Muerte en Fuengirola

Mientras admiraba la sombra de quienes tenía delante de mí, los que se imponían entre el mar y yo, me di cuenta de que nunca había poseído una sombrilla y mis padres tampoco. Abundando en dicho pensamiento, ni siquiera habíamos comprado nunca una esterilla de playa, una hamaca o una silla desde la que contemplar las olas, lo cual explica ciertas cosas. Mi abuela sí fue una entusiasta del turismo de sol y playa. Todos los años visitaba el litoral de Calafell en Tarragona, incluso después del año en el que  mi abuelo murió de un ataque al corazón en uno de sus paseos marítimos.  Pudo más su amor a la Costa Dorada que el trauma causado por enviudar y no querer volver al lugar de tan ingrato recuerdo.  Las maletas las enviaba por mensajero unos días antes, en tanto ella viajaba en tren tranquilamente sin equipaje. Allí quedaba con los amigos de siempre y entre baño y baño nos enviaba alguna postal. Hasta muy entrada en su vejez, nadaba en la playa con disciplina prusiana, sin importarle que alguno que otro u otra la recriminara por pensar que era muy mayor para lucirse en traje de baño. Creo que H.P Lovecraft también llamaba la atención de sus congéneres cuando devoraba helados como un niño con más de cuarenta años, pero hay ciertas cosas a las cuales es mejor hacer oídos sordos e imaginar que nunca existieron. 

Mis padres se saltaron dicha fascinación, porque siempre tendemos a hacer lo opuesto que nuestros progenitores. Algunos veranos sí recuerdo haber ido a Benidorm, pero fue más un acto de atrición que de convicción, como quien a veces se deja llevar por la corriente general para no parecer tan raro.  Aunque no lo pasábamos mal y guardo buenos recuerdos, a la menor oportunidad de escape, quedaron atrás los apartamentos con carpintería metálica, los toldos naranjas en la terraza, los muebles de mimbre y toda la idiosincrasia relacionada con aquella campaña turística internacional cuyo logotipo fue obra del propio Joan Miro y en el que rezaba:  Spain. Everything under the sun. 

Yo tampoco he recuperado la tradición de mi abuela, así que me ha resultado incluso exótico visitar la Costa del Sol en verano. Conocía de oídas lugares como Estepona, Fuengirola, Torremolinos o Marbella, pero me resultaban tan míticos como las ciudades de la ruta de la seda o el lejano Oriente, que he conocido mucho antes.

Estar sentado frente al mar viendo a un niño cebón revolcarse en la arena, me recordó de algún modo al libro Muerte en Venecia de Thomas Mann.  Yo me encontraba en una playa de Fuengirola en vez de en Venecia, el crío era todo lo contrario a bello, tal y como lo era Tadzio, no hubo atracción alguna y el coronavirus de este año no parece tan letal como el brote de peste que padecían en el libro. Pensándolo mejor, más que para una adaptación digna, daría para una parodia cutre, pero seguía envidiando igualmente la sombrilla de la pareja, la que habían clavado con esmero, la que trajeron cual fusil al hombro, como si la gente que va a la playa desfilara igual que un ejército irregular del cual yo no soy miliciano. A veces camino junto a ellos un rato, pero no es lo mismo porque falta vocación, me faltan sus armas.

La pareja también llevaba una nevera de la cual sacaron una botella con algún batido que podría ser desde colacao a horchata, o el cocktail del verano. Después de agitarlo, lo sirvieron en vasos de cristal y colocaron unas pajitas para luego posarlo todo y sacar unas fotos del bodegón en primer plano con el niño entrado en carnes de fondo. Tardaron lo que me pareció una eternidad, capturando todos los ángulos posibles. En ese tiempo, yo ya me hubiese bebido siete vasos, pero ellos dieron un sorbo con selfie sonriente y lo dejaron.  Volvieron a ver el mar junto al bolso perfectamente conjuntado con la sombrilla y con ellos mismos. Siempre me asombran los que dan un pequeño sorbo y vuelven a dejar el vaso donde estaba, o solo cogen un cacahuete cuando los sirven junto a una cerveza. Me encantaría poder mostrar ese desdén y no comerlos a puñados hasta acabar con ellos. No es hambre, no es sed, solo busco el fin y poder pasar a otra cosa en la que ya no haya ni bebida, ni cacahuetes, ni comida. 

Sin siquiera poder beber del agua recalentada, fuimos al chiringuito más cercano a beber cerveza cual coche que tiene mal la junta de la culata y necesita reponer el agua cada poco tiempo. Nos atendió una joven con las uñas pintadas pero algo descascarilladas, que dominaba con maestría el arte de escuchar y pasar de los hombres solitarios de mediana edad que le daban conversación. Contaban historias rarísimas sobre el racismo en el cine bélico en un inglés con acento germánico. Ella intentaba intercalar algún comentario pertinente mientras desinfectaba el mostrador con una bayeta. Ya se conocían, porque él la llamaba por su nombre: Teresa. Llevaría todo el verano volviendo una y otra vez a beber y arañar alguna que otra palabra de cualquier ser humano, porque parecía necesitado. El que se encontraba al lado de nosotros sin embargo, no paraba de hablar por su teléfono móvil, cambiando del inglés al español y dando explicaciones de todo lo importante que debía hacer esa tarde. Siempre pedía la penúltima y también miraba con ojos aviesos a la joven desde su pelo canoso y acento italiano. Bebimos y comimos una comida lamentable, casi prefabricada, solo apta para personajes rosas que después de una docena de cervezas, les importa poco comer albóndigas de lata o caviar. ¡Yo, que esperaba comer un espeto de pescado en el día en el que me estrené en un chiringuito andaluz!

Tras pagar la cuenta, dimos un paseo por la playa para recrearnos en todos los tópicos posibles. Vimos comitivas que montaban verdaderos castillos ambulantes a base de sombrillas y parapetos de juguetes, sillas y hamacas, quedando en medio, en lo más alto, la lideresa Khaleesi que repartía trozos de filete y melón. También divisamos a los hombres de pelo en pecho y espalda que antes eran tan comunes y ahora parecen en vías de extinción. Los que sobreviven, siguen llevando medallones dorados que se pierden entre la maraña de pelo, cogote prominente y suelen caminar junto a otro semejante que asiente a todo tipo de aspavientos, mientras sus mujeres caminan por detrás poniendo aire de por medio. Tampoco podrían faltar los jóvenes chaparros de gimnasio, piel brillante y pelo engominado que notan cómo se termina el verano y tendrán que volver a pasar desapercibidos cuando caminen por su ciudad con ropa. Pero sin duda, los mejores son los ancianos que se ponen el traje de baño igual que Manuel Fraga Iribarne en la famosa foto de él saliendo triunfante del agua en Palomares tras el accidente nuclear. De esta forma quiso tranquilizar a la población acerca del suceso, demostrar que el hecho de que cayeran cuatro bombas atómicas norteamericanas en Almería no representaba problema alguno. Los mayores no necesitan meter barriga, para eso llevan el traje de baño por encima del ombligo. Ya nadie les increpa que son demasiado viejos para andar por allí enseñando su carne trémula, porque en realidad, ningún pasado fue nunca mejor del todo. 

Después de refrescarse, se sientan a jugar al ajedrez en un banco en plena calle, mientras algunos observan con cara de interés la partida. Seguro que si las grabaran y colgasen en Youtube, muchos las verían y se convertirían en yayoinfluencers, al igual que ya hubo los yayoflautas, que junto a los originales perroflautas se pasaron de moda.  Noe comentó que esos señores podrían formar parte de una cuadro, viajando a lo largo del tiempo y el espacio en un platillo volante jugando al dominó, porque la misma visión se repite una y otra vez en muchas culturas y épocas, desde Algeciras a Estambul y más allá.

Cuando lo dijo, yo me acordé del ovni más famoso del mediterráneo, que no es otro que el que había justo antes de llegar a Benidorm. Siempre quise entrar, pero solo lo veíamos de pasada, cuando llegábamos al apartamento donde pasábamos dos semanas. Su presencia significaba terminar un viaje en coche que se eternizaba, o despedirse al volver a Bilbao, del olor a pino por las noches hasta el año siguiente. Se trataba de la discoteca más grande de Europa en los años setenta, llamada CAP 3000, con forma de platillo volante y en la cual supuestamente ofrecieron conciertos de Led Zeppelin y James Brown entre otros. Fue toda una revolución en el ocio nocturno, pero mis padres no eran muy dados a salir de juerga por las noches y menos con sus hijos que no llegaban a los seis años. De aquella, parecía el colmo de la modernidad, pero viendo fotos ahora, se asemeja a las naves espaciales de las películas de ciencia ficción de los años cincuenta, con una silueta cuadriculada cual coche de la época. Supongo que ya no existirá, pero a lo mejor se ha reconvertido en un supermercado y Juan Roig, recordando su juventud y melena a juego con pantalones de campana, ha ordenado mantener el mismo aspecto por fuera. Ya veo el cartel publicitario y todo: Mercadona, precios y calidades de otra galaxia.

La playa se terminó y al llegar al dique de escollera, seguimos por el paseo marítimo. Caminamos junto a los edificios construidos hace décadas, que siguen intactos, con los mismos toldos que se despliegan a base de una manivela que termina en garfio. En cada bloque, todas las lonas mantienen una férrea disciplina en cuanto a su tonalidad. Parece como si cada torre dispusiera de su propio color insignia cual casa medieval y se enfrentaran en silencio los unos con los otros, sin que nos demos cuenta, igual que no nos enteramos de la entretenida vida social que mantienen los perros cuando se cruzan por la calle, llena de trifulcas e intrigas incomprensibles. En su día, los pisos parecían grandes rascacielos que abarrotaban toda la costa, pero tras visitar las atrocidades urbanísticas de Hong-Kong, la construcción en el litoral mediterráneo parece casi un descanso visual, con toallas que cuelgan de los balcones a modo de banderas y que representan mejor que éstas a la mayoría. Los bajos comerciales que antes vendían flotadores y gafas de bucear han sufrido una evolución natural hacia bazares regentados por chinos y en las terrazas, algunas familias de foráneos perdidas, cenan menús tristes con tantas pintas de cerveza sobre la mesa que no se sabe si los niños también las consumen. Todos en silencio, lo cual personalmente agradezco, pero también da un poco de pena porque no parecen pasarlo muy bien, sino que vienen al sol porque es lo que hay que hacer, igual que esas noches que salías a los bares por pura inercia, cuando ya no hacía ilusión, pero no habías encontrado otra cosa a la que dedicar el tiempo.

En cierto modo, así he percibido la vuelta al turismo de sol y playa, como la familia extranjera que parecía vencida, pero sin otra alternativa. Ya hace tiempo, se decía que en España íbamos a ser los camareros de Europa y lo veíamos denigrante. Gracias al COVID 19, por lo menos este verano, ni eso. Lo dijo todo la simpática dependienta del Museo Ruso de San Petersburgo en Málaga: ¡Este año faltan nuestros guiris! Igual que cuando empecé a trabajar y se acuñó el término mileurista como algo precario y ahora se ha convertido en el sueño de muchos.

˘

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