LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE SUSTANTIVO

No hace tanto, hubo un tiempo de aparente esplendor para los anglicismos. Se tomaban en serio y se intercalaban en los discursos para impresionar, porque denotaban cierto mundo. En realidad, fue todo una ficción porque al ponerse uno el chándal y decir que se iba a hacer footing, todos pensábamos que la idea era salir a hacer algo de ejercicio, no que a falta de un artículo a la expresión, se fuera a construir una zapata para los cimientos de un edificio o estructura, que es lo que significa la palabra footing en inglés. Aun así, la RAE admitió el término inventado por los franceses, pero partiendo de mimbres anglosajones, foot y el socorrido gerundio, del cual se abusa a más no poder. La RAE siempre argumenta que el lenguaje se encuentra vivo, tanto que a Noe no le extrañaría que admitiera “rintintín” cuando se alude a un retintín, porque según ella, más gente lo dice mal que bien gracias al famoso pastor alemán Rin Tin Tin.   En ocasiones, los caminos del lenguaje son tan duros y pedregosos como los del Señor, pero estoy seguro de que muchos vocablos que hoy no se consideran incultos o parecen incluso cultos, provienen de meteduras de pata de nuestros antepasados. Me hace gracia pensar en ello y lo mucho que se reirían viendo a los popes de cualquier materia soltar discursos dignísimos con cierto desdén hacia su público en un castellano que para ellos se encontraría lleno de patadas al diccionario.

Hoy en día, cuando ya estamos tan resabiados de todo, resulta difícil tomarse en serio los anglicismos y provocan más risibilidad que respeto, pero siguen perdurando, al igual que las interminables estelas de los cometas. Quizá el caso reciente más bochornoso fue cuando Iván Redondo, también conocido como el Rasputín guipuzcoano o el Spin Doctor de Donosti, dijo en una entrevista en español ante Jordi Évole: In my opinion… Anteriormente, ya había dejado caer stakeholders y back office para intentar obnubilar al público con sus cáscaras de cacahuetes huecas, pero cuando empezó a hablar en inglés durante medio segundo, creo que fue el momento exacto en el que se creyó que había sido el asesor de Kennedy, algo que tampoco me parece para tanto porque el legado y leyenda del presidente norteamericano no concuerdan demasiado. Pero algo tiene J.F.K. que sigue fascinando a los políticos españoles. Albert Rivera no dudó en cometer un exceso al colgar un cuadro del bostoniano en la sede de Ciudadanos. Quizá pensara que así Elsa Pataky le fuera a cantar un sensual cumpleaños feliz si lograba llegar a la Moncloa y por eso lo apostó todo a la foto de Colón. Le pudo el embrujo del mito y perdió. 

Otra forma del anglicismo que lentamente se va instalando, quizá de manera más profunda, es la de convertir algunos adjetivos en sustantivos. Hasta que leí un artículo sobre el fracaso del fracaso que me recomendó Noe, no había caído en la cuenta. En inglés, las palabras perdedor y ganador son sustantivos, lo cual les infiere un carácter menos temporal, a la par que más contundente, mientras que en español son adjetivos.  Igual que los anglosajones no diferencian entre el ser y el estar, tampoco consideran la transitoriedad del que pueda estar atravesando una mala o buena racha, sino que eres un perdedor o un ganador hasta que se demuestre lo contrario y ya sabemos lo difícil de revertir ciertas inercias. Porque una vez se adquiere un estigma, no resulta sencillo quitárselo de encima. En castellano también hemos convertido en sustantivos estos adjetivos, cuando antaño no lo eran, extraviándose así un poco la compasión que siempre he querido otorgar a los países de cultura católica frente a la protestante.

Quizá la primera vez que escuché la palabra perdedor como sustantivo fue en boca de Beck Hansen, un cantante californiano que se hizo famoso con su canción Loser en la primera mitad de los noventa. En el estribillo decía: “Soy un perdedor, I’m a loser baby, so why don’t you kill me?” (Soy un perdedor nena, así que ¿por qué no me matas?). Eran otros tiempos, un poco paradójicos, cuando los abusones del colegio podían amedrentar a un pringado por la mañana, comprar discos de Nirvana por la tarde y entonar con entusiasmo poco después las canciones que había escrito alguien similar al que habían apaleado horas antes. 

Salvo el comienzo brillante donde dice que en la era del chimpancé, él era un mono y el estribillo, la letra del resto de la canción Loser es incomprensible, pero aun así se pilla de qué va, aunque muchos norteamericanos no supieran qué significaba aquello de soy un perdedor. Algunos creían que decía soaring on pentotal (volando con pentotal) o so I opened the door (así que abrí la puerta). Aquí tampoco sabíamos qué significaba el All my loving que cantaban Los Manolos, los que convirtieron una canción de The Beatles en una rumba que quedó para la historia. Con la música da un poco igual no entender nada y en ocasiones, casi mejor extender la costumbre a muchos otros aspectos de la vida.

De aquella, yo era estudiante y el inglés en España suponía más un enigma sin explotar que una mina de palabras vaciadas con las que embutir discursos. Empezaron a surgir muchos grupos españoles que cantaban en inglés, pero casi todos han pasado al olvido y ahora solo recuerdo y escucho los que cantaban en castellano. Todo resulta más convincente y menos frío cuando se expresa en tu idioma materno, los sentimientos también. Uno parece un poco más lelo cuando habla en un idioma que no domina a la perfección y pierde casi toda su autoridad. Es por ello por lo que ciertas canciones han quedado como meros chistes sin gracia y fueron trituradas por el tiempo. Sergio C. Fanjul ha dicho hace poco: “Es uno de los principales objetivos del tiempo: hacer de nuestras vidas algo ridículo a ojos de los habitantes del futuro”. 

Por lo menos, en la música actual priman los idiomas maternos y los traperos latinos cantan en español, aunque yo siga sin entender nada de lo que dicen, pero eso se debe a las guerras generacionales y sus jergas caprichosas. Bastante mérito creo que tengo al poder asociar la palabra trapero a alguien que canta trap y no sólo a los que vagan de pueblo en pueblo vendiendo trastos usados. Cada vez que intento escucharlo, mi ansia de rejuvenecer dura poco y termino poniendo canciones de N.W.A., aquellos afroamericanos malotes que vendían droga y caminaban por las calles, armados como forajidos de una película de Sergio Leone.  Me resultan más cercanos, aunque se aleje todo en el tiempo y eso que el hip-hop y el rap me tocaron de soslayo porque nunca le he prestado demasiada atención.

El fenómeno, aunque diluido, también se produce en el bando contrario. Los anglosajones no se libran de intentar impresionar a los suyos con palabras en otras lenguas, pero se escoran más hacia el francés, considerándolo la cuna de la sofisticación. Opino que la exquisitez gala ha quedado guardada en un ánfora de cristal y cuando se abre, huele un poco a cerrado, pero un Cordon Bleu, sigue vendiéndose como algo más refinado que un cachopo.

En España, los galicismos también tuvieron su época destacada con la llegada de los Borbones, hasta que la animadversión hacia lo francés a principios del siglo XIX redujo su uso y solo los afrancesados los utilizaban. ¡Antes muertos que decir bidet!, proclamarían los que creyeron que con un rey absolutista serían más libres, solo porque era español y su pene tenía unas proporciones desmedidas, algo que siempre nos ha preocupado mucho. Que luego quedara para la historia como el rey felón y nos perdiéramos gran parte de la ilustración, no importaba demasiado entonces, pero eso ya queda tan lejano como el Medievo, los visigodos, los romanos, los fenicios o los iberos, porque el tiempo para la historia tiene tendencia de parecerse a una función exponencial en la que se comprime el pasado y el presente se expande. Todo lo contrario a lo que ocurre a cada individuo, ya que la infancia parece infinita y la edad adulta un soplo.

En los Estados Unidos de América, el francés sigue teniendo cierto empaque y prestigio, pero eso se debe a que no hay otra alternativa fácil de pronunciar, y supongo que todavía sienten una cierta deuda eterna con el marqués de La Fayette. No en vano, la corona francesa se gastó una fortuna en la revolución norteamericana. Si hubieran dedicado ese dinero a alimentar a su pueblo, quizá se habrían ahorrado su propia revolución una década después. En cambio, los hispanismos han quedado relegados a innumerables topónimos, tortillas, burritos, siestas y piñatas, pero en mi juventud había otro, no muy extendido, cuya etimología descubrí recientemente.

Yo La Tengo es el nombre de un grupo surgido en Nueva York a mediados de los ochenta formado por Ira Kaplan y su mujer Georgia Hubley. Desde entonces, el matrimonio ha sido el único invariante, cambiando en ocasiones la tercera pata del banco. Por ejemplo, cuando los vi en directo en Bilbao hace décadas, el bajista era un tipo muy gordo, sin mucho encanto escénico. En realidad, ninguno de ellos lo tenía y tal vez por eso nunca llegaron a ser muy famosos. Alguna vez me pregunté sobre el origen del nombre, pero tampoco me preocupaba demasiado y en aquel entonces no era tan fácil obtener información. Me limitaba a escuchar sus discos y descubrir en ellos otras referencias como Love, de los cuales hicieron una versión, o estrellas de cine desconocidas para mí en ese momento, como Julie Christie y Tom Courtenay. Al seguir ese hilo, se abrió el camino hacia François Truffaut, David Lean y todo un mundo de cultura.

El caso es que yo asumí que el grupo se llamaba así y no le di demasiada importancia, hasta que hace unos meses, uno de mis cuñados me envió un artículo con la respuesta a una pregunta del pasado.

Elio Chacón fue un jugador de béisbol venezolano que firmó con los Philadelphia Phillies en los sesenta. No sabía hablar inglés, por lo que solía chocar con su compañero Richard Ashburn cuando ambos iban por la pelota, a pesar de que la leyenda estadounidense decía: «¡I’ve got it!, ¡I’ve got it!» Para evitar interferencias, a Ashburn se le ocurrió aprender la expresión en español y empezó a decir: «¡Yo la tengo!, ¡Yo la tengo!» Pero luego fue derribado por Frank Thomas, quien al levantarse preguntó: «¿Qué demonios significa eso de yellow tango?»

No me hubiese extrañado que un grupo español de aquellos que cantaban en inglés en los noventa se hubiera llamado Yellow Tango, en honor al footing, a las palabras sin sentido, a los embrollos, a los cables de las guitarras eléctricas que se lían solos en cuanto te descuidas. Lo más parecido que recuerdo fueron los gijoneses Yellow Finn (Atún claro o variedad de patata) y esos sí que fueron olvidados pronto.

4 comentarios sobre “LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE SUSTANTIVO

  1. No se comprende bien esa obsesión norteamericana con el ganar o perder ni su ridícula manía de utilizar tan fácilmente la etiqueta ‘loser’. Creo que en Europa la cosa se ve de forma más compleja y los multimillonarios USA resultan a menudo figuras estrafalarias. Casi todos parecen seres de otro mundo sin sentido en el que el pago de impuestos se cambia por donaciones que a la vez salvan tu alma y la convierten en un ‘éxito’ incomparable. Aunque ellos no sean necesariamente más felices que muchos otros con menos dinero en su banco.

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  2. Un artículo muy agudo y maravillosamente escrito. Supongo que la creciente intromisión de tantos vocablos extranjeros indica la fuerte globalización. Lo bueno en el proceso, como citas, es que el reggaeton y el trap están haciendo más por el español que lo que hicieron los Beatles, Hollywood y McDonalds por el inglés. ¡Hay partido!

    Concuerdo en que la percepción del tiempo se parece una función exponencial y cada vez que pasa da más miedo mirar hacia atrás. Por suerte, a diferencia de otras funciones crecientes, esta lo hace de una forma suave y necesitamos tiempo infinito para que nos lleve hacia ningún lugar.

    Un gustazo pasar este largo rato de autobús leyendo tus textos.

    Un fuerte abrazo, adelante!

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