A día de hoy, cuando me despierto por las noches, suele ser por algún recuerdo en forma de remordimiento o debido a semillas de futuros arrepentimientos en caso de no tomar medidas a tiempo y a las que termino por no hacer demasiado caso porque, al igual que el embrión de los monstruos, al principio no parecen muy amenazadores.
En cambio, hace años me despertaba por las noches con grandes cuitas que me carcomían, como por ejemplo al no entender en qué consistían las derivadas o las integrales explicadas en clase aquel día en el colegio. Me levantaba incluso de la cama y abría el libro de matemáticas para adentrarme de nuevo en el cálculo infinitesimal más rudimentario hasta quedar satisfecho, que suele consistir exclusivamente en ir un paso más allá del punto de partida, no necesariamente en llegar al punto de llegada. De alguna forma, pretendía adentrarme de lleno en los nudos que no comprendía para desmenuzarlos, pero me conformaba con esos pequeños pasos dados. Me henchía de orgullo y vanidad por creer que el cosmos se encontraba dentro de mi cabeza al pensar que la derivada no era más que una especie de velocidad de desarrollo de la curva y la segunda derivada no era más que la velocidad de la velocidad, es decir, la aceleración, pero no iba más allá. Porque comprenderlo todo a nivel molecular es casi imposible, además de contraproducente por la pérdida de perspectiva que supone.
Sin embargo, ahora siento que me limito a pasar por encima de los problemas que no comprendo a modo de velatorio. Me siento al lado para acompañarlos, los observo y deseo que por lo menos alguno de ellos desaparezca solo. Nunca lo hacen del todo, solo se diluyen lo suficiente para no distinguir los unos de los otros, como cuando uno desaparece entre una multitud.
También me despiertan obviedades tales como que nunca nadie ha vivido, ni viviremos, en un momento que no sea el más adelantado de la historia. Nos vemos abocados sin querer a bregar con una vanguardia permanente, carne de cañón del mañana, como Buster Keaton en el El Maquinista de la General, que sentado en el morro de una locomotora, iba quitando las traviesas de las vías que habían colocado como obstáculo quienes raptaron a su amada. Nunca podremos vivir el presente desde el vagón de cola, desde treinta años antes por ejemplo. Nunca podremos sobrevivir al lunes desde la placidez del sábado. Intento profundizar en el tema, pero resulta difícil porque lo trivial suele además presentarse como somero, con un recorrido corto. En esos momentos me entra cierto vértigo que me impide levantarme como lo hacía antes y casi siempre me duermo de nuevo, más que nada por puro aburrimiento.
No pienso en las rectas asíntotas que buscaba cuando estudiaba y que reflejaban cierta estabilidad en el folio, hacia donde convergían las funciones, no como los aparentemente indómitos senos y cosenos llenos de volatilidad. La asíntota representaba una guía hacia la eternidad, la cual nunca se podía sobrepasar, porque para ello se encontraría uno con ella en el infinito. En cierto modo, eran un poco deprimentes porque rezumaban la misma tranquilidad que un encefalograma plano y cuanto más te acercabas a ella, más lo abarcaba todo aquella planicie mesetaria y menos sentido tenía la función que habías conocido anteriormente. Me recordaba un poco a estar muerto. Al seguir moviéndote hacia adelante cual fantasma, veías tu vida cada vez más alejada en el pasado, desenfoncada en la lejanía porque ya sólo podías contemplar de cerca a tu nueva amiga inseparable, la asíntota.
La distribución normal o campana de Gauss también me atormentaba, porque se asemejaba al auge, cúspide y decadencia que tanto abunda en todo, en la música, en el cine, en la literatura, en el amor, en las pandemias, en las amistades, incluso en los aguaceros de lluvia o los mercados financieros.
Si da la casualidad de que surja lo que sea, eso ya es un milagro de por sí. Todo suele comenzar bien, creciendo aceleradamente y cada día parece mejor que el anterior. Pero sin todavía apreciarlo si no se sabe derivar, llega el temido punto de inflexión, cuando la segunda derivada de la curva se iguala a cero. Aparentemente, todo sigue transcurriendo con normalidad, mejorando, pero de forma imperceptible se va perdiendo fuelle hasta alcanzar la cumbre, cuando la primera derivada es igual a cero. A partir de ese punto comienza el declive casi de forma simétrica y se decrece hasta alcanzar el punto de origen, dejando atrás una montaña de decepción. “La derrota es más humana…”, dijo un día el gran Arsenio Iglesias, entrenador de fútbol y gallego. La derrota y la decepción siempre van unidas.
Me di cuenta pronto de que los comportamientos exponenciales indefinidos son incompatibles con la realidad en la mayoría de los casos, que el crecimiento indiscriminado adornado de positivismo ilusorio es atroz, que el logaritmo acota mejor nuestras vidas con su freno, con su utilidad marginal decreciente, pero no fue hasta estudiar a Joseph Fourier cuando encontré a mi matemático favorito.
Nació en Francia en plena ilustración, en la segunda mitad del siglo XVIII. Al ser el hijo de un sastre humilde pasó penurias económicas durante su infancia, pero gracias a unos monjes benedictinos logró una buena educación en la que pronto destacó como matemático y orador. Siendo veinteañero, participó en la revolución francesa como republicano, pero se opuso al régimen de terror propiciado por un enajenado Robespierre y si no fuera porque éste fue derrocado, hubiera sido guillotinado. Debido a los nuevos valores republicanos en los que se valoraba el talento sin tener en cuenta la procedencia u ascendencia, Fourier pudo profundizar en sus conocimientos matemáticos y ser alumno aventajado de Lagrange y Laplace para luego ser nombrado director de educación matemática en la nueva École Polytechnique.
En 1798 fue reclutado por Napoleón Bonaparte para acompañar a los soldados en su expedición a Egipto como director de la Comisión de las Ciencias y las Artes, formada por ingenieros, matemáticos, astrónomos, químicos, poetas y todo tipo de eruditos que se encargarían de estudiar todo lo referente a Egipto y entre otras cosas, descubrir la Piedra Rosetta. En 1801, Fourier volvió a Grenoble y fue nombrado prefecto del Departamento de Isrè. En su casa albergaba la mejor colección de antigüedades egipcias de toda Francia y gustaba de mostrarla a sus amigos y colegas de profesión.
Un buen día, el invitado no fue ningún sabio, sino un niño de apenas diez años que como premio a su brillante expediente en el Instituto de Grenoble, tuvo el honor de visitar la colección de Fourier. El joven quedó hechizado por todo lo que vio aquel día y preguntó a Fourier si sabía lo que significaban los jeroglíficos de la copia de la Piedra Rosetta allí presente. Fourier contestó que obviamente no sabía lo que representaban, pero el niño en un alarde de altanería dijo que él los entendería algún día y así fue. Aquel niño no era otro que Jean-François Champollion, el mayor egiptólogo de toda la historia que descifró la Piedra Rosetta años después.
En Egipto, parece que Fourier se obsesionó con el calor que allí sufrió. Le intrigaban los poderes curativos que atribuía al sol y a su vuelta a Francia quiso estudiar la propagación del calor. Unos amigos lo encontraron un día en su casa de Grenoble ataviado cual momia en una habitación caldeada en exceso. Sudaba. Puede que incluso pensaran que había enloquecido cuando aseveró:
“El calor, como la gravedad, penetra en todas las sustancias del Universo, sus rayos ocupan todas las partes del espacio. El objetivo de nuestro trabajo es establecer las leyes matemáticas a las que este elemento obedece. La teoría del calor formará a partir de ahora una de las ramas más importantes de la física general”
Estaba en lo cierto y gracias a su aportación a las matemáticas se pudieron estudiar mejor todo tipo de ondas, tanto sonoras, como luminosas. Joseph Fourier fue quien supo representar cualquier función periódica a base de combinar curvas más sencillas como los senos y cosenos. Cuantos más componentes utilizara, la aproximación sería más certera, asemejándose la simplificación del problema a la representación digital de una imagen mediante píxeles en vez de incluir la totalidad de la realidad que cabe en una foto analógica, cuya información es infinita.
Solo con él comprendí que no podemos más que llegar a aproximarnos a la comprensión de los problemas recurrentes a base de combinar soluciones con múltiples componentes. Es decir, que ni la solución, ni las causas del contratiempo en cuestión, son únicas, ni arreglan del todo el problema, pero quizá sí lo suficiente, a base de aplicar parches y más parches. ¡Para que luego digan que las matemáticas son meros números fríos!
Un placer leer esta interacción entre literatura y matemática. La casualidad hace que mañana esté explicando a mis alumnos las series de Fourier. A mí me gusta pensar que la realidad, incluso la más simple como el calor, es tan compleja que en ocasiones la teoría se muestra impotente para explicarla en todo su esplendor y cabe recurrir a simplificaciones, reducciones, aproximaciones y estimaciones. Por eso en matemáticas a veces uno no describe a la perfección el objeto, sino que se contenta sabiendo que existe y que vive en un hábitat con cierta forma. Creo que la ciencia es una buena forma de no despegar los pies del suelo, constatar que el conocimiento puede ser muy complejo, y la literatura una herramienta que, de vez en cuando, nos permite levitar.
Un abrazote, compañero. Adelante!
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Gracias, gracias. Con la literatura se pueden hacer muchas más piruetas que con la ciencia sin parecer ridículo. Así que sí, con la ciencia mantenemos los pies en el suelo y con la literatura levitamos 😉
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