Libros Estancados

En las estanterías de mi salón se encuentran dos tipos de libros: los que se posan para ser leídos y los que literalmente encallan para formar parte del paisaje, como un buque varado en una playa que con los años solo logra acumular óxido.

Algunos se acercarán a observar las ruinas bateadas por el mar, pero siempre desde la distancia debido al miedo inculcado en nuestra infancia proveniente de relacionar de forma errónea la enfermedad del tétanos con el metal herrumbroso. Nadie se atreverá a comprobar qué se encuentra dentro realmente. Después de unos minutos, se pasará de largo el nuevo accidente geográfico y la chatarra quedará allí, inmóvil, hasta el próximo avistamiento. En ocasiones, las autoridades retirarán el monumento casi costumbrista para seguir con la doctrina tan actual consistente en preferir hacerlo desaparecer que verlo envejecer. Pero lo más habitual será que éstas se comporten de modo pasivo. Pasarán décadas hasta que los lugareños se hagan a su presencia y puedan convertirse así en el entrañable conocido desconocido.

El patrón seguido con los libros quebrados de mi estantería se asemeja al recién descrito. La misma alberga ruinas que puede que jamás visite, pero que tampoco retiraré. Es más, antes ocurrirá como en el Mar de Aral, que sea el propio agua lo que desaparezca por causas antrópicas y deje un panorama apocalíptico lleno de barcos recostados sobre sus bodegas cual morfinómanos en un fumadero de opio. La experiencia me dice que nunca se sabe cuándo cederán los muebles.

El otro día, al considerarme vacunado ya frente a ciertas falacias relacionadas con el metafórico aspecto roñoso de los libros, me dio por ojear una de esas reliquias. Se titulaba: ¡Déjame Cocinar! El mejor libro de recetas para jóvenes. Lo abrí, vi lo que ponía escrito a bolígrafo en la anteportada y lo volví a cerrar, para después colocarlo donde siempre estuvo y estará. En dicha hoja rezaba lo siguiente:

¡Bon Appétit!

Papá

Navidades 2005

Aunque la traducción literal de la consigna fuera buen apetito, verdad indiscutible si se dirigía a mí, el significado léxico-semántico equivaldría al de buen provecho, que tanto intento ignorar en todas sus variantes. Nunca traté de llevar a cabo ninguna de las recetas. Tampoco se lo dije a mi padre. Conocía lo mucho que me gusta comer. Lo que él parecía ignorar es que posiblemente me guste más todavía fallecer de inanición antes que cocinar yo mis propios alimentos. A lo más que puedo llegar es a comerlos crudos y por ende el libro terminó como un proyecto fallido.

No fue el primero ni será el último, porque si cualquier empresa no lograda fuera un agujero, mi vida se asemejaría a uno de esos moles compuestos por infinidad de átomos cuyos vacíos ocupan casi la totalidad del espacio, pero que al juntarse aparentan algo más sustancial.

Mi primer jefe solía repetir que el mejor proyecto de ingeniería es aquel que nunca se ejecuta. Quizá le falto añadir: para volver a proyectarlo y cobrarlo de nuevo, porque no creo que sus motivaciones fueran tan poéticas, ni ecológicas en muchos casos, como mi interpretación. No creo que él viera en el fracaso un modo de vida. Yo tampoco llego a tanto, pero sí es verdad que sin la frustración de no conseguir lo que uno pretende, no existiría por ejemplo la buena literatura, solo los manuales del buen hacer. ¡Y para qué engañarnos! Nadie en su sano juicio sería capaz de tragarse uno sin preferir morir a cambio de no hacerlo.

Después de guardar el libro, me fui a la cama. Intenté dormir, pero no conseguí esquivar el hecho de que el recetario, hoy en día, resultaba doblemente inútil porque aunque aprendiera a cocinar, ya ni siquiera soy joven. En cierto modo me pareció triste atestiguarlo, por mucho que defienda la vejez. Al final, la coherencia resulta tan escasa como la verdad nítida y nuestra forma de pensar se asemeja más a una nube de puntos dispersa con cierta tendencia direccional que a una línea de trazo continuo.

A pesar de todo, lo guardaré, como lo aparentemente inservible que atesoramos; aunque solo sea por recordar que fueron las últimas navidades en las que mi padre pensaba que aún le quedaban bastantes años por vivir, aunque lamentablemente no fueron tantos. Él sí consiguió cumplir casi todas sus metas, mientras que yo me sigo viendo como una medusa a la que se la lleva la corriente. Supongo que con tal de que no termine todo en un naufragio en la playa con un niño clavándome un palo en mi cuerpo gelatinoso y zarandeado por su perro, me daré por satisfecho.

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