Nunca se me ha dado bien hablar por señas. Debería aprender, porque oigo bastante mal, pero no suelo entender los gestos que hacen en las películas los soldados que están a punto de asaltar al enemigo y se comunican haciendo círculos extraños en el aire con los dedos. Tampoco comprendí muy bien a la vecina de enfrente cuando un día aduló la siempre elegante figura de Camilo en la ventana. A ambos nos separaba una calle suficientemente ancha como para no poder hablar, ni siquiera a voces, pero no lo bastante como para no poder vernos. Ya me gustaría tener un balcón y sentarme a ver a la gente que pasa por delante con la excusa de que salgo a fumar, pero ni fumo, ni disponemos de terraza, así que me tengo que conformar con acompañar unos segundos al gato cuando se sube al alféizar por las mañanas. Mientras busca palomas que nunca cazará, nada más subir yo la persiana, cubro el cupo de mirón cotilla de la tercera edad.
Algunos días, la vecina se asomaba a la ventana con una bata rosa y pelo sujeto con horquillas para sacar a ventilar los edredones y colocar el colchón a modo de barricada. Por un rato los posaba encima de la bandera rojigualda que colgó hace años para contribuir a ese episodio tan estrepitoso como vano, que no es otro que jugar a los países desde una dialéctica con tan poco fundamento que provoca más bostezos que indignación. Me gusta que el costumbrismo supere a la épica un tanto ridícula presente en la política y que por un momento, quitar el polvo a las mantas no suponga ofensa alguna a ninguna bandera cuando es tapada. Otros vecinos quitaron las suyas pasado el fervor, como los operarios que retiran las que lucen los autobuses públicos de Oviedo con la Cruz de la Victoria una vez transcurridas la festividad de San Mateo. Pero ella no lo hizo y ahí seguía la pobre enseña deshilachada y descolorida por ese sol que dicen que es tan débil en Asturias. Se parecía a la de los ejércitos cuando vuelven a casa derrotados después de una cruenta batalla, pero la suya no había sufrido guerra alguna, sólo ondeaba atada a un balcón cual toalla que se cuelga a secar junto a las macetas. Simplemente sufrió el paso del tiempo, que no es poco.
En ocasiones, me entraban ganas de ir a un bazar, comprar mi primera bandera y regalársela. Así podría conversar con ella sobre felinos y quejarnos amargamente de que los tejidos ya no son lo que eran, que al cuarto lavado los colores vivos se tornan pardos. Quizá me sorprendiera y me dijese que se le olvidó quitarla, que le pasaba lo mismo con el Nacimiento de navidad y que hubo un año que lo retiró en noviembre para volverlo a colocar después al mes siguiente, así que ya lo dejaba puesto todo el año en ese lugar cuyo nombre aglutina mucho más consensos que la bandera nacional. Por lo menos antaño, se llamaba salita.
Otros días la veía barrer, mientras un hombre mayor y encorvado desayunaba detrás de ella, justo antes de afeitarse, vestido con la camiseta blanca de tirantes de rigor. Por la calle, seguro que el señor lleva una camisa recién planchada, además de chaqueta con un pañuelo en la solapa y su esposa luce el mismo peinado y la ropa elegante de otro tiempo que podría vestir Jane Fonda, pero en casa se despojan de todo lo accesorio y se calzan de cotidianidad, mostrando su interior. Es probable que las parejas nos hayamos cruzado alguna vez por la ciudad sin ni siquiera reconocernos, porque solo nos asociamos a esas ventanas enfrentadas, alejadas de Matrix y que denominamos hogar, nuestra nave particular, nuestra Nabucodonosor. Ellos bien podrían llamarse Maritrini y Neodimio, pero nunca Trinity y Neo. Para ello tendrían que quitarse cuarenta años de las espaldas.
Lo que se les ve comer por las mañanas poco tiene de glamuroso, mientras que fuera, puede que acudan a los mejores restaurantes de la ciudad. Solo en la intimidad encuentra uno la ocasión de enfrentarse a un plato con lonchas de jamón de York y un yogur Yoplait sin ser lapidado. Lejos de resultar indigno, sirve para purgar todo el ruido que crean las sucesivas fotos de espumas con sabor a cilantro y ternera de Kobe. Son los alimentos silenciosos los que nos salvan de flotar hacia la estratosfera y perdernos en la tontería.
No puedo identificar desde cuándo, pero me he dado cuenta de que la bandera ya no se encuentra donde estaba. Desconozco si simplemente se ha cansado de ella o ha perdido la fe en un país hecho a trompicones, a base de un poco de heroísmo, resignación y muchos tiros en el pie. El caso es que parece que ya no tiene sentido regalarle una nueva. La excusa para conocernos se ha evaporado, porque siempre se necesita un pretexto para todo. Al entregarle mi regalo yo me hubiese quedado con la suya, para guardarla en un cajón y que la encuentre quien quiera que desocupe nuestra casa. No conocería la anécdota y se preguntaría si padecía algún patriotismo oculto latente, como quien esconde una amante en el armario durante toda una vida sin disfrutar nunca de su compañía.
El edificio no ha cambiado en esencia, pero lo veo diferente sin bandera. Me he fijado en el ladrillo caravista que puede formar parte tanto de las fachadas preciosas como de las zafias, al igual que cabe la posibilidad de que el aspecto de la piel sea la misma en personas con semblantes muy dispares. Los remates son de piedra caliza, los balcones de forja y un frontispicio triangular preside el tejado bajo el cual se ve un rótulo de caliza con esa forma de banderola que tanto adorna en los blasones heráldicos, pero en el que nunca nadie ha decidido grabar nada. Cada uno de los rasgos individuales son incluso bonitos, sin embargo el conjunto no resulta atractivo. Tal vez se deba al efecto que produce el edificio contiguo, también de ladrillo caravista, pero con un gran local vacío que ocupa todo el bajo de dicho inmueble. Mi suegro me contó que antiguamente fue un concesionario de coches que lleva décadas sin uso. El escaparate se encuentra cerrado a cal y canto. Parece preparado con maderas clavadas para la llegada de un huracán que nunca veremos, dándole a toda la calle un cariz de transitoriedad, de eterna espera a que algo ocurra.
Cuando Francis Ford Coppola ganó el premio Princesa de Asturias, se programaron numerosos actos. Dio una conferencia a la que asistimos y para la cual sortearon poder hacerle una pregunta. La mía no resultó seleccionada. Al no hacerlo, el jurado fue clemente y no quiso que el homenajeado recordara su propio Vietnam, tal y como fue el rodaje de Apocalypse Now. Yo quería saber qué se sentía al sospechar que la gente veía helicópteros acercándose en el fondo de su mente al escuchar la Cabalgata de las Valquirias y que se acordaban más del director estadounidense que de Richard Wagner. El caso es que también proyectaron sus películas más conocidas en lugares peculiares, como los talleres abandonados de la fábrica de armas de Oviedo, una iglesia desacralizada al lado de donde trabajo, o el antiguo concesionario de coches de nuestra calle. Por unos días, el establecimiento se convirtió en un cine, para lo cual lo engalanaron con luces de neón y cortinas de terciopelo en la entrada, que lo mismo valían para un club de alterne o para una sala hollywoodiense. Y es que la elegancia está llena de sutilezas.
Lo mismo ocurre con las personas. Las colocamos en uno y otro lado de la raya que separa lo hermoso de lo feo sin saber muy bien lo que lo determina. Quizá sea la carpintería de las ventanas, lo que conforma la mirada de una fachada y la convierte en atractiva o nó. Quizá la boca equivale a las puertas, pero nada de ello lo puedo diseccionar, porque al hacerlo, se convierte en abstracto y deja de tener sentido. No importa cuánto piense en ello, pero nunca sabré lo que ocurrió con la mirada de Lauren Bacall después de rodar Tener y no Tener. Parece como si en pocos años se apagara su embrujo, sin que hubiera una razón concreta para ello.
Pocas veces puedo realmente describir con detalle molecular lo que me gusta o disgusta de cualquier cosa. Vivimos a expensas de lo intangible, lo cual irrita. Pero a la vez reconforta no entenderlo todo hasta la última consecuencia. El misterio siempre ha sido una gran fuente de seducción y son los detalles los que construyen dicho imaginario. La intriga nunca se compone de palabras gruesas o directas, sino que se erige a base de vericuetos y subterfugios que casi nunca llevan a ninguna parte, pero por lo menos entretienen. Tampoco las grandes verdades son demasiado fiables, así que ya puestos, más vale una mirada de una mujer fatal del cine negro estadounidense que todos los discursos regurgitados que escuchamos a diario.
Solo espero que los operarios que veo apuntando al techo de esa gran inmensidad que supone el local enfrente de nuestra casa cuando voy a trabajar, signifiquen que finalmente vaya a salir adelante el proyecto de dotarlo con salas de cine en las que repongan películas de cuando mi vecina era joven. Podría ser otro pretexto para conocer a la admiradora de Camilo, si es que todavía se asoma a la ventana, porque hace tiempo que no la veo.
Vecino de la calle Campomanes o Martinez Marina, no puedo ubicarte con exactitud. Por completar la información de tu abuelo, era un concesionario Renault y recuerdo allá mediados los años 70 como lucía tras sus grandes vidrios un Alpine A110, era el escaparate de los sueños y si cierras los ojos con fuerza algún día se cumplen. 45 años después hoy conduzco un A110 moderno, quien lo hubiera imaginado, ni el propio Segismundo porque a veces los sueños realidades son
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Me temo que has descubierto mi escondrijo. Jejeje. Efectivamente, se trata de ese antiguo concesionario de Renault. Hoy he estado con mi suegro y al preguntarle, también se acuerda del antiguo Alpine A110. Un abrazo.
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Jajaja, voy para 51, madre que viejo me siento. Por cierto muy buen relato, me enganchaste totalmente con la vecinita.
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Un gran placer volver a leerte desde el incómodo asiento de un autobús que atraviesa la Península. Creo que deberías subir a la casa a subir la bandera sólo por tener una segunda parte de esta historia. Me quedo embelesado con tu escritura, tus descripciones intercaladas con la reflexión. Gracias por el gran rato. Un fuerte abrazo, adelante!
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❤️
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