Suelo aplaudir hacia dentro, siempre en soledad y a destiempo, como cuando se le ocurre a uno una respuesta ingeniosa días después de una conversación. Cierto decalaje siempre se encuentra presente en casi todo lo que hago y relato porque no tratándose de ficción, resulta imposible escribir sobre el futuro, y me temo que el presente se acerca demasiado a un caso particular del pasado, que es lo que termino por contar.
Hace unas semanas, me desperté el sábado por la mañana con los ánimos renovados para retomar la redacción de los episodios inconclusos sobre un viaje a Japón. Me acordé de Kagoshima, una ciudad al sur del país con una isla volcánica enfrente que dicen que recuerda a Nápoles y su famoso Vesubio, pero que yo prefiero asociar con Estrómboli, aunque solo sea por aquella gran película de Roberto Rossellini que desembocó en una escandalosa relación entre el director e Ingrid Bergman.
Me puse a vagar por internet para encontrar inspiración hasta que noté un pinzamiento cervical como nunca había sentido antes. Trabajar en casa en una mesa que no es de oficina y una silla de comedor no parece la mejor terapia para el cuello. Tampoco que Camilo hubiera decidido pasar la noche sobre mi espalda con ese aire de superioridad y satisfacción tan propio de su especie. Solo los gatos son capaces de sentirse vencedores con tan solo dormir sobre sus conquistas.
Pensé que tomar un poco de ibuprofeno sería suficiente, pero el dolor iba en aumento así que decidí caminar hasta un ambulatorio por unas calles arrasadas de gente. El virus se había comportado cual agua que baña una acuarela y con ello desaparece el arte y lo emborrona todo. No había recorrido ni cien metros cuando frente a un establecimiento de productos exclusivos, pero que no se quita de encima el olor a carnicería, me retorcí de dolor y me apoyé contra una pared. A los pocos minutos salió para socorrerme su dueña, muy amable, pero Noe ya había llamado a una ambulancia que vino al son del American Pie de Don Mclean y que me preguntó a dónde quería que me llevará. Si hubiese estado de mejor humor, le hubiese dicho que al aeropuerto, sin embargo le propuse que al médico más cercano porque me pareció demasiado exagerado ir al hospital.
Tuvimos que cumplir con el protocolo de ponerme una mascarilla, que no fue nada fácil dada mi situación y con mi brazo izquierdo dormido por no poder separarlo de mi cuello, pero el conductor se comportó con empatía y me contó que a él también le había ocurrido algo parecido la semana anterior. Al llegar al centro médico les tuve que suplicar que me pusieran un relajante muscular, eufemismo de valium para que así no parezcamos tan dependientes de las drogas. Mientras esperaba a mi inyección, mi cuerpo en la silla de ruedas iba derivando hacia las posturas incipientes de la larga enfermedad degenerativa que sufrió Stephen Hawking.
Poco después me mandaron a casa, o por lo menos eso entendí, más que nada porque dejaron de prestarme atención, así que tomé un taxi. No suelo hacer uso de ellos. Los reservo para las ocasiones especiales: situaciones de dolor extremo, viajes por países exóticos, o cuando quiero escribir sobre algo interesante, porque los taxistas siempre guardan un aura muy literaria.
Me costará olvidar aquel año que volvíamos de practicar barranquismo en la sierra de Guara y el coche nos dejó tirados en Ayerbe, un pueblo en mitad de ninguna parte de Huesca, provincia ya remota de por sí. Una noche cerrada escondía toda la belleza o fealdad del lugar y lo más parecido a la civilización provenía de la luz de las farolas, que daba a entender que el pueblo no se encontraba abandonado a la maleza. Llamamos por teléfono al servicio de asistencia en carretera y un taxista nos llevó directos a Santander en poco menos que el tiempo que hubiese tardado un avión. Se trataba de uno de esos hombres con barriga contundente, pero proporcionada al resto de su cuerpo, sin que se produjeran vaivenes descoordinados cuando se movía, ya que formaba parte de su ser como si de un sólido rígido se tratara. Un distinguido bigote poblaba su surco subnasal, el cual imprimía más seguridad y autoridad de las que se pueda atribuir a muchas grandes obras literarias. No dudó en conducir hasta altas horas de la madrugada en su Mercedes blanco a juego con su tripa, el cual se deslizaba por las curvas con la misma suavidad que una madre acaricia a su bebé recién nacido.
Durante el largo trayecto nos contaba anécdotas sobre sus pasajeros y cómo todos los años llevaba a una monja de Pamplona a Santander para visitar a unos familiares. Tales extravagancias de gastarse tanto dinero una vez al año para cubrir el recorrido entre dos ciudades bien conectadas siempre me han llamado la atención y no puedo más que respetarlas porque denotan personalidad. Si lo hiciera todas las semanas, quedaría claro que se lo podrían permitir, pero al ser solo una vez al año indica un homenaje un tanto ridículo que mi raciocinio nunca podría asumir. Cuando llegamos a nuestro destino, el conductor salió del vehículo, se colocó bien los pantalones, enroscándolos bajo su abdomen y nos preguntó por un lugar donde comer una buena mariscada con el dinero que le pagaría la compañía de seguros, para luego volver del tirón por la mañana. Serían las tres o cuatro de la madrugada y no creo que encontrara nada abierto, pero ya solo su idea me pareció admirable: una mariscada, chupitos, puro y un termo de café le bastaban para volver a Huesca de nuevo. Hay personajes para los cuales dormir, descansar o evadirse se convierte en algo accesorio, secundario. No necesitan romper los días unos de otros recostados en una cama.
Ya en el taxi de vuelta al hogar me seguía retorciendo de dolor en cada semáforo. Pensé que las inyecciones surtirían un efecto más inmediato. Cuando secuestraban a Tintín, en la viñeta siguiente de ponerle un trapo empapado en cloroformo, ya se empezaba a ver un remolino escapándose de su cabeza que adelantaba un letargo inminente, pero yo seguía imperturbable media hora después. Intenté tranquilizar al taxista al contarle lo que acontecía, más que nada para que no pensara que yo era un chalado que hacía gestos extraños imitando a la corriente pictórica iniciada un siglo atrás y llamada cubismo. Quería dejar claro que no se trataba de una moda surgida del confinamiento, que no lo estaba grabando en TikTok. Se mostró cercano y parecía querer cumplir con todas las ordenanzas de limpieza incluidas en los diferentes boletines oficiales que el gobierno sacó a lo largo de estos días tan insólitos. Todo se encontraba en un estado impecable, brillante, incluso en sus gafas no quedaba rastro alguno de polvo o de virus.
Me dejó en casa ante el estupor de un vecino al verme salir de mala manera del automóvil, medio en pijama y sin mucha dignidad. Llegué al sofá y un repunte de dolor intenso casi me tira al suelo. Las marcas rojas que mis dedos estaban dejando en mi cuello puede que queden como tatuajes a modo de souvenir de aquella mañana tan poco rutinaria. El valium no parecía aplacar mi ansiedad y Noe se enfrascó en una conversación absurda con el ambulatorio, el Samur y el 112, mientras yo gritaba como si me estuvieran amputando una pierna. Fue fruto de la mala suerte que en ese momento no hubiera ninguna ambulancia disponible para un caso que no fuera de vida o muerte, así que llamé de nuevo a uno de mis gremios favoritos a pesar de que contribuyo poco a su bienestar económico. Dudaba si el más ligero movimiento en el coche provocaría que me desmayara, pero esperar eternamente a los servicios médicos me pareció peor opción. Yo quería ir descalzo porque ponerme los zapatos ya suponía una epopeya de sufrimiento, pero Noe me medio calzó unos y esta vez sí fuimos a urgencias del Hospital Universitario Central de Asturias, un lugar que me transmite la misma paz que cualquier monasterio cubierto de musgo presente en la Ribeira Sacra gallega, y al cual estos meses le estoy cogiendo un tremendo cariño tras mis múltiples visitas.
En esta ocasión no me ingresaron, tal y como ocurrió la última vez que había acudido a urgencias con una infección galopante que requirió permanecer en observación durante una noche, mientras enfermeras y/o médicos velaban mi cuerpo, cambiaban el suero y los antibióticos, o acudían cuando les llamaba tiritando de frío, empapado en sudor por la fiebre a pesar de ser verano, a pesar del calor propio de los hospitales. La noche había transcurrido a trompicones, hasta que un celador me ofreció un desayuno austero a base de galletas María con margarina y café con leche descafeinado, lo que se llega incluso a agradecer en los tiempos de la rimbombancia culinaria. Tomaron de nuevo muestras de orina y sangre y tras esperar a los análisis, una médico me visitó por última vez para notificarme de que los resultados eran aceptables y que ya podría darme de alta. En parte me dio pena marcharme de donde las sábanas se mudaban todos los días, la comida venía siempre a la misma hora y daba la sensación de que una legión de profesionales siempre sonrientes que no se distinguía muy bien a qué se dedicaban, se encontraba a mi servicio.
La atención recibida fue de nuevo exquisita, a pesar de que me estaba ahogando detrás de la mascarilla por la hiperventilación que me proporcionaban mis penurias. Un médico residente me atendió y ya presenció a un Stephen Hawking con los síntomas de una esclerosis múltiple desarrollados completamente. Pensó que tenía las piernas paralizadas, pero le dije que era la única forma de que no se me moviera el cuello. El habla apenas salía de mi boca, solo quería calmantes en vena de nuevo. Me imaginaba que tal residente podría ser el oncólogo que tratará mi más que probable cáncer futuro, pero no pude ver su cara enmascarada, parecida a un personaje de Watchmen.
Sería como la leyenda que corrió por el Reino Unido sobre cuando la familia Fleming salvó la vida a Winston Churchill en dos ocasiones y con décadas de diferencia. La primera fue cuando un joven Winston se encontraba de vacaciones en Escocia junto a su familia adinerada y éste se cayó en unos lodazales. Tras ser rescatado por el pater familias Fleming, el progenitor de Winston quiso recompensarle. No aceptó dinero, pero al padre se le ocurrió que el hijo de Fleming, Alexander, disfrutaría de la misma educación que su hijo Winston. Tras estudiar medicina, Alexander Fleming descubrió la penicilina y de nuevo salvó la vida de Winston Churchill mediante dicho remedio durante la segunda guerra mundial. Si bien la historia se demostró que no fue cierta, no deja de ser alentadora para reconocer y gratificar siempre las buenas acciones del prójimo, aunque solo sea por egoísmo propio, como decía mi abuelo.
El médico quiso que me hicieran placas para descartar algún problema óseo, además de la contractura. Para ello un celador me condujo a una sala a lo Intocable, atravesando pasillos vacíos con puertas que se abrían solas mientras el sol entraba por las ventanas que daban a un patio arbolado. Parece que siempre hace buen tiempo cuando voy al hospital y en realidad poco importa en esta temporada de hibernación osuna.
Me gustó que durante el trayecto no hubiera lugar para la decoración salvo algún dibujo en lo que supongo que sean pabellones infantiles. Únicamente quedaba sitio para el silencio y el recogimiento. Tampoco se atisbaba masificación alguna, sino todo lo contrario. Ver a un anciano en silla de ruedas con buen aspecto y abrazado a su bastón, a su último bastión, me puso de buen humor y la mujer que operó la máquina de radiografías me dijo que no respirara mientras me llamaba por mi nombre y colocaba el aparato.
Lo curioso es que los sanitarios del HUCA guardan un perfecto equilibrio porque nunca llegan a ser empalagosos, porque le dejan a uno a solas con su suplicio cuando más se necesita. Nunca se olvidan de hacer gala de una sobriedad inusitada para que no quede duda alguna de que se encuentran trabajando, de que lo suyo es curar, no solo comportarse con modos simpáticos sin resolver el problema. Siempre con proximidad a pesar de la desconfianza que va poco a poco calando a día de hoy por culpa del Covid 19, a pesar de no verles la cara.
Me parece casi magia que cada uno llegue a urgencias con cualquier dolencia disparatada y siempre transmitan la misma seriedad. Nunca le dicen a uno que aquí no se tratan aquellas patologías, que pruebe en el hospital de la esquina, tal y como ocurriría si se acude a un bar de siempre a pedir sushi, o una cerveza IPA.
A mi lado una joven se había torcido un tobillo, una señora anciana ingresaba con problemas respiratorios y un chaval aparentemente sano con barba acudía al servicio para tomar una muestra de orina. Siempre se nota un pequeño caos, pero en equilibrio, como cuando se visita Italia y solo con escuchar la sonoridad de su idioma que desconozco, pero que parece tan poco amenazador, se sabe que nada puede salir mal del todo.
Tras la espera vino lo bueno y postrado una silla de ruedas me pusieron lo que parecía un torrente de valium y antiinflamatorios mediante un gotero colgado que se convierte en el mejor amigo inseparable de cualquier enfermo que se precie. Una vez terminada la transfusión de medicamentos, me despidieron con un collarín y recetas con más valium para pasar la noche, junto a un informe doblado en un sobre, sin grandes alharacas porque ya estaban pensando en el siguiente paciente.
Llamé al último taxi del día y volvimos a casa sin que sintiera dolor, agradecido de que a pesar de que repetimos hasta la saciedad lo mal que funciona todo, existan hospitales que me acojan como el HUCA y taxistas que siempre acuden a recogerme cuando más los necesito, aunque el resto del año no les de mucho trabajo. Tal y como escribió F. Scott Fitzgerald: La felicidad es tan solo la primera hora después de la desaparición de un sufrimiento especialmente intenso.
Me ha gustado mucho esta entrada, por la cercanía del tema y por el estilo. Gracias
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Muchas gracias. He intentado sacar algo de humor de un episodio un poco doloroso. Un saludo.
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