EL MUNDO SIGUE

Ayer, poco después de despertarme, leí por casualidad un artículo sobre Calvin Coolidge, presidente de los Estados Unidos de América entre 1923 y 1929. A pesar de representar al partido político más conservador, redujo la jornada laboral semanal de niños y mujeres de cincuenta y cuatro horas a cuarenta y ocho. También luchó por los derechos de los ciudadanos afroamericanos y vetó a miembros del Ku Klux Klan en ciertos cargos públicos. Aunque me resulta suficientemente interesante leer sobre lo que ocurrió hace cien años, el propósito principal del relato no era otro que explicar lo que se conoce como el efecto Coolidge. No obstante, lo que más me llamó la atención del personaje no fue eso, sino el hecho de que se mencionase que el protagonista hablaba poco.

Parece ser que durante uno de los muchos banquetes a los que asistía Silent Cal sin entablar demasiada conversación con nadie, una señora que se encontraba sentada a su lado intentó iniciar una charla:

-Apuesto a que logro sacarle más de dos palabras durante esta cena.

-Ha perdido- fue su respuesta.

Cuando el presidente falleció, la mujer que no logró su propósito, una famosa crítica literaria de Hollywood llamada Dorothy Parker, comentó: «¿Cómo pueden saberlo?»

«Nunca se puede saber demasiado, pero sí se puede hablar demasiado», sostenía Calvin Coolidge. Si bien es cierto que ser una persona de pocas palabras no esté necesariamente relacionado con la muerte cerebral,  para los demás podría parecerlo, dado que el habla es uno de los signos más evidentes de que alguien sigue vivo. 

Además de ser ingeniosa, la pregunta retórica hecha sobre la muerte del trigésimo presidente estadounidense me recordó mi propia tendencia a hablar poco, el cierto abandono personal que observo últimamente, la pereza que se ha apoderado de mí en cuanto a la actividad física se refiere. Consideré de forma exagerada que si muriera, otros podrían concluir que también les resultaría difícil distinguir mi fallecimiento de una muerte en vida. Tal fue el miedo que salí a correr para intentar revertir la situación. 

Rememorar mi costumbre de antaño me trajo a la cabeza la asombrosa escena de la película El Mundo Sigue de Fernando Fernán Gómez donde se intercalan imágenes de una niña subiendo las escaleras al encuentro de su madre con el reencuentro ya de mayor.

Lucía el sol, como de costumbre en Navidad. La carretera había cambiado desde la última vez que la recorrí. Ahora resultaba más segura para los viandantes al incorporarse un carril peatonal. Las obras retiraron las ruinas de una casa que ya se encontraba deshabitada cuando era pequeño. “Juventudes Antinazis” se leía entonces en una pintada. Un nuevo terraplén atravesaba la vaguada para rectificar el trazado del vial, manteniéndose el antiguo para los peatones. Me encontraba entre los mismos prados verdes, las mismas vacas y  el mismo olor a boñiga que sigue siendo reconfortante, como si ciertas cosas no cambiasen y sirvieran de referencia. 

Cuando llegué a Solares, comprobé que Casa Enrique permanecía abierto, el restaurante donde comí hace más de tres décadas una merluza rebozada junto a mi tía Aurora, lo cual supuso un gran contraste cultural, dado que yo no residía en España. El humo de tabaco que llenaba el local, los manteles blancos de hilo, la propia comida y los camareros vestidos como antaño se presentaban ante mí como algo extraño y ajeno. Bebí agua de nuevo en una fuente frente al cuartel de la Guardia Civil y pasé por delante del colegio al que asistieron los amigos que más adelante conocí en el instituto. Volví a ver a paisanos con abundante pelo encanecido conduciendo Mercedes que seguramente pagaron a tocateja en pesetas con el siempre gesto fanfarrón de sacar un fajo de billetes descomunal del bolsillo. Dejé atrás el prostíbulo que parecía abandonado, pero siempre es así al mediodía. El nombre había cambiado, sin embargo el letrero lucía igual de sugerente y cutre que los que prometen sin lograrlo un paraíso terrenal, un Sangri-La momentáneo y esteril para los desgraciados que lo compran. Señoras enfundadas en batas de guatiné miraban desde la ventana de sus casas alicatadas por fuera con el mismo interés y costumbre que los demás miramos Twitter, mientras el aroma de albóndigas en su salsa se escapaba de la cazuela. 

Volví a Rubayo y alcancé la casa de Teresa, junto a la curva de la carretera general. La ventana se encontraba abierta y seguro que las gallinas desde su corral ni se percataron de que pocos días antes había muerto la amiga de mi madre, la misma que las alimentaba y recogía sus huevos. Me acordé de Andrés, el cual venía en autobús a comer con su hermana y yo saludaba cuando iba a segar por la tarde. En mis auriculares empezó a sonar una canción que se llama “Begin the end”. Comí con mi madre y mientras hablábamos sobre la vecina y también amiga Herminia, llamó una de sus hijas diciendo que estaban intentando reanimarla, que había comido como siempre, que había fregado los platos y la habían encontrado en la mesa inconsciente. Ambas eran primas y lo ocurrido me ha dado una pena terrible, por ellas, por su familia, por mi madre y también por mí, porque sobre todo Herminia, desbordaba una vitalidad y ganas de vivir a sus noventa y seis años que ya me gustaría a mí poder derrochar. No hay duda de que sabemos que han muerto.

2 comentarios sobre “EL MUNDO SIGUE

  1. Se echaban de menos estos paseos enriquecidos. Supongo que parte del secreto de la vitalidad de señoras como Herminia es que no les perturbaba mucho el hecho de dejar huella o no dejarla. Simplememente caminaban y los demás admirábamos sus pasos.
    Un gusto leerte, compañero. Feliz 2024. Adalente!

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