Federico

Si hoy en día filmaran una película sobre él se titularía FEDERICO, siguiendo esa moda que tanta gracia me hace. Nuestra capacidad de atención debe de ser ya muy precaria para que hasta los títulos de las películas no puedan contener más de una palabra. Pensaba que el límite de atención estaba en ciento cuarenta caracteres.

Sinceramente, dudo mucho que alguien ruede una película sobre él. Como mucho, hace un siglo, podría haber aparecido en alguna novela costumbrista recibiendo al protagonista que se encontrase de paso por su pueblo. Nunca al revés, dado que no concibo su existencia fuera de Rubayo.

Mis recuerdos de Federico se remontan a donde todo comienza, a la niñez, a una higuera a la que nos prohibía subir, a un dalle en el que se apoyaba y a una cojera cuyo origen nunca supe.

Por aquel entonces, el mercado de ganado de Torrelavega era un sitio lejano e ignoto que él visitaba semanalmente y donde compraba y vendía terneros, vacas y leche. De vuelta a casa segaba sus prados y miraba el cielo especulando sobre cuando comenzarían las próximas lluvias. Al fin y al cabo, sus rutinas de ganadero no eran muy diferentes que las que desempeñan los agentes que visitan diariamente los mercados financieros intercambiando acciones e intentando predecir fuerzas ingobernables para los mortales, como son los vaivenes de las bolsas mundiales. Tanto unos como otro han sido alabados y denostados por igual a lo largo de los años.

Mirada desconfiada de abajo hacia arriba, con el ceño fruncido por el sol, manos ásperas, contundentes, sonrisa socarrona e ironía a raudales podrían describir a un personaje que, si bien me atrevo a aseverar que no recibió más educación reglada que la básica, que no hablaba más que castellano, ni viajó a más de quinientos kilómetros de su lugar de nacimiento, mantenía largas conversaciones con catedráticos extranjeros de renombre que visitaban a mi tío, vecino suyo. Siempre me pregunté de qué hablarían y qué puntos en común podría tener un científico marítimo danés con un hombre que se limitaba a cuidar de sus vacas, segar sus prados y leer el periódico a la sombra.

 Ahora comprendo mejor que lo que seguramente buscaba Per Bruun era gente tranquila de espíritu, sin ambiciones aviesas, sin esas preciosas fachadas llenas de títulos, idiomas, mundo exterior y carentes de aplomo y hasta de personalidad, ya que conocer todas las respuestas resta espontaneidad. Posiblemente quería alejarse de los innumerables impostores que tan fácilmente fabrica la vida occidental moderna, esa que por otro lado tantos beneficios y bienestares nos aporta.

 A mi también me gustaba escuchar sus sagaces conclusiones sobre política que terminaban con una risa aguda a través de una valla o notar la condescendencia con la que me observaba empuñar una azada u otra de sus desgastadas herramientas. He de confesar que sus enseñanzas no tuvieron demasiado recorrido y a día de hoy me siento un inútil disfuncional a la hora de acometer cualquier actividad con las manos.

 Suya fue la primera leche de vaca sin procesar que probé, aunque he de reconocer que tanta intensidad me supera incluso a día de hoy.  Si no fuera por él, creo que tampoco hubiera visto nacer un ternero o no sabría que el mango de madera de las palas para cavar precisa de humedecerlo previamente a su colocación, de modo que la madera se expanda y quede perfectamente encajado.  Suya también fue la obra del tendal que hizo a mi madre con madera de encina que el mismo taló y que tantos años duró y de su propiedad era el terreno donde mis padres construyeron su casa.

 De nuevo me atrevería a afirmar que el dinero que mis padres le pagaron sigue intacto en alguna cuenta bancaria, más de veinte años después, tan estático como las vallas que fabricaba.  Porque a gente como Federico difícilmente le podrían engañar con productos bancarios incomprensibles, ni préstamos para comprar lo que no necesitaba. Él en realidad, poco ansiaba.

Camisas de cuadros, pantalones grises y botines negros, un auténtico antisistema, que si fuera imitado masivamente, nuestras vidas cómodamente incómodas, basadas en el consumismo, se encontrarían en grave peligro.

Hace bastante tiempo que Federico murió y sus últimos años los pasó esclavizado a una máquina que depuraba sus riñones día sí, día no. Una ambulancia lo venía a buscar y lo llevaba de vuelta a su casa. Ese fue el único cambio que percibí en su rutina a lo largo de los veinte años que tuve la suerte de coincidir con él. Una trayectoria que aparentemente resulta sencilla, pero que tanto cuesta imitar.

 Creo que si a algún incauto se le ocurriera filmar un día su vida, por lo menos merecería titularse FEDERICO CASTANEDO ORIA.

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