Matt Groening inventó el concepto de falso antro y Vicente del Bosque el de falso nueve. Permitidme entonces cometer una falsa pedantería. Falsa, porque no puedo presumir de unos conocimientos extensos sobre la materia de referencia, condición indispensable para ejercer el honor de ser pedante, ya me gustaría. Sin embargo, pedantería al fin y al cabo, debido a que la temática a tratar, el cine asiático, suele incluirse en esta categoría. El viraje hacia el Este siempre provoca estas consecuencias. Lo mismo le ocurre a un norteamericano cuando intenta conversar acerca del cine europeo.
Como atenuante a mi favor, puedo asegurar que nunca he lucido barba frondosa y mis gafas realmente están graduadas y hechas de una pasta finísima, tanto que resulta casi imperceptible.
El caso es que, la semana pasada y con un día de diferencia vimos dos películas que en principio pudieran parecer muy similares. En ambas las tramas eran sencillas, las conversaciones entre personajes resultaban intrascendentes, los paisajes anodinos dominaban durante todo el metraje y los planos secuencia parecían eternos. Incluso se utilizaba una técnica cuasi prohibida por los supuestos entendidos del cine, el zoom, en lugar del travelling (movimiento de la cámara, normalmente sobre raíles).
Sin embargo, una de ellas nos encantó y la otra nos aburrió soberanamente, tanto que sirvió como descanso de una semana frenética visionando películas y haciendo honor a su argumento onírico, di algunas cabezadas durante su proyección.
La segunda, la mala, la firmó un director cuyo nombre se encuentra a medio camino entre actor porno y faraón egipcio. El susodicho se llama Apichatpong Weerasethakul, tailandés, y la película, Cemetery of Splendour. A priori el planteamiento parecía original: unos soldados se encontraban ingresados en un hospital dado que padecían la enfermedad del sueño y una señora de mediana edad les visitaba a diario, logrando mantener cortas conversaciones con uno de ellos.
La primera, la buena, la firmó un director coreano que se llama Hong Sang-Soo. Cuando intento recordarlo solo me vienen a la cabeza múltiples permutaciones incorrectas de su nombre, Song Hang-Hoo, Hon Hang-Hoo, Song Sang-Soo…
La película se llama Right Now, Wrong Then. El juego de palabras del título ya resultó atractivo, siendo el argumento idéntico a otra película del mismo director que vimos el año pasado: Un director de cine se encuentra sólo, en invierno, en una ciudad coreana insulsa. Éste conoce a una chica, hablan en un café y luego ambos se encuentran con más personas y siguen hablando. La película se podría incluso considerar un plagio de si misma, porque en torno a la mitad, la trama vuelve a comenzar de nuevo.
Dado que estoy seguro de que nadie se va a tomar la molestia de verla y pocos habrán llegado a este punto del relato, puedo destriparla sin grandes remordimientos. Además, a mí no me importa que me cuenten las películas ya que me permite desviar la atención de la trama y dedicarla a verla tranquilamente. Como nuestra cultura occidental siempre aconseja hacer a los demás lo que nos gustaría que nos hiciesen, quedo salvado de la quema.
El director de cine coreano, personaje principal, en la primera parte intenta seducir a la chica mediante engaños, saliéndole todo mal. En la segunda parte, la trama resulta similar, pero en cierto punto, en lugar de dedicarle un halago vacío, genérico, se implica y expresa lo que realmente opina, incomodando a la chica que intenta seducir. No obstante, su honestidad atrapa a la fémina y a partir de ese momento todo le sale mejor a nuestro héroe.
Si bien, la segunda película parecía más atractiva que la primera, una vez más las apariencias nos engañaron. En la cinta tailandesa todo resultó absurdo, soporífero, sin gracia, sin ningún hilo conductor por muy fino que fuera y los actores no transmitían nada en absoluto. En cambio, la coreana estuvo llena de sutilezas que funcionaban, con gracia, que enganchaban. Es más, días después, continuo pensando sobre lo fácil que resulta traicionarse a sí mismo, callarse y no expresar opiniones por miedo a no ser entendido, a quedar mal, a resultar señalado y las nefastas consecuencias finales que supone seguir dicho camino.
De Joaquín Sabina siempre se ha dicho que tiene mucho mérito ser tan bueno cantando tan mal. Lo mismo le ocurre a Bob Dylan y en mi opinión a Hong Sang-Soo también le sucede algo similar.
Un visionado rápido y de reojo de su filmografía puede provocar sorpresa e incluso indignación a la hora de valorar los galardones de mejor largometraje y mejor actor principal que ha obtenido en la reciente edición del Festival de Cine de Gijón. En cambio a mí no me sorprende en absoluto.
Del director tailandés creo que solo recordaré que suya fue la última película que seguramente veremos en los Cines Centro de Gijón antes de su cierre y dormir fue lo más placentero que pude hacer aquella noche.