Aquel olor a lápiz
me recuerda al colegio.
Así empezaba una canción que acaba de cumplir treinta años y que no hace mucho escuché de nuevo por casualidad. No rememoré el olor a grafito que quedaba impregnado entre los dedos, si acaso noté el cielo gris que cubría ese día Oviedo, pero sí me acordé del verano de 1990, cuando Saddam Hussein invadió Kuwait, cuando salió el disco Lovey, cuando la educación primaria había quedado atrás con la siguiente frase de despedida hasta septiembre de un buen amigo de la época: “No juegues con la fisión nuclear”. La guerra fría parecía acabarse, nuevos enemigos a punto de crearse y yo me preparaba para comenzar la educación secundaria dejando pasar el verano en España, colándome en las discotecas sin la edad requerida, para comprobar lo poco que me gustaba la música que ponían, pero sí la oscuridad, pensar que estaba haciendo algo prohibido y lo más importante, ver a las chicas que bailaban.
En septiembre volvieron las responsabilidades, el instituto y con ello nuevos profesores y compañeros, porque lo bueno de la adolescencia es que todos los otoños la vida comenzaba de nuevo y lo de atrás apenas contaba. No como la vida adulta en la que los años se amontonan unos encima de otros sin cambios significativos, sin dejar nunca atrás la basura que vamos acumulando.
Quizá los docentes que más recuerdo son los de literatura, los que me introdujeron en apreciar la lectura y la escritura, porque era lo único que hacíamos en clase, leer y escribir sobre lo que leíamos. Mr. Peterson era alto, desgarbado, con los ojos y boca abatida, como si te mirara un sabueso que parece que siempre está triste. Llevaba chaquetas de tweed que colgaban de unos hombros caídos y acompañaban a una pajarita que le daba un aspecto británico. Sus movimientos siempre eran lentos, su habla también, pero de repente, cuando parecía que se iba a apagar cual muñeco que se queda sin pilas, soltaba alguna ironía que hacía que todos nos riéramos. Su energía vital siempre andaba bajo mínimos, pero todo el mundo parecía respetarlo. Yo el primero, ya que me enseñó a no tenerle miedo a redactar y superar así el trauma de años anteriores cuando no sabía sobre qué escribir en clase y mis redacciones quedaban a veces en blanco. También ayudó que mis padres me compraran un procesador de textos para el ordenador y ya podía borrar, hacer y deshacer a mi antojo. Ya no conservo los ensayos de aquellos años, llenos de palabras pretenciosas sin digerir que encontraba en un diccionario de sinónimos y que escribía mientras pudieran sonar todas las marchas de Edward Elgar: Pompa y Circunstancia. Versaban sobre distopías futuras, la primera guerra mundial desde un punto de vista literario, o el libro que todo adolescente estadounidense lee y que ya es un lugar tan común que no merece la pena ni nombrarlo.
Todo lo hacíamos obligados, pero seguramente que gracias a ello, hoy en día me ha dado por escribir. Así se lo hice saber un día por Facebook al profesor de literatura que tuve al año siguiente. Mr. Mendick, ahora Neil. Desprendía mucha más vitalidad que su antecesor desde su baja estatura y pelo que nacía muy lejos de donde luego lo colocaba. Una soltería empedernida escondía una homosexualidad que quizá no hubiera sido entendida hace treinta años, en pleno apogego del SIDA y cuando todavía se relacionaba directamente dicha enfermedad con una condición sexual estigmatizada desde siempre. Supongo que la asociación de padres lo hubieran crucificado de haberlo sabido, pero yo no recuerdo comportamiento sátiro alguno con sus alumnos, todo lo contrario, solo ilusión por los libros y el teatro.
Apreciar las cosas al instante solo está al alcance de muy poca gente, por muchas terapias de mindfulness que se vendan. Siempre despreciamos el presente y solemos mirar hacia atrás para darnos cuenta de que lo hecho tampoco fue tan desastroso. Así lo hacía yo entonces con catorce años, cuando mis quehaceres eran leer y escribir. Aborrecía lo que ahora supone un pasatiempo, mientras que los deberes son otros. Casi todos los adolescentes andábamos pendientes de asuntos más banales que la literatura, por ejemplo de la serie que en España se llamó Nuevos Policías y que sacó a Johnny Depp del anonimato. Se trataba de unos policías con aspecto juvenil que se infiltraban entre los alumnos de los institutos para resolver casos, muchas veces relacionados con el tráfico de drogas, otro de los grandes miedos de la época junto a un posible holocausto nuclear. La serie no es de las que aguanta el paso del tiempo. Los guiones hacen aguas por todos los lados y se nota la moralina, la propaganda política a la par que intentar de forma torpe dar a entender que no se es racista ni machista porque los personajes incluyen a una policía afroamericana, un asiático y dos caucásicos, uno de los cuales se comporta como un payaso y el otro es serio y rígido. Eso sí, luego la mayoría de los criminales eran negros, por lo menos en la primera temporada.
Aun así, sin llegar a percibir matiz ideológico alguno hace décadas, nos gustaba tanto la serie que llegamos a sospechar que un compañero nuevo de ese año, en realidad era un policía encubierto. Se llamaba Sebastian, sin tilde, para que el énfasis se ponga en la primera a, tal y como todo buen angloparlante lo pronuncia. Una compañera de trabajo de mi padre, afincada en Manhattan desde siempre, decía que era de San Sebastian, pronunciado de tal forma, suave, casi aristocrática. Mi padre solía comentar entre risas que pronunciado así no parecía muy creíble su origen guipuzcoano. Era una mujer adelantada a su tiempo porque a pesar de su avanzada edad y pelo cano corto, llevaba pantalones de cuero. No había seguido el camino convencional para una mujer de su generación.
Mis amigos y yo enseguida simpatizamos con Sebastian. Pronto se apuntó al equipo de fútbol del colegio. Yo también, casi arrastrado por mi padre para que hiciera algo de deporte y dejara por un rato los videojuegos. En el instituto pensaron que al provenir de España, se me daría bien un deporte tan europeo, así que me dieron el uniforme y sin vocación alguna formé parte del equipo. Pronto se dieron cuenta de la triste realidad, así que la mayor parte del tiempo me quedaba en el banquillo comiendo naranjas cortadas en gajos que traían las madres. De vez en cuando me sacaban a jugar para evitarme una diabetes a base de cítricos. Yo salía pensando más en mis naranjas que en el partido, como aquellos soldados que reptan desde la trinchera dando tiros al aire y corren hacia cualquier lado sin saber muy bien qué hacer o a dónde ir. Lamentablemente, así somos la mayoría en la vida civil, hacemos bulto. En la guerra también, pero por lo menos allí se agradece la ineficiencia.
A Sebastian se le daba mejor el deporte. Parecía mayor que nosotros. Cuando terminaba cada partido se despedía y a lo lejos le esperaba su padre, otro tipo que parecía muy joven para tener un hijo adolescente, también con pelo largo. ¿Acaso sería su compañero? Debido a su melena rubia siempre le llamábamos Sebastian Bach, igual que aquel cantante de los ochenta que se ligaba a todas con su voz que llegaba a tres octavas, su pose de malo y nombre artístico que le quedaba un poco grande. Sus letras parecían sacadas del mismo diccionario que utilizaba yo, porque normalmente eran abstractas y llenas de grandilocuencia, sin darse cuenta de que por muchas palabras bonitas que se junten no significa que el texto sea bueno en su conjunto. En ocasiones sí se entendían. Algunas hablaban directamente de revueltas juveniles un poco pueriles, de adolescentes problemáticos que terminaron en la cárcel por homicidio involuntario, o baladas cursis sobre el desamor que todavía no habíamos vivido en persona. Envolvían mundos tan distantes para nosotros que no podían más que atraernos y supongo que en eso consistía su negocio, en parecer extravagantes en su forma de vestir y comportarse. Porque el nombre de otro de los miembros, el bajista, no se quedaba atrás, ya que se puso Rachel Bolan, quizá en honor a su madre y al cantante de T. Rex Marc Bolan, el padre del movimiento Glam de los años setenta. No en vano, muchos grupos de los ochenta fueron apodados como Glam Metal, pero no tengo del todo claro si tendrá algo que ver con el nombre del músico. Por lo menos, su referencia no se encontraba tan lejana, igual que el propio Bolan resulta de una contracción de Bob Dylan, que a su vez es un homenaje al poeta Dylan Thomas, cuyo nombre se lo pondría su madre que se llamaba Florence. Además de poder disfrutar de un nombre con un árbol genealógico ilustre, la mayor hazaña del bajista fue unir un pendiente de la nariz con otro de la oreja mediante eslabones metálicos, como quien desconfía de que le roben la cartera y la une a una hebilla del pantalón con una cadena. Lo que nunca supe es si tenía miedo a perder la nariz o la oreja.
La temporada de fútbol terminó y Sebastian se esfumó de un día para otro, de repente, sin despedirse, lo cual demostraba para nuestros adentros que era un policía. Supongo que vería que mis amigos y yo éramos unos pringados que nada teníamos que ver con drogas o delitos varios. Éramos unos tristes que jugaban con videojuegos, veían la tele, andaban en bicicleta o comían pizza. ¿Qué esperaba? ¡Teníamos catorce años! Lo más cercano a un crimen fue cuando desarmé unos petardos que tenía y junté toda la pólvora para meterla en un tubo de pegamento de barra vacío. Pensaba que había fabricado un cartucho de dinamita, el cual probamos en un buzón de correos que ni siquiera llegó a saltar por los aires como habíamos planeado. En eso quedaron tantas horas de escuchar música reivindicativa sobre montar gresca.
La vida siguió y la marcha de Sebastian quedó en el olvido, pero de algún modo fue premonitoria. En su momento, Skid Row, el grupo de Sebastian Bach, disfrutó de cierta fama, igual que muchas bandas de rock duro ochenteras. A comienzos de los noventa, seguían pensando que su cresta de la ola duraría quizá para siempre, porque así vivimos todos, pensando que nada termina por mucho que sepamos que sí lo hará. Después de lanzar su segundo L.P en 1991, el mejor en mi opinión, ignoraban lo que vendría poco más adelante, igual que muchos de los habitantes de Chile, que durante el verano de 1973 no se imaginaban lo que estaba a punto de acontecer. Todas las bandas que empezaron sus carreras vestidas de cuero y con laca en el pelo quedaron enterradas en una fosa común y en menos de tres años ya no había restos de casi nada. Todo gracias a unos tipos sin nombres artísticos rimbombantes, sin letras tan presuntuosas como mis ensayos del colegio, sin ropa extraña.
Ahora, Sebastian Bach manda tuits a Britney Spears, dándole consejos para que deje de cantar. Se encuentra caído en desgracia, olvidado y deformado, como tantos. Sus videos se parecen a las parodias que hacía Muchachada Nui, llamadas Celebrities. Solo le falta salir en algún Reality y recordar las viejas juergas, las barrabasadas homófobas, las peleas sin sentido, su belleza andrógina de la que ya no queda atisbo alguno y con la cual incluso bromearon Beavis & Butt-Head en su día. No conserva nada, ni siquiera huellas de haber sido guapa, como las prubitinas ancianas a las que el ovetense Pablo Und Destruktion daba un cafetín con leche y mucho Trankimacín para que no sufrieran, en su canción apocalíptica ¡Mamina, qué pena! Quizá al cantante norteamericano le faltó elegancia y al final eso se paga.
¿Pasará algo parecido en este 2020 tan extraño? Muchas costumbres que dábamos por hecho que durarían para siempre, parecen haber desaparecido de repente, casi de la noche a la mañana, como lo hizo Sebastian, Skid Row, o el gobierno legítimo de Salvador Allende a pesar de los graves desequilibrios económicos que sufría el país. En realidad, todos los cambios se cuecen entre bambalinas mucho antes de que ocurran, pero los mortales somos los últimos en enterarnos. Lo único que falla en mi relato es que de Sebastian, el supuesto policía, jamás volví tener noticia alguna. Quizá siga vivo y me destroce el argumentario, porque los demás murieron en vida o pasaron al más allá.
“Me encanta hablar de nada, es de lo único de lo que sé algo” Oscar Wilde.
Qué divertido leer esto: Bach, Marc Bolan, Bob Dylan, Dylan Thomas… El Sebastian al que te refieres lo recuerdo como un cantante de voz descomunal. Pocos humanos en la tierra pueden igualar lo que este joven cantó en las ultimas notas del himno adolescente «Eighteen and Life» o en la enorme pieza «Wasted Time». Sus notas tan altas suenan inusualmente poderosas. Pero claro, el destino de estos grupos instalados en la frivolidad, el glamour, el canal MTV, la juerga y el sexismo, era irremediablemente la extinción.
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Muchas gracias. Me alegro de que hayas pasado un rato entretenido. En cuanto a Sebastian Bach, me temo que su gran voz era inversamente proporcional a su cerebro. Un abrazo.
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