Otra vez con el tiempo a cuestas

En un programa sobre viajes en el tiempo que escuché hace unos meses, uno de los tertulianos citó a San Agustín de Hipona: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”.

Casi mil seiscientos años después de su muerte, creo que no hemos avanzado mucho al respecto salvo en poder cuantificarlo. Según la R.A.E., el tiempo se define como la magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, y cuya unidad en el sistema internacional es el segundo.

Ocurre lo mismo con muchas otras sensaciones como el frío, el calor, el dolor, la alegría, el amor o el odio. Sabemos lo que son, pero cuesta definirlas. Rodeamos a cada una de vocablos cual capullo de seda, pero creo que no logramos penetrar a la hora de describir su significado. Parecen palabras canónicas que no se pueden desmenuzar más. Quizá ese tampoco sea el fin, el de practicar la fisión lingüística. No lo sé. 

Sí sé que el tiempo es mi magnitud física preferida y que me muero de ganas de que me lo pregunte David Broncano, al igual que se interesa por los ríos favoritos de sus invitados, las obras civiles, o incluso el wifi que prefieren. Entraríamos en una de esas conversaciones absurdas que tanto le gustan a él y que mezclan hábilmente aspectos eruditos con las trivialidades más ridículas, fuente de su humor.

Ya desde niño pretendí definir el tiempo con una línea quebrada, cual troglodita que adula un icono y le ofrece sacrificios, pero nunca llegué a ninguna conclusión y del reloj de arena que guardo de mi abuelo tampoco ha surgido ninguna inspiración para poder comprenderlo. Hoy en día me limito a jugar a ponerme mentalmente en diferentes situaciones temporales.  

Si me encuentro con alguien mayor que yo pienso en el año en que ellos tenían la edad que tengo yo ahora y de alguna forma predigo en lo que yo me podría convertir, formando parte de ese peligroso arte de extrapolar, del que tanto nos advirtieron en la universidad. Por contra, si me encuentro con alguien más joven, el ejercicio es el inverso y pienso en lo que estaba haciendo yo a su edad.

Tampoco se trata de una competición. Nadie gana ni pierde porque las circunstancias nunca son las mismas y está claro que pueden ser determinantes. También es cierto que en la mayoría de los casos saldría perdiendo yo. Se asemeja a un ejercicio de historia comparada, añadiéndole la variable tiempo que me ayuda a ponerme en la piel del otro y de alguna forma darle valor a sus actos. 

Por ejemplo: a la misma edad que Jesucristo fue crucificado, yo me compré un coche y un piso con Noe; la hermana de mi madre me comentó bajo el quicio de la puerta de entrada a su casa que le habían diagnosticado un cáncer en estadio IV y fue el año en el que vimos grandes cimas de más de ocho mil metros de altura en Pakistán. A Alejandro Magno ya le había dado tiempo a conquistar medio mundo y J.D. Salinger ya había publicado su exitosa novela El Guardián entre el Centeno y sufría la presión que da la fama. Las edades a las que hacemos las cosas no dejan de ser extrañas por muy obvio que parezca.

En tanto en cuanto Mozart componía su decimoquinta sinfonía, a su edad, yo era un adolescente de dieciséis años que temía el duro curso que le esperaba tras pasar casi media vida en el extranjero, mientras veía las pruebas de salto con la Sagrada Familia de fondo en una Barcelona que organizaba unas olimpiadas. Ese mismo año Éric Rohmer filmaba una gran película llamada Cuento de Invierno

En ella, una joven que parece caprichosa y que hace las cosas sin sentido, mareando de paso a todos los hombres que encuentra por su camino, a base de tesón y  de creer en ella misma, acaba logrando sus propósitos de búsqueda sentimental en esos años en los que todavía no habían muerto del todo los ochenta y no habían nacido los noventa.  Aun así, no dudaba y tampoco parece que se lamentase demasiado cuando tomaba una decisión y al momento la contraria.

Las habitaciones en las que entraba Felicia se encontraban empapeladas con estampados, los armarios eran oscuros y con baldas abombadas por el peso de la ropa. Los coches pequeños y enclenques no daban la sensación de proteger demasiado al conductor. La ropa holgada colgaba de la gente y el atractivo de la protagonista había que buscarlo con cierta imaginación y resistencia hasta querer encontrarlo. El esfuerzo siempre merece la pena y su cara termina por ser recordada mucho mejor que la de algunas bellezas que se descubren a primera vista y se olvidan para siempre.

En este tipo de películas, me gusta volver a contemplar la mala vejez de una tecnología, en el más amplio sentido de la palabra, que parecía vanguardista y decisiva, pero que no bastó para que el futuro estallara. Si así fuera, no podría apreciar lo que sí me gustó de la misma que no es otra cosa que comprobar que aunque ahora parezcamos más arrogantes, nos veo más frágiles. Por un lado, estamos expuestos a millones de mentiras y a la vez en tres segundos cualquier cosa puede ser desmontada con una consulta a Google que incluya la palabra bulo. Ambas circunstancias resultan agotadoras, sin llegar nunca a anularse.

No hace tanto, se podía vivir años en el engaño sin que nadie le pusiera a uno en evidencia, o nos refugiábamos en el anhelo, en la esperanza de volver a encontrar a esa amante del pasado cuyos derroteros fueron separados por algún acto fortuito, porque en el fondo estabais destinados el uno para el otro. Hoy en día sabemos casi todo de nuestros fantasmas pasionales. Y sí, se tienen más probabilidades de encontrarlos físicamente, pero  a veces el pasado casi vive mejor como embrión sin desarrollar, porque si lo vuelves a topar tras sugerírtelo Facebook, te darás cuenta de que ya sois otros. No se trata de nada nuevo, ya ocurrió en ese final atroz de Esplendor en la Hierba en el que Natalie Wood ve el camino tan alejado que ha tomado Warren Beaty, su antiguo amor.  

Siempre pienso en los emigrantes que iban a hacer las Américas y pasaban años sin contacto con la gente que quedaba atrás. Normalmente, las mujeres permanecían en sus casas con la esperanza de que su marido volviera. A lo mejor pasaban años sin noticias, pero podrían seguir sintiéndose casadas pensando en un regreso lleno de fortuna. Otras como Inés Suárez, se hartaron y cruzaron el océano Atlántico para descubrir que su marido había muerto, conquistando posteriormente Chile junto a Pedro Valdivia.  Si pasara lo mismo hoy en día, ya sabrían por alguna amiga que su esposo seguramente se la estaba pegando con alguna lugareña y que le habrían detenido borracho después de una pelea de bar. Porque cuando los hombres nos encontramos solos, en general no sabemos más que abrazarnos al alcohol y a puños ensangrentados.

Puede que antes tuviéramos más seguridad en nosotros mismos y en nuestro entorno inmediato sin esta vida tan virtual que llevamos ahora, pero en cambio asustaba mucho salir de él. Sin embargo, en la actualidad me siento más cómodo en parajes dispares y alejados, mientras que no creo tanto en aquellos que tenemos cerca, porque los podemos desautorizar tras aporrear cuatro letras en Google.  Y es ese mismo buscador el que nos permite comprobar también lo poco amenazadores que pueden ser los destinos que antes solo intuíamos en los cromos de aquel álbum llamado Naturaleza y Color, cuyo creador decidió hacer un batiburrillo al mezclar flores, protozoos, insectos, peces, batracios, reptiles, aves, mamíferos, anatomía y tribus africanas y oceánicas.

El otro día, unos amigos un poco mayores que Noe y yo nos invitaron a su casa a comer. La comida fue espectacular, como siempre y me apena que jamás podamos devolverles el gesto porque muchas amebas tienen más desarrollado que Noe y yo la capacidad de ser buenos anfitriones. Lo único que pudiera expiar nuestros pecados es que tampoco lo somos para nosotros mismos.

Durante la sobremesa, bajo la sombra de su jardín, hice algo que nunca hubiera pensado: probar el coñac. Nuestro amigo disfrutaba tanto cortando un puro justo después de servirse una copa, que no pude menos que acompañarle. No en vano, el licor lo guardaba en un pequeño barril de roble americano. El humo del habano desaparecía enseguida, pero el olor a tabaco quemado iba y venía con la ligera brisa y lejos de molestarme, me gustaba sentir cierta sensación anacrónica. Yo asociaba el coñac a otros tiempos, a los marinos, a los exploradores británicos o a los San Bernardos que lo llevaban cuando rescataban a algún alpinista extraviado que sufría de hipotermia. Poco importa que el efecto del alcohol sea el contrario al deseado, de las ilusiones también se vive. También aprendí que todos los coñacs son brandy, pero no todos los brandy son coñac. La experiencia no fue tan traumática porque es más suave y dulce de lo que esperaba, apto para eternos novatos que se quedaron estancados en tomar alguna que otra cerveza y no desarrollaron del todo la senda del buen bebedor que nunca se emborracha. 

Cuando el sol dejó de calentar, entramos en su casa y comentaron que habían recuperado videos antiguos grabados en VHS. Considerar que las películas caseras forman parte de un elemento habitual con el que torturar a las amistades se ha convertido en un tópico, pero que en esta ocasión fue desmontado, en parte porque las cintas se encontraban enterradas en el tiempo y han sido reflotadas cual pecio lleno de crustáceos, lo cual a mi particularmente me atrae. En ellas, describían, veinticinco años atrás, la transformación que sufrió el piso que acababan de comprar recién casados, cuando lo rehabilitaron ellos mismos. La idea era enviar la cinta por correo postal a los padres de ella, que al encontrarse al otro lado del Atlántico, no podrían visitarlo. No solo me pareció interesante por el juego inmediato que hice, sino por la ilusión que se desprendía de cada fotograma, por verlos más jóvenes, sin canas él, aunque con la misma mata frondosa de pelo. Precisamente él tendría uno treinta y tres años, los mismos que yo cuando compramos nuestro piso. Rehabilitarlo me hubiera pareció una labor encomiable que jamás podría ni vislumbrar llevar a cabo por falta de imaginación para por ejemplo: fabricar unas escaleras uno mismo con dos vigas que tuvieron que transportar a rastras por la calle.  Supongo que ahora  se intenta obtener la misma sensación al plantar uno mismo sus propias lechugas y tomates en un huerto urbano, para dejar un poco de lado esta abstracción tan cómoda en la que algunos podemos pasar por este mundo sin prácticamente utilizar las manos para nada. A una amiga le hizo gracia que mi abuela materna dijera de su marido que las manos las tenía sin estrenar. Yo creo que sigo el mismo camino.

Me gustó ver que muchos de los objetos que aparecían en el vídeo habían viajado por el mundo y en el tiempo hasta llegar a la actualidad, igual que ellos. Tal era el caso de un busto de madera de un gaucho, una estantería o una mesa.  Objetos que perduran, quizá por ello se consideren nobles. El detestado plástico no, envejece como las personas cuando le da el sol quemando su color, igual que el papel, que se vuelve amarillento.

Su relato de cómo a sus tías se les vino el alma a los pies cuando vieron lo que habían comprado esos jóvenes inconscientes también fue reseñable, porque durante la comida habían hablado de una de ellas. Con dos puntos de enganche se fijan mejor las cosas en la memoria. La misma tía que tendría entonces unos setenta años y con la que hace un mes no pudieron más que estar unos pocos minutos tras un largo viaje con muchos percances debido al virus que todo lo llena.  Me hubiese encantado ver una foto de su tía hoy en día. Estoy seguro de que estará igual que antaño, con el mismo vestido de flores y pelo plateado, porque el elixir de la eterna senectud del cual ya escribí en alguna ocasión, existe.

Luego pusieron otro vídeo casi inverso, de otras de sus casas cuando decidieron mudarse a Europa y en esta ocasión lo enviaron a la familia de él en la orilla simétrica del mismo Océano. Me entristeció ver en el mismo a un amigo de la pareja que hace poco murió de un cáncer. Verlo sonreír junto a su mujer con la que no estaría al morir, porque se habían separado, me parece de algún modo retorcido un poco ilegítimo y ventajoso porque yo sabía lo que iba a ocurrir mientras los miraba y ellos no. Seguramente es mejor así, porque si en ese instante alguien le hubiera susurrado al oido cómo terminaría todo, no le hubiese creído, pero esa sonrisa se hubiese tornado amarga por si acaso.

Mientras mis amigos prácticamente construían su propia casa, yo era un estudiante universitario que se enfrentaba a los primeros exámenes, a los primeros fracasos tras una educación secundaria sin tachones ni suspensos. Ese mismo año, en 1995, mis abuelos paternos celebraron sus bodas de oro en San Blas, “el único besugo que no fue atrás” como solía decir el dueño primigenio de mi reloj de arena. Supongo que los fines de semana yo saldría de fiesta por garitos inmundos con la esperanza de encontrar una sustituta a mi ex novia, que ya lo era de aquella y que al menos jamás he encontrado en Facebook. Nunca me tropecé con el reemplazo por la noche, pero en cambio sí conocí a Noe en la universidad y recuerdo que una de nuestras primeras conversaciones fue precisamente a la salida de una academia veraniega para los muchos que suspendíamos.

Cuando pienso en las cosas que hacía, ahora me parece imposible aguantar tanta espera para todo, para hablar con alguien, para escribir a mano cartas, enviarlas por correo postal y esperar durante días la respuesta, o incluso salir de casa para ir a un buzón e introducir un paquete con una cinta de video que será vista vete tú a saber cuando.

Por eso me quedé embobado escuchando a Maldini, un comentarista de fútbol, cuando hablaba sobre el trapicheo de cintas de video que se traía en los noventa para ver todos los partidos de las diferentes ligas. Tal era su obsesión por digerir todo el fútbol que involucró a comandantes de líneas aéreas para que hicieran de mula de semejantes cantidades de vídeos dispersados por todo el mundo. Hoy en día podría hacer lo mismo él solo sin implicar a nadie, pero también es cierto que quizá hayamos perdido la capacidad de ilusionar a los demás con nuestras cosas porque creemos que todo lo conseguimos solos y no necesitamos a nadie que nos apoye.

Algo parecido observé cuando vi precisamente un documental sobre el excéntrico Salinger, que se confinó en su casa durante décadas y acumuló una cantidad ingente de rollos de películas clásicas. Se veían las cajas metálicas apiladas unas sobre otras como los servidores que guardan mucho más en una pequeña caja de plástico. ¿Cómo se haría con ellas? Necesitaría ayuda, porque él apenas salía de casa y no creo que estuvieran disponibles en videoclubs, porque se trataba de rollos de celuloide auténtico. También es cierto que por aquella época Salinger, a pesar de vivir en una casa muy por debajo de sus posibilidades, ya era un acaudalado escritor que rechazaba una y otra vez a unos insistentes Billy Wilder y Elia Kazan que querían llevar al cine su guardián entre el centeno. Con dinero todo es más fácil, pero aun así se necesitaba una logística, colaboradores que ahora consideramos banales porque todo se encuentra en la red, pero quizá dentro de ciertos rituales puede que se encuentre el sentido de las cosas. 

En cuanto a encontrar el significado del tiempo ya lo doy por imposible, bastantes quebraderos de cabeza da todo lo que le atribuimos. Que se lo digan al personaje Salvador Martí que se encuentra al frente de aquel Ministerio del Tiempo, en el cual ni siquiera el pasado se queda quieto y necesita cambiarlo todo junto a sus subordinados para que nada cambie.

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2 comentarios sobre “Otra vez con el tiempo a cuestas

  1. Que grande Pablo! Estaba justo escuchando una versión del tema «El tiempo es veloz», de David Lebon, que interpreta junto a Fito Páez, y leo tu relato sobre el tiempo, genial como siempre.
    Si nosotros somos unos buenos anfitriones, ustedes son unos excelentes invitados. Esta vez tocó una parrillada a las brasas, pero otras veces nos hemos visto con un par de bocadillos como almuerzo…la comida es la excusa, lo mejor es la tertulia que compartimos.

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