Impostores que andan sueltos

Si alguien quiere poner a prueba su masculinidad y a la vez atufar a aquella idea antigua de burguesía, le recomiendo frecuentar la ópera y los salones de té. Porque más vale un gesto que la verdad, si es que alguna vez ha existido tal virtud aparentemente única. Tampoco es que la eche mucho de menos porque siempre he vivido envuelto en una cierta impostura, ma non troppo.

Pero puestos a fingir, desde que cuesta más dinero aparentar comportarse como antisistema que como rancio pudiente, lo segundo parece que resulta más cómodo. La obra de teatro continúa cuando entre alpinistas me siento urbanita, entre intelectuales un vigoréxico, entre ingenieros un bohemio, entre presuntos neo revolucionarios un acomodado potentado, o entre los sempiternos pijos un simple pringado.

Incluso al escribir, una vez una amiga me preguntó de dónde copiaba los textos. Lejos de importunarme la supuesta engañifla por mi parte, me lo tomé como una alabanza. Lo mismo ocurrió cuando hace muchos años, el entrevistador para el puesto de trabajo al que optaba insinuó que mi carta de presentación la había calcado de cualquier lado. En ambas ocasiones únicamente me faltó preguntar a quién le recordaba el plagio imaginario. Porque no es lo mismo confundirse entre las páginas de Dan Brown o las de Pío Baroja, ni en lo económico, ni en lo literario.

Cambio de disfraz cual Leonard Zelig si hace falta, o Mortadelo para los que detestan a Woody Allen, pero en realidad por dentro parece que todo cambalache conlleva una cierta inercia y retraso que provoca un desfase entre una careta y otra y de ahí surge el efecto postizo. Más que falsedad, se trata de inoportunidad o descoordinación con el vestuario. ¡Para que luego me echen en cara que no me gusta disfrazarme durante carnaval!, si lo estoy siempre.

Lo cierto es que salvo en la voz, me reconozco en los cantantes de ópera porque representan una pasión fría. Sus emociones se alejan de la fogosidad flamenca o del rhythm n’ blues norteamericano, tan visceral que emana de dentro hacia fuera. En contraposición, el tenor parece como si moviera desde el palco los hilos de un muñeco al que proyecta su alma, pero siempre desde el exterior hacia adentro. Este camino inverso no se considera tan genuino y puede ser tachado de artificial, pero creo que tanto se puede mentir en un sentido como en otro sin dejar de ser bellos ambos.

Siempre ha sido así. Soy mi propio pelele del Dr. Frankestein, mi propio Mazinger Z, sin aparente vida, pero que de vez en cuando al darle una patada hace gracia verle moverse un rato.

Me gustó el día en el que Noe me sugirió que cuando muera, una mosca saldrá de mi oído izquierdo, simbolizando así un alma que se ve liberada de un vacío inquietante.

El impostor siempre ha estado mal visto desde la oficialidad, pero el fracaso proviene más bien de cuando se le descubre, porque todos sabemos que lo que venden los grandes poderes coincide más bien poco con la realidad y aun así necesitamos sus mentiras, o como mucho aspiramos a que por lo menos sean de calidad. ‘Para mentiras, las de la realidad’, decía el poeta.

A lo largo de la historia ha habido grandes tartufos como Thomas Chatterton que en el siglo XVIII y siendo adolescente logró engañar a muchos eruditos de la época con sus manuscritos medievales falsos, llenos de autores y referencias inexistentes, incluidos escudos de armas y genealogías. Requiere mucho talento conseguir engañar durante periodos prolongados, sin poderse librarse nunca de lo que sentenciaría el moralista Abraham Lincoln:

‘Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo’.

El ex presidente tampoco lo logró y sus sombras terminaron por florecer. Las de Chatterton tardaron algunos años más en emerger. Mientras tanto quedó como mito del romanticismo al suicidarse con dieciocho años.

Algunos famosos afirman incluso que si un impostor se hace pasar por genio, demuestra más genialidad que los sabios auténticos. Tal fue el caso de Philip K. Dick, escritor que mintió cuando dijo que frecuentaba cursos para superdotados después de hacer trampas para acceder a ellos. En realidad, cruzaba la bahía de San Francisco todas las semanas para visitar a su psiquiatra.

No obstante, el engaño sigue siendo tan atractivo como peligroso. Si no fuera así, hubiera quedado en el olvido Anna Anderson, que tuvo al mundo en vilo cuando reclamó ser la Duquesa Anastasia Romanov. Después de que los Bolcheviques asesinaran en 1918 a toda la familia del último Zar ruso Nicolás II, se propagó la leyenda de que la pequeña aristócrata había sobrevivido. La norteamericana nunca pudo demostrar sus afirmaciones y pasó su vida entre sanatorios y asilos. Únicamente gracias a estudios del ADN, se logró demostrar en los años ochenta que los restos de Anastasia se encontraban junto al resto de familia, pero muchos quisieron pensar que la familia real rusa no había muerto del todo y solo por tal esperanza creyeron lo que hiciera falta.

La tecnología y la ciencia fueron los responsables de tumbar un mito de nuevo y tal parece el propósito de la serie Black Mirror, que todos conozcan toda la verdad gracias a dispositivos avanzados y terminen amargados o vivan felices envueltos en mentiras. Creo que no hay capítulo que no trate uno u otro tema de algún modo y francamente, le dejan a uno hecho polvo, pero como polillas hacia la luz, seguimos viendo cada entrega.

Me he convencido de que resulta más honesto creer en una buena mentira cierta que en una verdad difícil de encajar con las necesidades de uno. Al final terminamos por adaptarnos hasta convertirla en un ideal fofo por pura supervivencia.

La obsesión por la verdad y la objetividad en occidente es tan fuerte como su incumplimiento y a ese viaje dedicamos ingentes cantidades de energía, conformándonos casi siempre con cabezas de turco para apaciguar a las masas.

Algunas veces sí se llega hasta el fondo. Tal fue el caso del periodista Edward Murrow que se enfrentó al conocido senador de Wisconsin Joseph Maccarthy y su célebre caza de brujas que le ponía a uno en el ojo de mira con solo atisbar que le gustó una película de Charles Chaplin o disfrutó de un cuadro de Picasso. En esta ocasión, consiguieron demostrar muchas de las calumnias vertidas sobre los sospechosos y se dejó de perseguir a muchos, pero la mayor parte de las veces todo queda en agua de borrajas, ya sea porque la pereza y la inercia vencen o porque creemos que más vale una mala solución que reconocer que dejamos un problema sin resolver.

La verdad duele y no todos estamos preparados para ello. Un poeta donostiarra lo sintetiza muy bien con su poesía:

ESLOGANES

“La verdad os hará libres”.

Y así fue. Él se la dijo

Y ella le pidió el divorcio.

Siempre nos hablan de la caverna de Platón, de Matrix, de San Junípero, de tantas y tantas referencias que parecen paraísos, pero resultan falsos por dar la espalda a la verdad, que hay que perseguir a toda costa. Ya no sé si lo único que se pretende es crear tal desasosiego y frustración al no conseguir la ansiada sinceridad, que uno termine por rendirse y dejarse llevar por la placidez de la mentira. Una ventaja de doblegarse conscientemente a la farsa es que al personalizarla al gusto del consumidor se evitan arrugas, ardores de estómagos y seguramente cánceres de pulmón, como desgraciadamente no pudo evitar el célebre periodista anti MacCarthy, que dejó para la historia su famosa frase de despedida: Buenas noches y buena suerte. Frase que decidió utilizar un día José Luis Rodríguez Zapatero y no pocas mofas le cayeron. Pobre José Luis, ya iba a tener suficiente con la que le estaban preparando sus hijas al conocer a Barack Obama.

Quizá el problema sea quedarse a medias. Si la verdad no es buena, por lo menos que lo sea la mentira.

Buenas verdades y buenas mentiras, podría ser una buena despedida.

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2 comentarios sobre “Impostores que andan sueltos

  1. Me gusta este tipo de reflexiones, porque obligan a pensar sobre lo pensado. Después de todo, la vida se maneja por convenciones, por cosas acordadas que la «civilización» trae por arrastre como paradigmas para regirse, pero en realidad ¿quién puede realmente afirmar que la verdad radica en un lado y la mentira en otro, o para qué sirve una y otra cosa en determinadas posiciones vivenciales? Todas las cosas son relativas porque siempre aparece otra visión diferente, otro cristal, también con tan buenos argumentos para cuestionar, como el anterior para afirmar.

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    1. Gracias Gavri. Me alegro de que te haya gustado. Está claro que así es, pero también es verdad que los grandes avances de la humanidad se han debido a lo que Harari llamaba ficción intersubjetiva, que no es otra cosa que una serie de convenciones a veces arbitrarias. Un saludo.

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