EL TIEMPO EN TUS MANOS

Mientras conducía, a mi madre le llegó al teléfono una foto en blanco y negro de la boda de su hermana Elena con Miguel. Pude verla de reojo, pero la reconocí. Ambos eran jóvenes. Sonreían y nada les hacía pensar que algún día lo único que quedaría de ellos sería una foto para colocar al lado de la de la boda de mis abuelos. Antaño, a las dos instantáneas les separaba un abismo, tanto metafórico como físico, que sólo el transcurso de los años ha sido capaz de cerrar, ya que desde el presente, el pasado parece comprimirse, igual que lo hace el paisaje a medida que uno se aleja.

Cuando descienda por la escalera de la casa de mi madre, reconoceré a mis tíos sin esfuerzo, sin necesidad de concentrarme y llegar a deducir sus nombres por descarte. Mis sobrinas puede que sí tengan que recurrir a tal argucia, igual que lo hago yo con familiares más lejanos. El paso del tiempo siempre se torna cruel, igual que el inevitable, pero necesario olvido de nuestra existencia por parte de las generaciones venideras.

Si lograran sobrevivir durante siglos en una urna, puede que llegara un momento en el que las fotos se deshicieran al tocarlas cuando alguien de nuestro siglo viajase al futuro en una máquina del tiempo, tal y como lo hizo Rod Taylor en El tiempo en sus manos. De niño, me fijé en los efectos especiales de película de stop motion, pero ha sido al revisarla de adulto, al convertirme en un hombre invisible, cuando la interpretación ha sido otra.  

El protagonista viaja desde el siglo XIX hasta el año 802701, pertrechado con su batín, caja de cerillas y flema aristocrática inglesa. En aquel año inconcebible para nosotros desde el siglo XXI, el científico se encuentra con un mundo que él considera deshumanizado, que no muestra interés por los libros, la cultura, el amor y todo lo que consideramos virtudes en nuestra era. Se indigna cuando una damisela se está ahogando en el río y nadie la salva porque prefieren seguir tumbados en la orilla tocando el arpa, ataviados con túnicas blancas. Él, en cambio, la rescata de la corriente como un caballero dieciochesco para después enamorarse de ella y explicarle lo que es (o mejor dicho, fue) la vida con un tono muy condescendiente.

En vez de criticar a los futuros terrícolas desalmados que veía en pantalla, pensé en la improbable aparición de un hombre de cromañón. Casi pude ver el ademán de mis hombros denotando indiferencia ante su enfado, ante sus lamentos porque no aprovechamos adecuadamente el mineral de hierro de las rocas para pintar bisontes en cuevas y, en vez de cazar mamuts, perdemos el tiempo tomando cañas al sol. Imaginarme en esa situación me hizo sentir mayor y ridículo, como si yo fuera aquel post-neandertal que se encuentra fuera de su tiempo porque no hace burpees, se desanima cuando descubre que Wes Anderson plagió descaradamente a un director checo llamado Karel Zeman, y lo peor de todo, algunos días se toma el cine demasiado en serio.

Noto también el envejecimiento de mis vecinos cuando me preguntan en el ascensor por el desajuste que ha sufrido la antena del edificio, hecho que ignoraba por completo porque desconozco si mi televisor está conectado a tal cahicvache, desde que lo está a la red wifi ¡No somos nadie! 

Al igual que ocurre en los canales tradicionales de televisión, percibo en la radio la necesidad de airear un poco el medio. Los programas se inundan de tertulianos cercanos a la edad de jubilación que despotrican sobre los males que acechan debido al vislumbramiento en lontananza de un apocalipsis causado por una inteligencia artificial que son incapaces de comprender y aprehender. Por lo tanto, lo único que consiguen al hablar de lo que desconocen es crear un espacio de sensacionalismo agorero seguramente más cercano a la narración de la guerra de los mundos de Orson Welles que a la realidad.

Irónicamente, se entristecen porque aquellos a quienes consideran chusma desconocen el significado de la palabra mohíno y temen a las legiones de la barbarie que vendrán cabalgando a lomos de la ignorancia, provocada por no leer a Cervantes. ¡Como si hace cuatro décadas todo el mundo leyera al manco de Lepanto!  Quizá no sea de la incultura de lo que recelan, sino que esta les haga sombra, porque sospecho que la única diferencia con el pasado es que el desconocimiento no disponía de altavoz con el que pregonar, y ahora sí.

Lo más llamativo es que en dicho auto proclamado oasis cultural nunca aparece nadie menor de cuarenta años para opinar de nada. Quizá porque han detenido el tiempo y no admiten relevo alguno. Quizá porque el futuro está ocupado en otras cosas, al igual que lo estarán los habitantes del año 802701. Quizá no sea tan valioso el sabio orwelliano que vive aislado cavilando constantemente sobre la antigua Grecia en soledad, si le da la espalda a su momento, pero no deja de resultar triste presenciar el desperdicio que supone. ¡Qué pena no tener el tiempo en tus manos! 

En parte, comprendo a los tertulianos mohínos y escocidos que desean escapar a un falansterio en las montañas para recitar la Eneida en latín y en libertad, al igual que empatizo parcialmente con Rod Taylor, porque yo también tengo miedo a la Nada de la Historia Interminable, pero a la par estoy de acuerdo con el humorista Miguel Maldonado en que a la actualidad le sobra intensidad. Por eso me divierte tanto cuando habla de Ursula von der Leyen como la tía Asun que baila en las bodas con el guaperas de Pedro Sánchez, mientras le hace ojitos, o de José Luis Ábalos llegando al grupo mixto como el tío Antonio que se acerca a la siete de la tarde a la mesa de los niños de la misma boda, whisky en mano y exclamando: «¡Qué pasa chavales!». La palmada que le da en la espalda a Íñigo Errejón suena tan contundente que llega incluso a desequilibrarlo, porque Jose Luis Ábalos no tiene acento valenciano, tiene acento de hombre.

A pesar de todo, yo también siento estos días que me enfrento al futuro con unos fósforos. El protagonista de la película basada en la novela de H.G Wells parece que logra salir victorioso con ellos, pero todos perdemos la batalla del tiempo, incluso los que han sido vistos como triunfadores. 

El fallecimiento de Miguel lo he vivido en cierto modo como el  mío propio. Me he despedido de una parte de mi infancia, adolescencia y edad adulta. Se cierra el club del 47 que formaba junto a una de mis tías Elena y mi padre. Cada uno con personalidades muy dispares, pero que siempre se complementaron. El carácter volcánico de mi padre se amansaba con las templadas y eruditas maneras de Miguel en los recuerdos de mi niñez, pero a la vez, mi tío me resultaba más severo en cuanto a inculcar disciplina que mi padre, creando así una disonancia algo contradictoria entre la forma y el fondo. En mi adolescencia, se dieron vuelta a las tornas y fue mi padre el menos tolerante con las andadas con mis primos. Los dos fueron buenos amigos siempre, antagónicos en ocasiones, pero nunca irrespetuosos el uno con el otro. Llenos de luz y sombra, de ciencia, de claridad y oscuridad, los dos fueron para muchos un ejemplo que sobresalía sobre el resto, pero echando la vista atrás, me doy cuenta de que el gran referente oculto de los tres, ajeno al ego masculino, en realidad fue mi tía Elena. ¡Qué pena no tener el tiempo en mis manos! 

A Miguel lo vi una semana antes de morir. No supe qué decir y el abrazo fue incompleto con una silla de ruedas de por medio. Al llegar, su mirada perdida atravesaba la ventana de la cocina. Fue triste comprobar en lo que puede transformarse una mente tan brillante como la suya en ausencia de equilibrio, en la nada. ¡Qué pena no tener el tiempo en mis manos!

4 comentarios sobre “EL TIEMPO EN TUS MANOS

  1. Hacia un tiempo considerable que no leía un texto con tanta contundencia y verdad como éste. Y me fastidia sobremanera no haberlo escrito yo, tanto como me alegra por las circunstancias que te habrán llevado a escribirlo.
    No es complicado sentirse perdido en este balanceo en el que nos movemos los niños de los 80. Siempre a caballo entre la lectura de los clásicos y los burpees mañaneros.
    Un abrazo.

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario