Santander

Desde hace algunos años, cada vez que vuelvo a Santander tengo la sensación como si la ciudad hubiese perdido su brillo pasado, como si las calles fueran más sombrías, los edificios estuvieran algo desaliñados y sus habitantes parecieran menos apuestos. Pensaba que se debía a que ya me consideraba más ovetense que santanderino, si bien es cierto que nunca me he podido sentir de ningún sitio. Pensaba que la ciudad que conocí solo pertenecía a un recuerdo de la infancia, al cual nunca podría volver.

Ya no queda reminiscencia alguna de la inmensa alegría que suponía ver las enormes esferas portuarias que se ubicaban en la entrada de la ciudad cuando visitábamos a mis primos durante la Semana Santa.  Una vez divisadas, tenías la certeza de que la espera después de tan largo viaje desde Vizcaya llegaba a su fin, que solo unos cuantos semáforos nos separaba de una avenida con tanto renombre. Mucho antes de conocer a quien fue escritor ilustre, diputado decimonónico por Puerto Rico y pareja de Emilia Pardo Bazán, para mí Pérez Galdós representaba una calle que ni siguiera se componía de dos palabras, porque por separado carecían de sentido alguno.

Bajando por una rampa en espiral se llegaba a una parcela artificialmente plana, a media ladera entre las escarpadas vertientes que separan el Alto de Miranda del Paseo Reina Victoria. Aquel terreno albergaba dos edificios blancos de apartamentos, sostenidos sobre pilares que proporcionaban un espacio de juego sobre baldosas granuladas, durante los días lluviosos.

Los inmuebles no destacaban especialmente por su elegancia ni por su belleza, más bien todo lo contrario. Se asemejaban a los ejércitos de hormigón que invadieron la costa levantina durante un desarrollo urbanístico casi criminal.  Unas huestes que siguen aguardando la costa y cuyo propósito imaginario pudiera ser el de proteger el litoral de un enemigo invisible,  un enemigo marítimo, dudoso en cuanto a su existencia, quedando como única certeza los pingues beneficios de sus promotores. Resulta triste que procesos similares se repitan una y otra vez en innumerables batallas, militares y de otra índole. Unos pocos se benefician y muchos sufren las consecuencias.

El recibimiento entusiasta de mi tía Elena siempre borraba de inmediato las penurias del viaje. Ahora su duración provoca una mueca condescendiente, pero hace más de treinta años el trayecto merecía la categoría de gesta. Dos horas interminables, llenas de mareos, curvas y travesías de incalculables pueblos separaban Bilbao de Santander. Saltacaballo, el puente metálico de Treto, Oriñon y Solares eran enclaves estratégicos donde uno medía las fuerzas que aún quedaban para concluir tal epopeya. Una vez, mi padre se aventuró a acometer semejante viaje de ida y vuelta en un solo día, acompañado por mi hermana Ana y por mi. Aquella jornada me sentí como si hubiésemos sido los primeros habitantes del planeta tierra en realizar proeza similar, solo comparable con hazañas conseguidas por personajes de la talla de Juan Sebastián El Cano, Reinhold Messner o Sir Richard Francis Burton.  Si no recuerdo mal, una vez de vuelta, el recibimiento en mi colegio fue colosal, semejante al que disfrutaba Julio César cada vez que volvía a Roma victorioso.

No menos memorables resultaban los exuberantes desayunos en la terraza de aquel piso, con unas  vistas sin igual sobre una bahía custodiada por una lengua de arena  que forma el puntal de Somo y adornada por las características embarcaciones rojiblancas que la siguen cruzando día tras día.  Pudiera ser que en alguno de esos desayunos probara por primera vez el café debido a que mis primos, aunque algo mayores, ya eran precoces y habituales consumidores del mismo. Se puede afirmar, que durante esos años, mis primos Ramón y Miguel, o los “Mones Roedores”, como los llamaba mi padre, eran mi mayor fuente de sabiduría, autoridad e influencia. Cualquier palabra suya era tomada como artículo de fe, similar al efecto que tiene la televisión hoy en día en muchos ciudadanos. Claro ejemplo de ello fue la respuesta dada a mi madre cuando le pregunté si había cocodrilos en el río junto a la casa de su tía María en Ramales de la Victoria, y ella me lo discutía: “¡cómo no va a haber cocodrilos si lo ha dicho Miguelito!”, léase el sumo sacerdote.

Nuestros dominios santanderinos tenían límites geográficos claros. Por un lado se encontraba la empinada rampa que no podía ser superada por nuestra bicicletas y las escarpadas laderas del norte eran difíciles de franquear debido a la presencia de muros inconmensurables. Por lo tanto, nuestras ansias exploratorias solo podían abrirse hacia el sur, en dirección a la bahía, donde unas interminables escaleras desembocaban en el Paseo de Reina Victoria y en la lontananza se avisaba la marca San Martín, destacada parada de autobús azulada de forma ovalada. Al igual que durante la reconquista española, esta marca separaba las tierras de fieles e infieles, el terreno conquistado del terreno que aún quedaba por conquistar.

Cerca de dicha parada se encontraba un quiosco que nos surtía de todo lo que un niño podía necesitar: cromos, tebeos y coloridos manjares artificiales. Sí, me extrañaba que en Santander yo tuviera acceso a caudalosas provisiones, mientras que en Bilbao solo disfrutara de ellas, como mucho los domingos, pero al igual que las esposas de ciertos políticos, desconocía la fuente original de tal mecenazgo y no hacía preguntas.  Preguntas que tuvieron pronta respuesta. Al parecer, las ingentes cantidades de sustento que dilapidábamos, provenían de una trama corrupta orquestada entre mi primo Miguel y el quiosquero. El pago de toda la mercancía se aplazaba y apuntaba a crédito en la cuenta que tenía mi tío en dicho establecimiento para comprar periódicos y demás revistas. El agujero financiero creado superó las cinco mil pesetas de la época y creo que las reprimendas fueron mucho más implacables que las que ahora sufren la mayoría de los corrompidos.

Viernes Santo era sinónimo de paella en Santillana del Mar, preparada por Jose Ignacio y Maribel, en su casa, dónde al parecer no tenían corriente eléctrica, pero si grandes divertimentos para nosotros, como halcones, chimpancés y un gran danés más alto que yo, que no me inspiraba mucha confianza. Mi trato personal con ellos se perdió hace muchos años y salvo varias reseñas leída en la prensa o el haber escuchado su programa de radio, no he mantenido contacto alguno. Sin embargo, les tengo en alta estima. Me parece admirable que un Ingeniero de Caminos dejara su segura y confortable plaza de profesor en la Universidad para embarcarse en la inestable e inconmensurable tarea de levantar un zoológico y dedicarse así a su verdadera pasión, los animales.

Santander no era solo destino habitual para disfrutar de las vacaciones de Semana Santa, sino también durante las vacaciones veraniegas. Las inmejorables playas urbanas eran frecuentas asiduamente gracias a mi tía Elena. La visión de ella con su pareo de playa y su gorro blanco es imborrable ya que siguió utilizando atuendos similares a lo largo de los años.  Nos llevaba en un Ford Fiesta rojo, donde nada más entrar se transformaba, pasando de ser una persona gentil y maternal a un cuasi monstruo sin la más mínima compasión por los demás conductores o peatones. Cuenta la leyenda que una vez subió la empinada rampa que daba salida a la urbanización donde vivían con el coche cargado de niños y el freno de mano accionado. Tal era su tozudez detrás del volante que la prueba fue superada con un éxito arrollador.

En la playa, al igual que en su casa todo era opulencia y abundancia. Mientras ella leía su Telva, (revista cuyo contenido ignoro a día de hoy, pero que siempre me recordará a ella) nosotros haríamos lo que hacen todos los niños en la playa, ensuciarse y no parar quietos.

De vuelta de la playa, había días en los cuales se salía a cenar. Nunca supe muy bien de qué dependía, ni pude establecer patrón alguno, pero en ocasiones íbamos con los adultos y otras veces nos quedábamos en casa con mi némesis, Pili Cueto. Por supuesto, no habría ninguna oscura razón para tal acto de deslealtad, supongo que simplemente obedecía al hartazgo de tratar con gente menuda por parte de nuestros padres, pero yo estaba convencido de que tal castigo solo podría obedecer una ofensa gravísima causada por mi persona o en su defecto por mi hermana Ana, teniendo que cargar yo con las consecuencias al ser su hermano mayor.

No recuerdo el origen de la enemistad entre Pili y yo, pero solo escuchar su nombre provocaba en mi interior más terror que el Duque de Alba en todo Flandes. Los lloros resultaban interminables.  Ella era muy delgada y morena, con pelo corto y estoy seguro que entre mi recuerdo y la realidad, la distorsión es infinita. El único aspecto positivo del abandono temporal, provenía de la oportunidad inmejorable para condecorarnos con las medallas más codiciadas por los niños de mi generación, la visión de rombos televisivos. En realidad, el contenido inapropiado de la programación marcada con tales figuras geométricas, era lo de menos. El hecho diferencial e incluso trascendental suponía ver los propios rombos blancos, que nos dejaban obnubilados, tal y como les ocurría a los simios de la película, 2001: Odisea en el espacio, cuando observaban aquel misteriosos y oscuro paralelepípedo. Ver uno resultaba destacable, dos casi imposible. Como en muchas otras facetas de la vida, se disfrutaba más presumiendo del delito en el colegio que perpetrándolo, aunque siempre había algún adelantado que afirmaba que nuestras quimeras hechas realidad eran su rutina. No hay lugar a duda de que estos individuos bien mentían o bien se habrán convertido en delincuentes debido a las nefastas consecuencias de tal exposición.  Incluso me atrevería a afirmar que en ambos casos, estos compañeros podrían atesorar grandes  probabilidades de ser nombrados ministros hoy en día.

Si por el contrario los niños éramos premiados, acompañábamos a nuestros padres en su velada. Supongo que no siempre nos llevarían al mismo restaurante, pero del que más nítido recuerdo guardo se encontraba cerca de la Plaza de Cañadío, donde servían comida mandarina. Más que a las delicias culinarias que pudieran ofrecer, creo que la duradera impresión se debe a la presencia de exóticos camareros, guirnaldas de papel, peceras iluminadas y toda esa atmósfera asiática, tan desconocida para mí entonces y tan común ahora. Además, las amables sonrisas de los orientales y sus continuas genuflexiones eran bien recibidas por su majestad.

A la salida, la muchedumbre en los aledaños del establecimiento solía ser inmensa, acompañada de música y algarabía. Sobra decir que no tenía ni idea de lo que les pasaba a muchos, los cuales probablemente estarían vomitando o realizando cualquier actividad propia de la embriaguez.  Quiero pensar que los  adultos nos contarían lo primero que se les ocurriese para explicar la situación, cambiando rápidamente de tema.  Lo que sí recuerdo era lo poco apetecible que me resultaban aquellas estampas costumbristas. Años más tarde, confieso que involucioné en mis gustos.  Ahora, creo haber recuperado mis principios originales.

Cuando los días no eran apropiado para pasarlos en la playa, solía ser habitual traspasar la marca San Martín y atravesar con la debida protección adulta, la Avenida de Castelar hasta llegar al Paseo de Pereda, dónde si bien cabía la posibilidad de que nos compraran un helado en Regma. También podíamos caer en desgracia y adentrarnos a hacer recados en comercios como Pérez del Molino, ubicado en una calle paralela. Solo con mucha suerte y de nuevo sin saber muy bien a que fenómenos obedecían tales fuerzas benignas, nos llevaban a los difuntos Cines Bahía, donde tras la proyección podías volver a rememorar la película mirando los fotogramas que se encontraban tras una cristalera en la entrada, a modo de tráiler. Si no recuerdo mal un día vimos Los Hermanos Marx en el Oeste, aunque puede ser que lo soñara dado que no soy lo suficientemente anciano como para presenciar su estreno y no creo que nos llevaran a algún ciclo de cine donde estuvieran reponiendo dichas películas de culto. Si fuera el caso, me imagino las caras de los cinéfilos de entonces echando pestes cuando veían a unos mocosos entrar en la sala, previendo además risas agudas con cualquier escena insustancial.

La pesca en Puerto Chico era otra actividad alternativa a la playa. Una vez más mis primos me contaban historias fantásticas sobre hazañas pescando pulpos y demás bestias, pero yo solo conseguía ver como los mules del embarcadero comían las migas de pan que les tiraba.

De este modo solía transcurrir la temporada estival y otras festividades durante el primer lustro de la década de los ochenta del siglo pasado y una vez más prevalece el instinto protector que hace olvidar lo que no queremos recordar, borrando por completo de la memoria los viajes de vuelta a Bilbao.

Desde que mis tíos dejaron el piso que alquilaban en la calle Pérez Galdós y se mudaron al otro lado de la bahía de Santander, a Rubayo, no he vuelto a dicho lugar. Tampoco me gustaría, aunque sin duda ayudaría a ordenar mis dubitativos recuerdos debido a mi relativa corta edad en aquella época.

En cambio sí puedo asegurar que el presente relato se ha convertido en una auténtica reposición de anécdotas de lo que significaba Santander para mí, alejándome del propósito inicial, que no era otro que exponer una nueva teoría que me vino a la mente durante una noche de insomnio hace unos días. Santander ya no representa lo que representaba porque aunque hace décadas que ella ya no vivía allí, o mejor dicho, ya no dormía allí, nunca he podido dejar de asociar esta ciudad con mi difunta tía Elena. Al igual que yo, ella tampoco era santanderina, pero no creo que importe demasiado.

Anuncio publicitario

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s