Boris, contigo empezó todo

Hace muchos años, cuando vivía en Vitoria, cada vez que acudía al baño me distraía con una pequeña lámina de una escena invernal en una plaza. Parecía dibujada sin perspectiva, como los cuadros anteriores al renacimiento, que amontonaban personajes planos unos encima de otros. La nieve también caía en dos dimensiones y los niños arrastraban trineos. No recuerdo si el motivo de la estampa era navideño. Sin embargo, aunque estuviéramos en verano, siempre anhelaba que llegara el frío para poder comer las peladillas que ponía mi abuela durante unas fechas que mitificaba. 

Yo era un niño y no me importaba el consumismo rampante que cada año avanzaba un poco más a costa del aprecio por las cosas, como lo hace océano Atlántico que crece, pero la fiesta la paga su homólogo Pacífico. Tampoco pensaba en el poco sentido que puedan tener estas fiestas si uno se pone a desmenuzarlas. ¿Qué tendrán que ver los disfraces estrafalarios de la lotería con los caganers?, ¿el musgo que no existe en una árida Belén con colgar espumillón de un árbol muerto en el salón?, ¿el comer uvas durante las campanadas medio borracho con el confeti y los matasuegras, con un concierto de música clásica en Viena, con las competiciones de esquí, con los reyes magos, con Papá Noel, con el Olentzero, con el niño Jesús, con un bollo bañado en agua de azahar y postres de posible origen árabe? Nada parece guardar coherencia, igual que cuando se repite la misma palabra muchas veces hasta que carece de significado después de unos minutos. De pequeño, nada de eso me importaba. Solo se piensan esas cosas cuando se es adolescente, cuando se cumplen veinte años, cuando no se tienen problemas, cuando los padres, tíos y abuelos aún viven y parece que todo será así para siempre.

Después llega un momento en el cual uno se agota de buscar explicaciones que nunca llegan, se dejan de lado las luchas contra los falsos deseos de felicidad, contra la bondad que solo sirve para sentirse bien, contra los regalos, contra el estrés de lo inútil y se termina por disfrutar de nuevo de las fiestas con los que quedan. Se vuelve  a ver la película Plácido y se piensa más en cierta nostalgia pasada, aunque fuera atroz, que en la hipocresía que mostraba Berlanga, porque incluso eso se acepta. Las tragaderas se amplían hasta límites insospechados.

A algo parecido a lo que viví con la navidad cuando era un descreído adolescente es a lo que me enfrento a día de hoy, desde que cumplí la cuarentena, desde que los británicos votaron aislarse, desde que los estadounidenses eligieron como presidente a la caricatura un tanto patética de un abusón con la edad mental de un crío de diez años, desde que los catalanes se embarcaron en una travesía hacia una república imaginaria, casi cómica que ha causado problemas muy reales de convivencia.

Cuando ya pensábamos que la actualidad no se podía escorar más hacia lo ridículo, ahora nos vemos atenazados, sin poder dejar de pensar en ello, por un virus que dicen que proviene de un murciélago chino.  Todo ha quedado paralizado, la escritura también, el distanciamiento se expande, el desempleo futuro ya se divisa en un horizonte cercano, la desconfianza acecha, los viajes a Asia se dificultan y la ansiedad ya se derramó en miedo hacia cualquier cosa. Resurgen los nacionalismos y desde el balcón ya no se lanzan piropos sino broncas cual lanzada a moro muerto. Solo los aplausos y el vecino que sale a tocar el trombón desde su ventana se salvan. Me lo imagino eligiendo una canción acorde a la temática por la mañana y practicando por la tarde, antes de su actuación a las ocho en punto. Solo le falta It’s the end of the world as we know it.

La pálida dama parece que nos espera a la vuelta de la esquina, pero en realidad siempre ha estado allí, solo que ahora meditamos neuróticamente sobre ello, sobre la salud. Al olvidar nuestro pasado, como cualquiera que se infantiliza y cree que todo empezó con su nacimiento, nos hemos vuelto frágiles y se sobreactua, en vez de comportarse como los caballeros ingleses que siempre acudían a su flema, actualmente perdida, cuando más lo necesitaban.

Lo que está ocurriendo, sobre todo con la tercera edad, resulta terrible, un inmerecido pago para los que sí sufrieron penurias que parece que quedaron atrás. Aún así, me parece engreído pensar que nos hallemos ante el reto más importante de la historia de la humanidad, como se oye decir en unos medios de documentación dopados de sensacionalismo. Se mezclan los buenos propósitos de los que poco podemos hacer por remediar nada, más que seguir la corriente, con las malas decisiones de los que sí deberían poder mitigar el problema sin tirar abajo la cultura occidental.  

Por partes, casi todo me parece irrisorio desde hace menos de un lustro, pero también es cierto que el mismo año que me convertí en un cuarentón, David Gilmour ofreció, en el anfiteatro romano de Pompeya, posiblemente uno de los mejores conciertos de los últimos cincuenta años. Puede que escucharlo me sirva cual antídoto para lo que quede por vivir, para contrarrestar esa deriva hacia la poca seriedad, que por otro lado también busco al intentar quitar hierro a casi todo. Quizá antes tampoco nada fuera tan solemne, pero por lo menos lo parecía. Llevo unos días pensando en cuándo se vislumbraron los primeros síntomas de lo que hoy vivimos. Ver a Boris Yeltsin bailar sobre un escenario bien pudiera ser uno de ellos. En ese caso, podríamos parafrasear al futbolista Gerard Piqué: “Gracias Boris, contigo empezó todo”. Habrá miles de ejemplos más, pero ya me da un poco igual, porque cada día me doy un lingotazo de Gilmour y pienso de nuevo en las comidas navideñas con la familia, en salir a correr por Rubayo, o en poder retornar a Asia con Noe. Así se me pasa, ahora que la vida parece que consiste en esperar a que algo termine.  Al final va a tener razón el hermano mayor de mi padre cuando dice cada veinticinco de diciembre que en cierto modo le reconforta mi cinismo. Supongo que porque es romo e inofensivo.

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