– ¿Cómo nos reconoceremos en el aeropuerto?- pregunté yo
– Cuando veas a un señor gordo con tirantes y moscas a su alrededor, ese seré yo.
Así transcurrió la conversación telefónica con un compañero de trabajo un día antes de viajar juntos a Trípoli por un proyecto de saneamiento en la capital libia. Efectivamente, en Madrid me encontré con todo un caballero. Sí, le sobraban algún que otro kilo y unos tirantes sujetaban sus pantalones, pero las moscas debieron de quedarse en casa o simplemente formaban parte de su gran sentido del humor.
Anteriormente, yo ya había estado varias veces en la pacífica ciudad que Gadafi mantenía ordenada a base de represión y silencio. Ya había recorrido sus calles casi vacías de noche, solo, con la única compañía de algún envoltorio mecido por la brisa mediterránea que siempre se hace notar y con el recuerdo de la visita al arco triunfal construido en honor al emperador romano Marco Aurelio casi dos mil años antes. En el año 165 después de Cristo, cuando se construyó el monumento, todavía faltaban unos siglos para que el islam se hiciera dueño de la espiritualidad de gran parte de oriente medio y el norte de África. Por aquella época todavía eran las deidades griegas como, Apolo y Minerva, las que ejercían de patronos en una cultura romana muy helenizada y supongo que por ello grabaron sus estampas en el frontispicio. Hoy en día, numerosos minaretes rodean las bien conservadas ruinas milenarias que aunque estuvieron enterradas durante siglos, la ocupación italiana del país durante el siglo XX se hizo cargo de restaurar. Se construyeron unos pequeños jardines que pasaban casi sin pena ni gloria ante los tripolitanos que caminaban frente a ellos con la misma indiferencia con la que paseamos todos por la ciudad que habitamos.
Fue hace diez años, justo antes del comienzo de la primavera árabe, de la revolución que sirvió de poco, como quien se aburre de su casa y destruye todos los muebles sin tener una idea clara de qué poner después y al final termina por convivir con sillas a las que les faltan dos patas y mesas llenas de agujeros.
Nuestro proyecto parecía ambicioso y difícil de ejecutar, tanto que, cuando empezaron los primeros disparos quedó todo en el olvido, cumpliéndose la máxima de que un problema se arregla con otro mayor. Quedó patente entonces el tiempo perdido en forma de reuniones inútiles cuyo contenido consistía en saludar a la entrada a todos los asistentes de forma interminable, tomar té, hablar cinco minutos sobre lo que se quería hacer sin llegar nunca a ninguna conclusión y volver a despedirse tomando más té.
En ocasiones, la liturgia ocupa todo el espacio que deja el no saber lo que se quiere, o más bien el desear un imposible. Porque una de las propuestas a las que siempre se volvía era la de no derramar ni una gota de lluvia al mar, lo que suponía la necesidad de enterrar tanques de tormenta de un volumen similar a estadios de fútbol. Tanto insistían, que yo buscaba localizaciones y las encontré un día dando una vuelta con mi cámara de fotos, pero resultó ser un cementerio islámico que me invitaron a abandonar en cuanto lo empecé a fotografiar. Siempre con buenos modos, pero a la vez serios, sin ninguna posible grieta por la que colarse. Yo tampoco quería llamar mucho la atención, ya que la siempre lenta burocracia me obligó en esa ocasión a visitar el país con un visado de turista, no de trabajo.
El tiempo que no pasaba recorriendo las calles de bordillos vertiginosos, con solares que acogían escombros, fachadas que algún día fueron blancas y azoteas cual bosques de antenas parabólicas de otros tiempos, lo ocupaba en las oficinas de la empresa constructora portuguesa que nos había contratado. Se habían instalado en una vivienda en la que cada habitación acogía un despacho y parecía como si la dueña no se hubiera marchado y siguiera con sus rutinas habituales. Se la veía limpiando, saliendo a hacer la compra o cortando verdura en la cocina que luego servía a todos. A veces, yo salía al jardín a hablar por teléfono y ella aparecía a echar un balde de agua sucia al césped o a regar el camino de tierra salpicando gotas con la mano. Se trataba de una señora universal a pesar de su origen libio, en el sentido de que la he visto repetida en todo tipo de culturas una y otra vez. Se llaman madres, y nos cuidaba como a sus propios hijos, siempre con una sonrisa y dispuesta a bromear con todos. Creo que ella fue la única que cumplió con su cometido. Los demás solo rellenamos el tiempo hasta que vino la guerra sin llegar nunca a construir nada. Eso sí, dimos muchas vueltas a ideas peregrinas con no pocos momentos de tensión y cierta teatralidad propia de la profesión. ¿Qué sería de ella?
Por las noches, mi colega, al que había conocido en el aeropuerto, y yo, salíamos a cenar. Me contaba batallitas de ingeniero veterano que versaban sobre los buenos tiempos de la profesión, cuando no se escatimaba en gastos y en las escuelas de ingeniería intentaban hacernos creer que formaríamos parte de algo así como una élite. Lo que hacíamos en realidad era estudiar las propiedades del hormigón y el betún, sin mencionar nunca a la persona, que como mucho, representaba en ocasiones una carga muerta encima de una estructura o una unidad de contaminación. Nunca me lo llegué a creer y menos cuando fui a Inglaterra de intercambio y allí, a pesar de también disfrutar de carreteras, agua corriente, puertos y redes de saneamiento, los ingenieros civiles no disfrutaban de prestigio alguno, pero sí es verdad que la formación matemática fue excelente y de algún modo gracias a estudiar las series de Fourier y los símbolos de Christoffel, ahora sé quitar bien el IVA a los precios. Todo lo relacionado con el ser humano, ya lo intenté aprender como pude.
Mi compañero, que pongamos que se llama Manuel, procuraba mostrar lo aprendido en humanidades comportándose con empatía hacia los demás en el trabajo. Desconozco si en las escuelas de ingeniería de antaño favorecían dicha actitud, o ya le venía de serie, pero recuerdo que durante la anterior crisis, un día que hablamos por teléfono, me contestó lo siguiente:
-¿Qué tal?
– Vengo de vomitar, me he visto obligado a despedir a cuatro empleados.
Las formas siempre son importantes. El finiquito será el mismo, pero ayuda que te lo comuniquen en persona, en vez de por teléfono o correo electrónico y que lo pasara mal después, demuestra que no tiraste tu vida compartiéndola con orangutanes que creíste humanos.
Descolocaba siempre con sus ocurrencias, pero su talento consistía en poder decir lo que quisiera sin llegar a ofender a nadie. Cuando le apretaban las tuercas, invocaba a su hija y que lo sentía pero no podía permitirse el lujo de morir de un ataque al corazón y dejarla huérfana. Eso sí, nunca se escondía. Asumía las culpas sin dejar nunca a nadie en la estacada.
Un día, antes de descansar para ir a comer, bajamos a su coche y de él cogió una maleta mientras decía:
-El matrimonio consiste en transportar bultos de un sitio para otro.
En las reuniones, cuando todos esperábamos a que arreglaran la videoconferencia, que nunca llegaba a funcionar bien del todo, Manuel no podía evitar mirar a mi jefe y proponerle:
-¡Ángel, canta unas asturianadas!
Algunos quizá lo vieran como poco serio, pero sus bromas me parecían mucho más profesionales que el trabajo de otros que alardean de ello.
Este verano, otro compañero y amigo me comentó que se había jubilado, que estaba feliz porque ya no tendría que tragar con nada. Yo me lo imagino caminando con sombrero Panamá, con los pulgares tras los tirantes, al lado de su esposa e hija. Espero que no haya adelgazado ni se haya afeitado, porque derribaría un mito y hay ciertas imperfecciones y barbas que rebosan vida.
De repente nos encontramos con ese tipo de personajes míticos que se quedan con nosotros para siempre. Gracias por el escrito Hombre superfluo, siempre es un placer leerte.
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¡Y tanto! Gracias a ti Jaime por tus amables palabras. Un abrazo.
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