Antonio López

Aparcamos el coche en un camino polvoriento, paralelo a unas tuberías de hormigón y cerca de una señal donde se indicaba que el lugar hacia donde nos dirigíamos se hallaba a la izquierda de la carretera general. No resultó sencillo encontrarlo debido a que las únicas personas con las que nos  tropezamos en Miengo, unos minutos antes, no pudieron ayudarnos, porque casualmente, ellos mismos también estaban  buscando el mismo sitio. Se trataba de las antiguas escuelas de Cudón, dónde se inauguraba una exposición a la que iba a asistir el propio artista.

Tras llegar a las humildes escuelas restauradas, una larga cola presagiaba una exitosa apertura para un recinto tan pequeño, tan anónimo. Mientras una reportera de TVE ensayaba sus líneas ante una cámara, unos policías dirigían el tráfico y mi buen amigo Emilio amenizaba la espera relatándonos su último viaje a Grecia. Nos contaba que en el siglo XIX un grupo de arqueólogos ingleses colorearon directamente unas columnas griegas en vez de cubrirlas con madera y pintarla, como debía de ser, ignorando que dos siglos después una señora de Borja les iba a imitar, restaurando un Ecce Omo.  Solo dos días atrás había escuchado que un norteamericano iba a inmortalizar la hazaña de Borja de con una ópera.  Ya me imagino a la soprano entonando el aria principal a la luz de una vela con pincel en mano, asustándose con la entrada del párroco barítono, lleno de rabia, exclamando con voz grave “¡¡¡Cómo osas perpetrar tal escarnio!!!”.

La tarde era cálida y desde una mesa de playa se repartía Fanta de naranja en vasos de plástico con palitos y triángulos de queso.

La cola avanzaba y decidimos unirnos con resignación. Siempre me ha fascinado la tenacidad y el espíritu de superación de esa gente que espera pacientemente en colas durante horas, días, por cualquier cosa. Creo que nada en esta vida merece tanto la pena como para no abandonar una cola a la media hora.

Al entrar a la pequeña sala un bofetada de calor nos recibió. No había aire acondicionado, pero sí mucha gente y todas las ventanas se encontraban cerradas para aprovechar mejor las paredes de un espacio que no fue ideado precisamente para una exposición pictórica, ni por el tamaño, ni por la distribución.

En dos salas de menos de veinticinco metros cuadrados cada una, se encontraba la exposición entera. Cuadros que parecían más bien ejercicios o bocetos de una obra más importante, una escultura del autor donde reflejaba su cuerpo bastantes años atrás, las cabezas de sus nietos esculpidas en diferentes materiales y un gran cuadro hiperrealista que sí se asemejaba más al concepto que tenía yo de la obra del artista, en el cual se veía cómo un hombre erecto en varias direcciones se iba acercando a una mujer desnuda. Eso era todo.

Salimos de la sala y un enjambre de personas rodeaba a un hombre encogido por la edad, o quizá porque se veía intimidado,  que con paciencia respondía las preguntas de periodistas y asistentes en las inmediaciones de las escuelas. Unos minutos después, el artista septuagenario se abría paso ante la pequeña multitud  con su macuto al hombro y entró en la sala, seguramente preocupado porque alguien le pisara sus pies. Calzaba sandalias con calcetines manchados de pintura y una chaqueta de la que ni siquiera guardo recuerdo de lo anodina que debía de ser.

Volvimos a entrar en la sala y vi como mi prima Carmela estaba hablando con él sobre un cuadro que iba a pintar mostrando la ría de Bilbao desde la torre de Iberdrola. Al parecer la vista desde Artxanda no le convencía. También le estaba repitiendo un número de móvil que él anotaba en un trozo de papel con pulso tembloroso. No se trataba de un ligue de verano, sino que era el número de un médico que aconsejaba tomar selenio para evitar los efectos de la vejez. Tras las fotos de rigor del personaje con Carmela y mi madre, volvimos a salir de la sala un poco desconcertados por la experiencia tan peculiar que acabábamos de vivir. Al llegar al coche nos fijamos en un anuncio de le exposición, junto a las tuberías de hormigón que se parecía más a los carteles que se suelen colocar en las obras indicando el título del proyecto, promotor, presupuesto etc. En él se podía ver claramente el nombre del artista junto a otras personas desconocidas: ANTONIO LÓPEZ.

Todavía me pregunto cómo alguien consagrado, con reconocimiento mundial, que podría estar ahora exponiendo en el MOMA o dando conferencias de prensa en lugares mucho más prestigiosos, se encontraba un sábado de agosto en unas antiguas escuelas restauradas de un pueblo, entre gente que bebía Fanta de un vaso de plástico y comía triángulos de queso, mientras veían una exposición sin orden ni concierto, que no reflejaba para nada la obra del autor.

Quizá tengamos un poco idealizados  y encorsetados a los artistas y nos imaginamos que en sus vidas todo es glamour y alfombras rojas. Quizá la vida es mucho más sencilla y ni siquiera a muchos de ellos les gustan esas superficialidades. Quizá sean los medios de comunicación de nuevo quienes enturbian todo, creando brechas, muchas veces artificiales, o cuadros que en vez de resultar realistas o incluso hiperrealistas, acaban siendo surrealistas.  Luego nosotros,  completamos la foto con nuestros muros mentales.

Por otro lado no podía evitar acordarme también de la cara de circunstancias que tenía Sarkozy en  la foto que le sacaron junto a Rajoy, degustando ambos la ensaladilla rusa de un menú del día en una tasca madrileña. Creo que todos hemos pensado alguna vez, “qué demonios hago yo aquí”.

Investigando un poco, Noe descubrió que en las antiguas escuelas de Cudón también expusieron Chillida y Tapies. Quizá esté yo equivocado y Cudón, realmente es el próximo Greenwich Village y próximamente veremos a las antiguas escuelas llenas de grafitis de Banksy.

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