La Yayo Vanguardia

El teatro Campoamor de Oviedo se asemeja a aquellas vajillas bonitas que poblaban los hogares, pero que apenas se utilizaban porque se reservaban exclusivamente para las ocasiones especiales.  A diario se solían emplear los platos de duralex con forma de margarita importados en sus comienzos de Francia, mucho menos vistosos, pero a los que varias generaciones guardan cierto cariño porque en ellos cenaban todas las noches un huevo frito. 

Lo mismo le ocurre al teatro Filarmónica, situado enfrente de la plaza Porlier de la capital asturiana. No es tan atractivo como su hermano el triunfador, que con una mirada seduce a todo el mundo, pero es al que se acude más a menudo.

Se inauguró en 1944 y a pesar de su remodelación, mantiene reminiscencias de aquella época de posguerra, de cuando los pudientes dejaban el sombrero en el guardarropa y fumaban a la salida. A veces sigue lloviendo cuando termina la función y ya es de noche, pero aunque el auditorio nos recuerde a los que aparecían en las películas antiguas de cine negro, nunca nos veremos inmersos en truculentas tramas como la de Perdición, estrenada el mismo año que el susodicho teatro, ni Noe y yo quedaremos a escondidas en la cafetería de al lado haciéndonos pasar por los protagonistas de Breve Encuentro. Yo no tengo gabardina, así que como mucho si hay suerte y no me he olvidado, despliego un paraguas para volver a casa los dos intentando no pisar alguna baldosa trampa de las que le acaban calando el pie a uno.

El teatro Campoamor impone, aunque parezca que se expone dentro de una urna de cristal. Ya sea por su nombre, en honor al académico decimonónico Ramón de Campoamor, por su historia centenaria, porque allí cantó en siete ocasiones Luciano Pavarotti, o porque en 1959 el representante de Maria Callas ofreció una actuación a cambio de 200.000 pesetas. Nunca se llegó a un acuerdo económico, esfumándose así la ilusión de que la diva pasara por Oviedo y dejara para siempre el recuerdo de su voz.  

De la temporada de ópera queda año tras año un regusto a aquella elegancia que tuvo la mejor soprano de la historia, la que no accedió a venir por cantidades que ahora parecen ridículas. Ya no hace falta un frac para sentarse en la butaca que ocupaba Severo Ochoa y nadie parece mirar a nadie por encima del hombro si no se pertenece a aquel rancio abolengo ovetense, que más que una élite, parecen animales en extinción guardados en una reserva. Podrían ser jubilados que posiblemente recuerdan un pasado lustroso y se lamentan de que sus herederos prefieran un concierto de Taburete que las arias de Donizzetti. No los conocemos, ni hablamos con ellos, sólo observamos su lentos movimientos.

Desafortunadamente, el resto del año, el teatro fundado en 1892 queda vacío de contenido, salvo la visita anual de los célebres galardonados en los Premios Princesa de Asturias y una Zarzuela totalmente ajena a mi interés.  Sin embargo, en el teatro Filarmónica se abren las puertas continuamente, se ventila y el olor a alcanfor y a cerrado del Campoamor desaparece. 

La variedad de espectáculos resulta tan amplia como la calidad de los mismos, recordando a aquellos genios capaces de enamorar una noche con su arte y de salir borrachos en la siguiente función para terminar peleándose con el público. Tardaremos en olvidar aquella obra muy mejorable en la que un langreano con acento de las cuencas mineras se hacía llamar Norton, igual que al antivirus, pero que en realidad quería representar a Kurt  Cobain y clamaba con un entusiasmo impropio del personaje: “¡Me siento vivo, vivo!”. También vimos en primera fila a unos irrepetibles Ron Lalá, en una de esas representaciones en las que participan con el público y me vacilaron un poco porque tardaba mucho en escribir alguna tontería en un papel, mientras el público se exasperaba. Sus obras en verso al estilo de lo mejor del Siglo de Oro, ya no nos sorprenden como las primeras, pero nunca defraudan.

Hace tiempo que no vemos teatro allí, porque ahora parece que lo que triunfa son los ciclos de cine gratuitos. Las sesiones se llenan y a pesar de las butacas incómodas que cortan el riego sanguíneo, hemos podido ver reposiciones de: El Padrino II, Río Grande, El Fotógrafo del Pánico, o La Strada. De esta última no me enteré de los diálogos porque el que se me puso delante tapaba completamente los subtítulos. También es cierto que se entendía perfectamente. No porque comprenda el italiano, sino porque su director es tan universal que todo se vuelve fácil y sencillo. 

Por alguna razón que se me escapa, el patio de butacas se diseñó con la pendiente en contra de lo que viene siendo habitual, con lo cual las personas que sean más bajas que uno le pueden tapar la vista en un revancha poética. Ya hemos aprendido la lección y procuramos colocarnos en el entresuelo, cuya inclinación es correcta y más acentuada. Si puede ser, elegimos la primera fila para poder estirar las piernas, pero siempre llegamos tarde, nunca queda libre y nos tenemos que plegar en las diminutos asientos de las butacas posteriores.

Hace poco más de una semana fuimos a ver una película de Richard Linklater, el director de cine norteamericano cuyas propuestas las produce en ocasiones Warner Independent. Este tipo de marcas parece que nacieron cuando una multinacional necesitó parecer simpática por un rato y apostar también por el cine independiente, como cuando los políticos se remangan los puños de la camisa y escuchan durante unos minutos a la gente llana para que en teoría ya no nos podamos quejar de su indiferencia. Algunos no se contentan con vencer, también quieren convencer con argumentos que le hacen sospechar a uno.

La película se basaba en una novela del excéntrico y paranoico Philp K. Dick, genio de la ciencia ficción de los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuyo mayor éxito cinematográfico fue la adaptación de una de sus novelas en Blade Runner. En esta ocasión, la temática versaba sobre la drogadicción, mundo que conocía bien el propio escritor y cómo en un futuro cercano distópico la organización que rehabilitaba a los drogodependientes, en realidad era la que fabricaba la susodicha sustancia. La protagonizaban Keanu Reeves, Winona Ryder y Robert Downey Jr. utilizando técnicas de animación de rotoscopia. 

No fue una película fácil. En ciertos momentos desorientaba, como lo hace el mejor David Lynch y su carretera perdida, pero no pude más que fijarme en dos señoras mayores que se sentaron delante de nosotros. Sus peinados de permanente recién salidos de la peluquería no tapaban la pantalla, pero no me hubiera importado si a cambio hubiese podido escuchar lo que cuchicheaban durante la película. Se comieron un caramelo de malvavisco antes de empezar y se tragaron un argumento que en principio no parecía que les pudiera interesar, pero allí estaban, aparentemente fuera de lugar, como nosotros cuando vamos a Rialto o al Campoamor. Quizá una de ellas también tenga un blog y escriba sobre nosotros cuando comemos tortitas con nata y caramelo entre ancianos, o nos vea junto a abrigos de astracán vistiendo playeras. ¡Ojala!, me encantaría leerlo. 

Al final, los más abiertos de mente van a terminar siendo los de la tercera edad. Pronto veremos etiquetas inútiles como la yayo vanguardia, pero en realidad no es nada nuevo porque la madre de uno de los miembros de Cicatriz iba a todos los conciertos de su hijo que podía y cuando los punkis ochenteros se metían con su edad, les respondía que si no fuera por ella, ellos no estarían allí. Bob Dylan ahora también camina renqueante, pero ya cuando era joven cantaba : “Ah,  but I was so much older then, I’m younger than that now”, algo así como: “Ah, pero yo era más viejo entonces, ahora soy más joven”.

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