LOS ZAPATOS Y LOS MISERABLES

– Soulier cassé.

Eso fue aparentemente lo que respondí a mi abuela un día cuando ella me preguntó qué le diría a la profesora si se me rompiera el zapato en mitad del recreo. Durante un breve periodo de mi infancia fui a un colegio francés, y no recuerdo si fue por casualidad o si realmente hablaba el idioma del país vecino con fluidez a los cinco años. Supongo que yo no comprendía la preocupación de mi abuela por el estado de mis zapatos. Es posible que su inquietud proviniera más bien de imaginar a su nieto incomunicado en un entorno extraño, pero el desasosiego en la vida viene más adelante. De niño, las tragaderas son enormes y nada resulta raro, porque todo lo es.

Muchos años después, después de repetir hasta la saciedad el chascarrillo por parte de mi familia, he llegado a la conclusión de que los zapatos no son tan fáciles de romper, y menos ahora que los cambiamos antes de agotarlos hasta sus últimas consecuencias. Se desgastan, sí, pero su rotura normalmente no es inesperada como un retortijón o un cólico, sino que su declive es más similar a ver la hierba crecer, en el cual no se puede identificar tan fácilmente el momento exacto del cambio. Seguramente me hubiera sido más útil saber decir «dolor de tripa», pero tampoco hubo tal necesidad, o al menos no quedó en la memoria, ni siquiera mi dominio del idioma galo, ya que a día de hoy apenas sé cuatro palabras en francés. Comprendí que la humedad es algo que se seca y se olvida.

No hace mucho, mientras veía la primera película de Éric Rohmer, me pregunté por qué tengo la manía de dejar para el final los primeros trabajos de mis cineastas favoritos. Si bien en la música popular, las primeras obras suelen ser las mejores, en el cine y la literatura no siempre se cumple esa regla. Quizás porque rodar películas es tan difícil que no basta con tener un talento artístico desmedido. Lo más habitual es que el debut de grandes directores o escritores se corresponda con una de sus obras menores, a menos que se trate de Charlotte Brontë, François Truffaut, Mary Shelley, Orson Welles o algún otro genio que prescinda del aval que supone la experiencia.

En El Signo de Leo, ópera prima de Éric Rohmer, de repente, al protagonista se le rompe un zapato mientras paseaba por una de las orillas del río Sena. Al verlo, no pude más que acordarme de mi soulier cassé y de que el miedo que tenía mi abuela se puede hacer realidad. Quizá antaño, entre finales de los cincuenta y comienzo de los sesenta del siglo XX, los zapatos sí se rompían de tanto utilizar los mismos y como los descosidos todavía no eran una moda, sino un signo de pobreza y mi abuela se quedó con tal intranquilidad rondándole por la cabeza para toda la vida. Igual que muchos niños de la guerra civil española siguen a día de hoy preocupados por la falta de comida en una España que afortunadamente tiene por ahora más problemas de sobrepeso que de hambre.

Cada uno tenemos nuestros miedos irracionales. Uno de los míos es tener manchas de grasa en la ropa, ya que convierten instantáneamente a cualquiera en alguien indigno. El hecho no tiene una trascendencia significativa, porque se trata de un problema que se resuelve al cambiarse de camisa, pero es casi peor si ni siquiera se puede tirar de victimismo y quejarse a gusto con semejantes tonterías. Joaquín Sabina lo retrató perfectamente en tres palabras con su «dandy con lamparones». Quizá se inspirara en la Nouvelle Vague, porque poco antes de que se le rompiera el zapato, el protagonista comió una lata de sardinas y, al abrirla, se manchó el pantalón con aceite. Durante el resto de la película, se pasea con tal cruz, cruel y nimia a partes iguales, al no tener a su alcance otra muda. Intenta limpiarla con agua, pero todos sabemos que no sirve de nada, que solo se consigue posponer lo inevitable durante un instante, como quien contrata una nueva tarjeta de crédito para pagar las deudas de la que tiene o come algo para combatir la acidez de estómago. No es habitual ver tales sutiles huidas hacia adelante en el cine, porque cuando se quiere humillar a un personaje, por ejemplo, se le da una paliza. Se busca algo más efectista que un triste lamparón, pero a mí me produce más congoja la mancha porque nunca me han pegado, pero sí sé lo que supone que se te caiga comida grasienta al mediodía y no vuelvas a casa hasta bien entrada la noche o te encuentres de viaje con un equipaje exiguo.

Por otro lado, parece que sí era más común de lo que yo pensaba que los burgueses franceses tuvieran rifles en sus apartamentos, porque durante una borrachera para celebrar la reciente herencia que le sacaría de la bohemia, a Pierre, protagonista de la cinta, le dio por coger una escopeta y pegar unos tiros a Venus. Pretendía ser un acto simbólico, lo que años después se llamó performance, pero que en la mayoría de los casos no es otra cosa que una tontería etílica que algunos practican sobrios. François Truffaut ya hizo algo parecido en La Piel Suave y La Novia Vestía de Negro, lo cual me causó mucha extrañeza en su momento. ¿Serían guiños de los jóvenes directores franceses de la época?, ¿bromas al colocar armas de fuego a los urbanitas europeos estirados?, tradicionalmente en contra de las mismas.

Rohmer en cierto modo se ceba con su personaje, con sutileza, pero también con contundencia. Le hace descender a los infiernos de manera lenta, pero clara, porque cada día que pasa se le ve más zarrapastroso, tanto que termina viviendo en la calle, mientras que sus amigos, únicos que pudieran haberle ayudado, se encuentran fuera de París. El egoísmo y falta de empatía de Pierre queda patente en todo momento y aun así el director consigue que sintamos cierta pena por su desgracia. Quizá por mostrar un personaje realmente patético que se cae de la silla cuando bebe o que lo primero que hace tras llegarle un telegrama anunciando la muerte de su tía es alegrarse y eso que los títulos de crédito apenas habían terminado y todavía no había vivido la dureza de ser un pordiosero. Sólo piensa que recibirá una fortuna que le permita dejar de vivir a salto de mata y para celebrarlo invita a unos amigos a su casa, con cameo de Jean-Luc Godard incluido.

Ni siquiera consigue aprender la lección, porque cuando sale de la mendicidad a la que llegó tras un cambio repentino en el testamento, enseguida se olvida del vagabundo que le ayudó. Se nos presenta como un desgraciado y desagradecido total. Resulta despreciable, igual que alguien que nunca consigue aprender nada. Es todo lo contrario a lo que ocurre en «Cuento de Navidad» o «Qué bello es vivir», pero los anglosajones son mucho más optimistas y casi siempre consiguen encauzar a los personajes hacia lo que ellos consideran el bien, mientras que a los europeos nos gusta regodearnos en el lema: «No hay salida».

¡Ojalá en la vida real todo fuera tan clarividente como en el cine! Y cuando un cacique hace el ridículo, quede grabado para que lo presencie todo el mundo, se le vea hurgándose la nariz en soledad o se le baje la bragueta mientras suelta improperios. Que se note cuán ruin y risible puede llegar a ser y que para el espectador, únicamente lo salve un gran carisma con el que seguro no ha sido agraciado. Charles Laughton sí consiguió salir airoso en «El Déspota», pero claro, no es fácil llegar a la grandeza del actor británico, ni metafóricamente, ni físicamente. Lamentablemente, suele ocurrir lo contrario y son los insultados los que en nuestros días quedan inmortalizados con grabaciones caseras que luego se difunden por las redes sociales.

Pier Paolo Pasolini también eligió retratar a un desgraciado con ciertos aires aristocráticos en su primera película. En «Accattone», el personaje principal, que comparte nombre con el título de la película, cree que trabajar es para los animales, por lo que prefiere prostituir a sus parejas. Las menosprecia, pero a la vez las necesita y es el maltratador el que muestra su fragilidad, porque cuando una de ellas es encarcelada, casi muere de hambre hasta que consigue convencer a la siguiente. Me parece difícil superar un retrato tan vívido de un miserable y a la vez no resultar del todo desagradable, porque en Italia, incluso la mafia consigue desprender algo de ternura. Y es que allí se hace el mal muy bien. Incluso los desarrapados visten y toman un macchiato con elegancia.

Casualmente, en la película del boloñés, los zapatos adquieren también cierto protagonismo. No se rompen, ¡faltaría más!, teniendo en cuenta que estamos en el país transalpino. Son estilosos, como no podía ser de otra manera, pero sí son utilizados como estímulo para iniciar una pelea, al ser arrojados por el protagonista hacia sus amigos cuando se burlan de él. Es hermoso ver cómo se pone en riesgo quizá su posesión más preciada para defender su honor, y cómo la pandilla de holgazanes camina por los arrabales de Roma, pavimentados de polvo y arena, con calzado propio de una gala. El contraste hoy en día parece aún mayor en un mundo en el que todos vamos en zapatillas deportivas y camiseta, yo el primero. En las películas de ciencia ficción del pasado, siempre se imaginaba un mundo de líneas sobrias con gente bien vestida o todo hecho un desastre si se proyectaba una distopía. El presente se aleja mucho de dichas proyecciones, ya que lo que ha triunfado es la pereza y el uso del chándal.

Además, no hay nada como empezar a escribir para darse cuenta de que las teorías predictivas se basan normalmente en supercherías sin fundamento al que damos demasiada importancia. El globo se desinfla a medida que avanza la narración y termina por concluir que seguramente habrá tantos buenos debuts como malos en la historia del cine, sin que se puedan formular leyes ad hoc, ni siquiera para lo que es inventado y podría prestar a ello. Para abundar en el asunto, acabo de recordar que en una ocasión se me deshicieron unos zapatos en mitad de una ópera a la que asistí con Noe. Trozos de mi suela se fueron desprendiendo, dejando un rastro por todo el Teatro Campoamor y de vuelta a casa.

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