El otro día, al llegar a casa, me acordé de esta canción:
Yo era un capo en el ambiente
Derrochaba adrenalina
Me presentaba en Corrientes
Tenía palco en el Colón
Manejaba un convertible
No escatimaba propinas
Las quimeras imposibles
De otros eran mi rutina
No había nacido la mina
Que me dijera que no
Pero pucha, un veintinueve
De aquel febrero bisiesto
Me vi pernoctando un jueves
En un banco de estación
Sin más ajuar que lo puesto
Ni credit card, ni cobija
Las ratas que huían del barco
Del retrato de mis hijas
Me afanaron hasta el marco
Creyendo que era art decó…
Así nos sentimos cuando, al alcanzar las puertas del teatro Palacio Valdés con la lengua fuera, éstas se encontraban cerradas. Dentro, había dado comienzo diez minutos atrás una representación de Pedro Páramo. Nosotros, que éramos unos capos en apurar cualquier quedada hasta lo impensable, derrochábamos adrenalina al encadenar planes imposibles, pero pucha, un dos de octubre de aquel semestre siniestro, nos vimos sollozando en un banco de Avilés, sin Pedro Páramo ni cobija, las prisas que huían del barco, de la carpeta de mi móvil, parecía que nos afanaron las entradas, creyendo que el archivo de pdf era art decó.
He de decir que todo lo que tiene que ver con Pedro Páramo se encuentra maldito para mí. La novela la tengo atravesada desde hace años. La intenté terminar en varias ocasiones, pero siempre me he quedado enmarañado en las páginas de un libro corto que sé que me va a gustar. El problema es que desconozco cuándo.
A modo de aproximar el texto desde otro punto de vista, Noe me propuso ir a ver una versión teatral dirigida por Mario Gas, así que compramos las entradas con semanas de antelación. El mismo día de la representación, un amigo de Cantabria con el que hemos retomado el contacto recientemente nos dijo que iba a ir a Mieres a una feria de coleccionismo a la que es asiduo. No somos especialmente mitómanos de nada, salvo de llegar tarde, pero Roberto relata con tanta pasión su ilusión por lo que popularmente se conocen como frikadas, que no pudimos más que interesarnos por esos mundos de fantasía y miniaturas. Además, podríamos retomar la conversación iniciada hacía unas semanas, la cual había quedado inconclusa y con esa sensación agradable de que daba para más. Las alegrías, al igual que las desgracias, siempre vienen juntas, así que nos hizo ilusión que nos llamara para quedar de nuevo. Los planes parecían compatibles, incluso con más holgura que en otras ocasiones, pero no siempre se cumple con lo más fácil, por mucho que se haya conquistado lo más difícil anteriormente.
A la obra de teatro no llegamos a tiempo, pero a la feria sí, a pesar de lograrlo también a deshora. Nuestro amigo y un colega suyo ya llevaban un rato en la misma o mejor dicho, ya habían dado dos vueltas a todo el recinto, pero no les importó dar otra más con nosotros. Me esperaba encontrar mucho de lo que vimos, pero no descubrir que existía un director de cine español apellidado como yo que en los sesenta había rodado películas de terror de serie B. Lo curioso es que firmaba sus obras como Enrique y mi padre se llamaba Ignacio Enrique, con lo cual fantaseé por un momento con la vida oculta de mi progenitor en un mundo tan diametralmente opuesto al que dedicó su vida profesional. Descubrir algo así sería cómo lo que debieron de sentir las hijas del músico Sixto Rodriguez al darse cuenta de que su padre era un mito en Sudáfrica, mientras que en Detroit, donde vivían, sólo ejercía de humilde albañil que en sus tiempos libres tocaba la guitarra y cantaba.
Un poco más adelante, apilados en una mesa y guardados en sobres de plástico arrugables, me topé con ejemplares antiguos de Interviú, uno de los tabús de mi niñez. En las portadas se encontraban bien avenidas las exuberantes y festivas Cicciolina y Sabrina con las cuentas de Alianza Popular, el caso Filesa e intrigas políticas varias de gente con aspecto circunspecto y corbata colgada bajo la sotabarba. Quizá aquel batiburrillo de revista fue una pista del desenfreno y lujuria que aún estaban por llegar a costa de los desgraciados de a pie que somos los contribuyentes, pero nadie supo leer entre líneas. Al lado, compartían expositor revistas de la transición que iban más al grano, sin intentar disimular cierta supuesta seriedad al intercalar entre carne y carne, artículos de actualidad económica o de gobierno. En ellas se exhibían mujeres como si se tratara de un zoo, sin retocar, bellas a la par que imperfectas y reales, lo cual de algún modo las convierte en más atractivas al verlas desde una actualidad abarrotada de fotos que de tanto corregir fallos, terminan siendo fallidas.
Otra de las sorpresas de la mañana fue encontrarme con cajas llenas de postales antiguas ya escritas. Casi todas felicitaban el santo del destinatario con una letra que dejaba claro de dónde venimos. Adultos que redactaban con letra de niño porque no habían recibido más educación reglada que los palos de la pobreza, u otros tan dignos y solemnes como lo pudiera ser Lorenzo, protagonista de la obra maestra de Basilio Martín Patino llamada: Nueve cartas a Berta.
No se contaban chistes, sino que relataban, con la formalidad pomposa de entonces, lo que les ocurría en cada momento. Para hablar del tiempo siempre había cabida, fuera en Valladolid o en Benidorm, porque celebrar lo trivial siempre ha sido una afición muy saludable.
Ya entonces se quejaban de los guiris que copaban las playas de levante y se malhumoraban cuando fallaba el servicio de telegrafía y debían recurrir a enviar una postal, igual que ahora cuando no funciona Whatsapp y tenemos que llamar por teléfono para explicar los memes.
Se echaban de menos los unos a los otros, tanto como quien despega y se muda a Marte, porque a Valladolid y Gijón les separaba una eternidad insalvable. Por no hablar de lo tierno que me pareció que una sobrina añorara los juegos de magia de su tío o que una abuela enviara a su nieto una postal de Alain Deloin retozando con Briggitte Bardot, todo lo desnudos que permitía la censura para poder así felicitarle el cumpleaños a tiempo. Los maridos firmaban cada tarjeta, pero estoy seguro de que eran ellas las que se preocupaban de escribirlas y enviarlas.
En ocasiones, algunas de las postales guardaban cierta continuidad unas con otras. Los nietos crecían de un año para otro o cambiaba la estación, pasando del verano al invierno y de nuevo al verano, pero quizá, lo único que intercambiaban en todo ese impás eran esas breves líneas que a veces quedaban tapadas por el matasellos. Eran proto SMS’s que tardaban semanas en llegar, lo mismo que el rayo de luz que se envía a otra galaxia. De esta forma, la conversación nunca pasaba de unos preliminares infinitos y quedaba aparentemente hueca cual átomo, pero repleta de la realidad que les tocó vivir.
En cambio, Berta, la que nunca aparece en la película, recibía en el extranjero largas cartas llenas de angustia vital, la nueva enfermedad de moda de los jóvenes según los adultos de los años cincuenta, igual que los intolerantes al gluten ahora, eran unos incomprendidos. La madre de Lorenzo intentaba apaciguar el pesar de su primogénito con un vaso de leche caliente para que se entonara, mientras que su tía le ofrecía algo más efectivo para tal propósito, vino que previamente había introducido con un embudo en una botella con forma de busto del Papa Juan XXIII, el favorito del joven.
No puedo ni imaginar las razones por las cuales alguien pudiera vender sus postales o donarlas para que lo haga un tercero. Porque una cosa es que se pierdan entre las rendijas del tiempo, como si éste fuera una tarima de madera y otra distinta hacer paquetitos para que yo las lea. De mi abuela solo conservo una, escrita desde Calafell y en un cajón quedará.
Tras pensar que ya había cotilleado lo suficiente en la intimidad pasada de los demás, empecé a hojear un libro sobre la contracultura de los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Lo había escrito un señor mayor con traje y gafas. Se acercaba a la generación Beat y a los hippies de San Francisco desde un punto de vista académico, lo cual le otorga ciertas dosis de humor al asunto. Entre sus páginas, apareció un papel amarillento en el que había una poesía escrita. Antes de que pudiera leerla, la mujer que vendía los libros de segunda mano me preguntó por lo que había encontrado. Se lo entregué y casi se desmaya de la emoción porque se trataba de unos versos suyos dedicados a un chico que le gustaba cuando ella tenía doce años. Por un momento noté que ya no se encontraba conmigo, que había vuelto a su niñez. Me contó cómo ahorraba su paga para comprar aquellos libros que en cierto modo eran una ventana de aire fresco en una España encapotada bajo un paraguas gris. Para aquella mujer esos libros representaban lo que Berta para Lorenzo, una vía de escape, que siempre son necesarias, por mucho que luego claudiquemos. Se emocionó, se presignó y guardó el papel en un bolsillo, antes de decir: “¡De eso hace más de cincuenta años!, ¡lo que ha cambiado todo!” Sí y no, pensé, ya que todavía atisbo en la España presente muchos detalles costumbristas que persisten desde hace varias décadas. En algunos aspectos solo se han transmutado las formas. Me temo que llegará el día en el que se diga: “¿Te acuerdas de cuando perrear era maravilloso?”, parafraseando las palabras de la hermana gemela de mi abuela, “Elena: ¿te acuerdas de cuando fumar era maravilloso?”
Después de la feria fuimos a comer y tras una larga sobremesa con nuestros amigos, salimos tarde de Mieres para no llegar a tiempo a los mundos de Comala. Se nos quedó cara de tontos al tirar el dinero de las entradas a la basura y la ópera prima de Juan Rulfo se me escapó de nuevo, pero no puedo decir que me arrepienta porque al fin y al cabo fue un día propio del realismo mágico.
Muy buena entrada!! Esplendida narrativa y a la vez con la rareza de iniciar la misma con una canción que narra un escenario argentino que ya fue…Tu búsqueda permanente de los recuerdos de los otros, de descubrir lo sucedido o imaginártelo, bajo la sombra de la dictadura franquista es brillante. No obstante, retoma la lectura de Pedro Paramo porque te sorprenderas con el mundo que le dio al personaje, Juan Ruffo. Un cordial saludo.
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¡Muchas gracias por tus palabras! La canción es una de las favoritas de mi mujer de Joaquín Sabina. ¡Claro que retomaré algún día Pedro Parámo!😉 Un abrazo.
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No hay porqué. Te lo mereces. Otro abrazo de vuelta.
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Qué buen homenaje a los versos de Sabina del primer párrafo. Me gusta pensar que las idioteces del hoy en día serán leyenda en el día de mañana y que cualquier estupidez pasada fue mejor. No obstante, todo pasa tan deprisa que se tambalean mis creencias. Yo también soy un gran aficionado a la impuntualidad, aunque esto no me ha granjeado ninguna historia reseñable más que algún cabreo y el sambenito de tardón. Ha sido un placer pasear por la feria del coleccionismo. Un fuerte abrazo, compañero. Adelante!
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