echar mano de una indecorosa pinza que simboliza mi fracaso. Ya ni siquiera lo quiero entender y lo he asumido como un peaje molesto que debo pagar en mi lucha diaria con los objetos.
Después de subrayar los datos más relevantes, si se trata de contratos de ingeniería hidráulica, lo más normal es que prepare yo mismo la oferta y si no, he de pedir a otros compañeros que se encarguen ellos y parecer así alguien que mendiga por las calles una moneda para comprar un trozo de pan.
Lo poco que queda de interesante y que le mantiene a uno vivo en el mundo de las ofertas es que nunca se puede planificar nada. Se suelen licitar sin previo aviso, con un plazo corto ineludible de entrega y normalmente coinciden con fechas reseñables, o en el peor momento. Se parecen a las desgracias que no avisan, a las que le pillan a uno desprevenido. Un día se ve la semana despejada como la sabana para poder avanzar a marchas forzadas con los proyectos pendientes y al día siguiente se para todo de nuevo porque emergieron del fondo de algún Ministerio concursos importantísimos para los intereses de la empresa. Se crea así un ambiente de desdicha mezclado con las fuerzas que da la flaqueza, comparable a quien sufre el haberle diagnosticado un cáncer y a la vez necesita compatibilizar las sesiones de quimioterapia con las de diálisis, porque sus riñones ya no filtran adecuadamente.
Tanto si las descarto como si no, todas esas toneladas de páginas quedan almacenadas en una estantería que me devuelve una imagen cual vertedero de lo que en realidad significa trabajar: un tedio del cual intuyo es mejor no salir.
Cuando una balda queda colmatada de papel, la de arriba comienza a llenarse y así hasta henchir el mueble a palazos a base de años de imprimir y grapar. Nada hacía esperar que todo no siguiera igual para alguien que cree en poco más que en la inercia de las cosas, pero ayer se produjo uno de esos hechos simbólicos que lo más probable es que no sean augurio de nada, aunque cuando ocurren, nos aferramos a ellos para intentar dar sentido a lo que no lo tiene, a la vida. Creo que ya lo dijo Tolstoi, entre otros.
Mientras ojeaba uno de esos pliegos y escribía a lápiz la fecha de entrega, un gran estruendo provocó que levantara la mirada para observar como la estantería que tanto trabajo me había costado decorar se venía abajo, como si se hartara de cumplir con su función. Los tablones de formica, esos que se dan de sí con las mudanzas, pero que siguen aguantando casi siempre, dijeron basta y el revoltijo de papel desordenado, grapado y solo a veces amordazado con unas pinzas, se presentó ante mí, como la bonita estatua caída del Ramesseum que vimos en Luxor y cuyo nombre al complejo lo puso Jean-François Champollion. Acercarse a la gigantesca efigie de Ramses II, desplomada por causa de un terremoto, inspiró al romántico Percy Shelley para escribir su poema Ozymandias sobre la decadencia de un dirigente:
Conocí a un viajero de una tierra antigua
que dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
«Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!»
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas»
Yo quería seguir contemplando aquel paisaje, casi poético, pero mis compañeros, alarmados por el ruido se acercaron a retirar los escombros rápidamente, a restablecer la estantería como si nada hubiera pasado, como si debajo de toda aquella celulosa buscaran vestigios de posible vida aterrada. Yo la hubiese dejado tal cual, por lo menos unos días más, para convivir un poco con la desgracia lírica, porque sin ella, con todo perfectamente arreglado, me sentiría un poco más roto. Eso sí, al hacer el recuento de las víctimas, encontré más pliegos grapados que con pinzas.
¡Qué bueno! No sólo bien hilado; además, tienes un estilo impecable, y una narrativa que impide parar de leer.
Por cierto: doy fe de lo que narras sobre ese pequeño pero fastidioso engendros, que hemos de llamar grapadora, con cuyos inexplicables comportamientos has construido un texto en verdad envidiable.
¡Enhorabuena!
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¡Gracias de nuevo Carlos! No todo los días se reciben tantos elogios.
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Pues te aseguro que son sinceros.
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Me encanta, coincido con carlos en que tu estilo y registro narrativo es exquisito. Leerte es un gusto, no solo por cómo te expresas, también has hecho de una historia «trágica» y cotidiana algo trascendente y hermoso… expresar esa contradicción apela a lo inherente de la vida
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¡Muchísimas gracias por tus palabras! Solo se puede escribir de lo que se conoce y de lo cotidiano, casi todos sabemos mucho. Un saludo.
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Me ha encantado. Original y bien escrito.
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Me alegro.Muchas gracias.
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