Resulta difícil abstraerse de la ficción al hablar de monstruos. Resulta difícil no pensar en la mitología, en los cuentos, en todo aquello que se inventó para proyectar una visión simplista del mundo que traza líneas gruesas entre el bien y el mal y cuyo fin último es el de concentrar lo negativo en una única figura ajena a nosotros que sea culpable de todo. Se exagera, se educa en el miedo, se miente si hace falta, incluso se crea un problema donde no lo hay con tal de presentarse uno mismo como antídoto. Algunos no pueden vivir sin su antítesis repulsiva inventada y terminan por encariñarse con ella, tanto que pueden incluso convertirse en ella. Se sienten seguros sabiendo dónde se halla el vertedero al que arrojar sus frustraciones y cuando falta se encuentran vacíos.
Lo cierto es que los monstruos solo deberían existir en nuestro interior, pero en fase embrionaria, sin desarrollarse del todo, como sucedió durante la Guerra Fría en la que al final no llegó la sangre al río. Como los mecanismos de defensa que tiene el cuerpo para alertarnos de que algo no funciona correctamente. Podrían asemejarse a una fiebre, al dolor que proviene de una inflamación. No deberían existir de por sí y no lo hacen, sino que su función solo reside en perseguirnos por dentro, avivando lo que intentamos enterrar.
El que me acosa a mí no es otro que el paso del tiempo, la dimensión que más quebraderos de cabeza me da. La que me asola en forma de línea a la que se van fijando los años cual moscas buscando una tira adhesiva que será su fin. Cada hecho se ordena casi solo, cronológicamente para que tarde en olvidarlo. Dicho trazo existe en un fondo opaco y abstracto de mi imaginación y desde que tengo uso de razón se quiebra en un ángulo recto en el cambio de década entre los setenta a los ochenta del siglo pasado. Desconozco si se trata de una metáfora, de un giro simbólico en mi vida, pero dado que tenía cuatro años y apenas recuerdo dicha época, nadie será capaz de descifrar el misterio. Quizá, si finalmente logro llegar a anciano, la disolución de algunos filtros y ese funcionamiento extraño de la mente en edades avanzadas, hagan que vislumbre ciertas claves que den luz sobre el ángulo de noventa grados, pero ya nadie comprenderá nada de lo que pueda decir. Esa raya temporal que sintetiza el avance de todo, compuesta por: pasado, presente y futuro, quedará sepultada para siempre sin saberse qué significa aquella anomalía perpendicular.
El monstruo, como el pasado que nos fagocita, el cual creemos haber superado, sigue allí impertérrito juzgando nuestros errores y omisiones. La realidad acontecida que se superpone a nuestras intenciones iniciales sin que casi nunca coincidan ambas plantillas. A veces sobresale de los bordes para bien y otras para mal, pero lograr acertar parece una tarea cuasi imposible. Analizamos una y otra vez nuestra trayectoria. Repasamos cada detalle. Creemos conocerlo todo sobre lo que hicimos de manera objetiva, pero la verdad es que también lo moldeamos a nuestro gusto según el día. Nos flagelamos o nos comportamos de modo indulgente, pero inevitablemente se cumple la sentencia de Tatiana Tolstoi sobre lo difícil de augurar el pasado, no solo en Rusia, sino dentro de nosotros mismos también.
“En Rusia, hasta el pasado es impredecible.”
En ocasiones, las formas grotescas pasadas se transforman en agradables súcubos. La nostalgia se presenta como un gran monstruo que nos hunde en un instante pretérito que nunca llegó a existir tal y como lo recordamos, pero que también actúa de bálsamo o narcótico ante situaciones que parecen insostenibles. Víctor Hugo mantenía que la melancolía era la felicidad de estar triste, que se puede entender como la dicha de regodearnos en nuestro propio barro. Es una porquería, pero es nuestra porquería y la ensalzamos porque la necesidad de haber poseído algo valioso resulta superior a la imparcialidad necesaria para ver que lo que se vivió no fue para tanto.
Karmelo Iribarren sí mira a la cara a su pasado y no se deja llevar por Abrahel:
“Ni tan joven ya,
Ni todavía viejo. Una edad rara
-dicen-, seria; una edad gris.
No lo sé. Suficiente, eso sí,
para que a veces sientas que los mejores días han volado.
Y, lo que es peor aún,
que no fueron tan buenos.”
Incluso a los monstruos cuesta definirlos tal y como nos los imaginamos, porque al darnos cuenta de que cumplen una función provechosa se desmitifica su oficio primigenio. Parecen afectados por el principio de indeterminación de Heisenberg, el cual establece que al advertir la existencia de las trayectorias de los electrones, los mismos aparatos que las miden, las perturban.
Recuerdo una conversación con un buen amigo el año pasado en la que comentamos algo común, que vivir demasiado en el pasado puede provocar depresión, mientras que si pasar demasiado tiempo en el futuro, ansiedad. Se crea así un estado maniaco-depresivo que indica que la tranquilidad solo se encuentra en algún intersticio entre ayer y mañana, llamado hoy, al que le cuesta existir.
La ansiedad que provoca lo desconocido, lo mostrenco, el alienígena informe que no sabemos cómo va a reaccionar y al que por si acaso también le tendremos miedo, como al monstruo, pero se trata de un miedo diferente, un miedo que nace más de la cobardía que mostramos al enfrentarnos con lo inexplorado que de un peligro real y presente. Al monstruo lo hemos visto actuar, o eso creemos, pero al alienígena no, es la eterna crisis que está a punto de estallar, el largo invierno que iba a llegar y se quedó en una noche toledana.
El alienígena siempre viene del futuro o de un lugar ignoto más desarrollado y por eso se nos hace tan extraño ver películas en las que se mezclan extraterrestres y vaqueros decimonónicos del lejano oeste norteamericano, cuando en realidad sería perfectamente posible. Lo raro es que no hayan venido todavía, pero eso ya se estudió de manera pormenorizada en la paradoja de Fermi sobre la que existe un reportaje de Tim Urban que leo periódicamente para descolocar cualquier idea concebida sobre el paso del tiempo, la vida en otros planetas y la necedad que supone el pensamiento absolutista. La paradoja establece que parece contradictoria la ausencia de evidencia de otras civilizaciones en el universo observable, cuando la probabilidad de que existan resulta muy alta.
Quizá ya estén aquí y no los notemos, al igual que las hormigas de Perú no se percataron de la llegada de Francisco Pizarro, ni éste se detuvo a pedirles permiso u opinión durante su conquista. Creo que fue este concepto del artículo sobre la paradoja de Fermi el que más se fijó en mi memoria, como las vacas que vivieron sin inmutarse la tercera guerra carlista en la gran ópera prima de Julio Medem y que de alguna manera protagonizaron la película y no solo le dieron título: Vacas. Su indiferencia reflejaba el derrumbe en cuanto a la importancia real que tiene todo hecho que consideremos relevante.
Aun estando de acuerdo con mi amigo, desde que pronunció dichas palabras no me abandona el pensamiento contrario, especialmente durante las noches entre semana cuando al intentar dormir, oigo los rebuznos de mis congéneres atravesando la calle bajo mi ventana. Para alimentar mi postura injusta, me los imagino haciéndose selfies con morritos y padeciendo aquella afección cutánea muy contagiosa llamada tatuaje. Pienso en el futuro y me deprimo. Sí, el milenario discurso del desastre de las nuevas generaciones, en el cual no quiero caer, pero lo hago. Únicamente recordaré una gran frase de mi bisabuela materna, repetida a sus hijos cuando se peleaban: “¡Mátense, pero en silencio!”
En cuanto a cavilar sobre el pasado, además de depresión, puede provocarme también cierta ansiedad por el desconocimiento que tengo del mismo, más que del mío, de la historia universal en general. Tampoco quiero sacar a colación el aburrido discurso de que hay que conocer la historia para no volver a repetirla, porque no estoy de acuerdo, ya que la historia se repite una y otra vez, independientemente de que la conozcamos o no. Me temo que no damos más de sí que para repetir lo que ya ha ocurrido. Creo que hay que conocer la historia simplemente para tener un poco de perspectiva y sobre todo, por humildad. Me parece triste que Ramón y Cajal recuerde más a un hospital que a un gran cirujano que ganó un premio Nobel o que Nebrija se asocie de primeras a una universidad pija y no al redactor de la primera Gramática castellana. Parece que dar el nombre de personajes ilustres a calles, universidades o edificios emblemáticos provoca que no caigan en el olvido. Yo pienso que sí se olvidan, porque no se estudian dentro de su contexto, solo permanece su nombre hecho caricatura.
Quizá la mayor deformación histórica de España proviene de la mal llamada Reconquista. Nos llevamos las manos a la cabeza, riéndonos en el mejor de los casos, cuando a día de hoy, organizaciones fanáticas radicales reclaman el Al-Ándalus en nombre del islam, pero la realidad es que han pasado menos años desde la toma de Granada (1492) que los transcurridos entre dicha fecha y la batalla de Guadalete (711), que dio lugar a la ocupación musulmana de la península ibérica. ¿Pensaría lo mismo Boabdil de los cristianos que lo que opinamos nosotros ahora de los presuntos reconquistadores islámicos?
Al resumir setecientos años de historia y mestizaje en un único concepto denominado Reconquista, se cometen simplificaciones que cambian totalmente la percepción de los hechos. Se intenta de algún modo impermeabilizar bandos en compartimentos estancos que no lo fueron y justificar imposiciones de poder mutuas con juicios morales. Cuesta convivir con el foráneo, aunque viniera de una feliz promesa, que es cierto que luego se quedó en una triste realidad. ¿Tendría algo que ver el miedo alienígena, el miedo al futuro que en aquella ocasión representaba un mundo árabe, más desarrollado que la bruta Europa medieval?
Yo tampoco puedo cohabitar del todo con el que seré dentro de veinte o treinta años, el viejo que siempre he querido ser y en parte he sido, porque también asusta, porque a lo mejor no es todo tan plácido como imagino, porque cabe la posibilidad de que no exista dicha expectación. Por muy tentador que parezca en ocasiones poder disponer de la posibilidad de un avance rápido, el miedo de no atinar y aterrizar en un punto en el cual tu vida se ha quedado sin metraje también existe. Al final, lo más sencillo resulta destruir al alienígena futuro, por lo menos para los esquemas mentales acostumbrados a lo nuestro, a lo conocido.
No pretendo juzgar los hechos acontecidos en España, muchas veces magnificados entre los que eligieron la cruz como símbolo y los que siguieron la media luna, sino opinar sobre los que los juzgan sin concesiones. Pero ni siquiera ellos son unos monstruos por mucho que tergiversen la historia. Fueron y son meros humanos con innegables intereses espurios que al final, con el paso de los siglos, se ven y verán incluso pueriles u obvios. Recordemos que los monstruos no existen más que en nuestro interior.
La solemnidad de ayer será la risa de mañana. Esta frase que ayuda a quitar lastre a la historia bien podría haber salido de la canción del grupo sesentero Love: A house is not a motel. En dicha cantinela se hablaba de cómo las noticias de hoy serán las películas de mañana, alimentando así el monstruo de la nostalgia de nuevo. Lo que ayer nos pareció digno, hoy nos parece risible. Lo contrario también valdría, ya que la risa de ayer será la solemnidad de mañana y de este modo se consigue un equilibrio emocional a base de contradicciones que contribuye a que no nos rindamos a medio camino.
En el presente, aquella bestia con la que realmente tenemos que lidiar sin escapatoria posible, nos encanta abusar de lo superlativo, como remedio a ser incapaces de cargar con el aburrimiento que sufre todo occidente. Grandezas que sin embargo duran lo mismo que la pena de sustituir un bote de champú por el siguiente cuando se termina.
Solo en contadas ocasiones se logra esquivar a la bestia que a veces toma forma de nombre de tienda de ropa a la última moda llamada Zöe, llena de belleza cuidada, sutileza y diéresis superflua. Y es que pegada a ella, en una calle de Oviedo, se encuentra un local diminuto, medio abandonado con un escaparate vacío cubierto por aquellas láminas de plástico ambarinas que para proteger la mercancía del sol, la convertían a ojos de los viandantes precisamente en objetos amarillos, justo lo que intentaban evitar. Al mirar por el ventanal de la puerta, entre cables sueltos y estanterías de madera medio desmontadas, se encuentra un montón de polvo apilado y al lado un recogedor junto a una escoba, con lo que me entretengo observando mientras Noe mira bolsos y zapatos.
Puede que esa estampa lleve así veinte o treinta años, pero conserva ese instante en el que la persona que se encontraba limpiando puede que tuviera que salir corriendo porque su hijo había sufrido un accidente de moto y el cierre de la tienda familiar se convirtió en intrascendente. Parece como si dicho presente hubiera quedado petrificado y ya no existiera ni su pasado, ni su futuro, como cuando en el siglo XXI nos llegaban actas de la junta vecinal a nombre de mi abuelo, muerto en 1981.
Pero lo más habitual es que el nerviosismo constante de la actualidad termine por insensibilizarnos, no solo de lo lejano, sino de lo cercano también. Dejamos de lado lo íntimo por estar pendientes de lo que nunca nos ha incumbido y ahora resulta trascendental saber, pero todo sin grandes compromisos en el tiempo y a la vez dilapidando la vida como paladines de infinitas micro causas perdidas. Cada uno producimos comentarios cual periódico y al ponerles fecha, caducan al día siguiente, porque nadie quiere leer el diario de ayer. Nadie quiere quedarse atrás, aunque no se sepa muy bien hacia dónde ir. Eso sí, nuestras opiniones reflotarán cuando más impertinentes sean, como aquel perro de Atraco Perfecto que provocó una escena final tan cruel como hermosa, ya que al escapársele a su dueña y corretear por la zona de maniobras aeroportuarias, obligó a dar un inesperado y brusco giro al operario que transportaba las maletas al avión. Una de ellas salió despedida y produjo en la pista de despegue un remolino de cientos de billetes que componían el botín.
La bestia le hostiga a uno para que se mueva. Se posa encima de los hombros para que notemos su peso y nos recuerda el paso de los días. No suele ver progresos, solo deudas impagables amontonadas que el futuro alienígena tuvo que inventarse y ahora el monstruo del pasado tiene que caramelizar para seguir adelante con cierta dignidad.
Qué bellos contrastes de luz y de sombra logras con esas frases tan luminosas, tratando temas tan oscuros y grises.
Esta es la mejor: «Y ahora el monstruo del pasado tiene que caramelizar para seguir adelante con cierta dignidad.»
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¡Muchas gracias! El texto lo escribí para un concurso de no ficción cuyo lema era: Monstruos, alienígenas y bestias. Le di un poco la vuelta a la temática, pero no coló. jajaja.
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Brutal compañero. He visto que el texto tiene un tiempo, pero en estos momentos me parece de una lucidez impresionante. Has retratado a la perfección al hombre moderno, devorado por el postureo, la falta de profundidad, la necesidad de acumular respuestas a preguntas complejas, su egoísmo, la falta de unidad, su olvido de la historia… Esos monstruos y bestias que tú relatas tan bien. Me gusta que lo enlaces con tantos personajes célebres. Creo precisamente que hay que reivindicar a todas las figuras del conocimiento para que den luz en esta sociedad tan oscurecida.
Me pregunto muchas veces que habrá detrás del triunfo de la ignorancia, ¿quién ha sido el encargado de apagar la luz?
Un gusto leerte. Un abrazo compañero!
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¡Muchas gracias de nuevo por tus palabras! No tengo claro si vivimos en una época tan oscura, pero sí es verdad que gastamos mucho tiempo y esfuerzo en comportarnos como seres zafios y ridículos. Supongo que el encargado de apagar esa luz de la que hablas es la pereza. Un abrazo.
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