Tíbet

Si bien no hay viaje del cual me haya arrepentido, el día antes de partir siempre suele resultar difícil.  No ya solamente por haber dejado casi todos los preparativos para última hora, sino por saber que en muy poco tiempo se despegarán aquellas rutinas que aunque ahogan, también reconfortan. Rápidamente se empieza a echar de menos absurdamente la cama, el baño, la pulcritud, las aceras, los sumideros que tragan el agua de las calles cuando llueve, los catalizadores de los tubos de escape, las bocinas sin desenvainar. En definitiva, la calma de una ciudad abarcable.

Uno pasea por Oviedo prestando atención a gente desconocida que cualquier otro día pasaría desapercibida, pero que siendo el último antes de marchar a otro continente, aparenta ofrecer un interés formidable e inusitado.  Sin poder evitarlo la imaginación comienza a divagar sobre lo que ellos harán durante nuestra ausencia y en cierto modo, parecen actividades mucho más placenteras que las que esperan en tierras lejanas. Lugares desconocidos para nosotros, con la incertidumbre añadida derivada de una forma de viajar que se podría equiparar al malogrado cine Dogma, lleno de restricciones ridículas. Regla numero uno: Si las autoridades no lo impiden, solo se reservará con antelación la primera noche de hotel en el país de destino. Regla número dos: Durante el viaje habrá que caminar varios días por encima de 3.000 m de altitud, siendo aconsejable sobrepasar los 5.000 m en algún momento. Regla número tres: Queda totalmente prohibido llevar consigo una buena cámara de fotos, siendo recomendable tomarlas con el teléfono móvil. Regla número cuatro: Si no le entienden a uno en inglés, se siente. Axioma madre: Yo nunca participaré en la planificación del viaje, por vagancia e insolidaridad, dejándolo todo en manos de Noe.

En otras culturas más espirituales, cualquier aventura comienza con una puja u plegaria, ceremonia solemne que intenta ahuyentar a los malos espíritus. En nuestro caso, nunca salimos de Oviedo sin visitar uno de nuestros tugurios predilectos, la confitería Rialto. Lugar en el cual he llegado a entrar en éxtasis por sobredosis de azúcar en numerosas ocasiones, ante el estupor de las adorables ancianas que como los buenos bebedores, siempre saben mantener la compostura por muchos excesos que cometan. Las tortitas con nata y caramelo de este salón de té son insuperables y la rancia decoración, ajena a cualquier moda, le otorga ese aplomo que solo tienen los lugares sin trampa ni cartón, los lugares que no pueden verse repetidos en otra ciudad, ya que en vez de caer desde un avión en paracaídas, parece como si hubieran emanado de la tierra durante la última orogenia.

Si un día tuviera el honor de conocer al dueño/a, solo le pediría que cuando muramos,  colocara una pequeña placa en nuestro honor, igual que la dedicada a Severo Ochoa en una de las butacas del Teatro Campoamor. En la inscripción se  leería: “Aquí se sentaron y degustaron ambrosías Noe y Pablo todos los viernes de cada mes, colaborando durante mucho años en rebajar en unas cuantas décadas la media de edad de nuestros clientes, incluso no siendo ellos demasiado jóvenes.”

La segunda manía suele consistir en vaciar las existencias de la farmacia de la calle Magdalena. Nunca llegamos a utilizar los medicamentos que compramos, pero da una falsa seguridad llevar consigo un sinfín de antibióticos.

-Necesito urgentemente un poco de alma, por favor-

-¿Cómo?-

-Perdón, Almax-

Las bromas siempre se le ocurren a uno después de que vengan a cuento.

La preparación del equipaje suele relegarse al último lugar de la lista de tareas y la mayor parte del espacio suele ser ocupado por material de montaña y los inútiles antibióticos, quedando apenas unos huecos libres para el resto.

Unas pocas horas después de finalizar el día, un taxi suele esperar de madrugada en el portal y la triste partida comienza. Hasta los beodos adolescentes que vemos a través de la ventana volviendo a casa provocan cierta envidia en esas horas intempestivas. Ellos, cada vez más cerca de encontrarse con su plácido camastro y nosotros adentrándonos sin remedio en un rocambolesco viaje por la republica capitalista, perdón comunista de China y por ese territorio que al igual que el Sahara Occidental, queda un poco en tierra de nadie y se llama el Tíbet.

Las primeras nociones que tengo sobre el Tíbet provienen del célebre Hergé y su afamado Tintín en el Tíbet.

Hace unos años, las personas nos esforzábamos por tener nuestras propias opiniones y a veces hasta pensábamos que eran genuinas, originales y que a nadie se le podían haber ocurrido tales erudiciones. Hoy en día en cambio no hace falta ni siquiera tomarse la molestia de reflexionar sobre nada en absoluto, porque lo más seguro es que alguien ya haya pensado por uno antes lo que quiere expresar y lo habrá publicado en internet. Todos mis sentires sobre la obra magna de Hergé se hallan en la Wikipedia. Aspectos que de niño pasaba por alto, pero que siendo benévolos puede que hasta me influyeran de forma inconsciente, ahora los comprendo gracias al altruismo de algún otro congénere:

Tintín en el Tíbet (Tintin au Tibet) es un álbum de aventuras de Tintín, escrito e ilustrado por el historietista belga Hergé. Se publicó en francés en 1960.

Tintín en el Tíbet es el vigésimo libro de la serie Las aventuras de Tintín. Se ha dicho que fue el álbum favorito de Hergé (previamente lo fue El secreto del Unicornio), y fue escrito durante un período difícil de su vida, cuando se estaba divorciando de su primera esposa. La historia es diferente a la de los otros libros de Tintín, de antes o de después: no hay enemigos y solo un pequeño número de personajes. La historia es también inusualmente emotiva para Tintín: momentos de mucha emoción como la obstinada creencia de Tintín en la supervivencia de Chang, el descubrimiento del osito de peluche en la nieve, el Capitán Haddock sacrificándose para salvar a Tintín, el regreso de Tharkey, el encuentro con Chang, y como el yeti pierde su único amigo. Podemos ver a Tintín llorando al imaginar el destino de Chang, algo que solo se hace en dos ocasiones a lo largo de toda la serie (la otra es El Loto Azul).”

A esta reseña, solo puedo añadir que una vez más la manera de documentarse de Hergé fue exquisita. Él sí que no podía ayudarse de un buscador cibernético cuando necesitaba inspiración para confeccionar verdaderas obras de arte.

Gracias a internet también he aprendido que debido a leer una y otra vez su obra cuando era niño, hoy en día tengo grandes probabilidades de convertirme en un filo nazi fascista, si no lo soy ya. Normal, el año pasado después de disfrutar de la exposición del museo de El Prado Diez Picassos del Kunstmuseum Basel, me entraron unas ganas incontenibles de maltratar a Noe, a Cristina, a sus dos hijas y a toda mujer a la redonda, emulando así al genio malagueño.

Por último, sería oportunista por mi parte afirmar que los viajes que ahora realizo son fruto de un sueño que siempre tuve de niño gracias a Hergé porque faltaría a la verdad. Los viajes que acometo se deben exclusivamente a los empellones que me propina Noe para que salga de mi perezosa zona de confort.

En el apartado de burocracia, esta vez fue interesante observar como para obtener un visado para entrar en China resulta necesario especificar que no se pisará el Tíbet. Sin embargo, para obtener un visado para visitar el Tíbet, se precisa tener en vigor un visado chino. Menos mal que mis conocimientos sobre algebra Booleana, donde se explica entre otras cosas la intersección de dos conjuntos, se encuentran enterrados bajo numerosas capas de denso polvo. De no ser así, me temo que no hubiésemos salido de casa. Una vez más, tuvimos que acudir a las mentiras piadosas para sortear al ingenuo mastodonte burocrático.

Aun con falsedades, obtener un visado para el Tíbet resulta tedioso ya que una empresa local se tiene que encargar de todos los tramites, tutelando cada paso que uno da durante su estancia. Por alguna extraña razón, cuando caminábamos por Lhasa retumbaba en mi cerebro una canción de The Police, malinterpretada como canción romántica y llamada Every breath you take (I’ll be watching you).

Por falta de planificación, nuestro visado para el Tíbet se tramitaría una vez estuviéramos viajando por China. Resultó un poco estresante no tenerlo hasta unas horas antes del vuelo a Lhasa. No solo por ya tener comprados los pasajes sino porque diez días antes habíamos sufrimos bastante para enviar por correo desde Beijíng a Lhasa una mochila llena de nuestros cachivaches de montaña. Incluso la inestimable colaboración de mi buen amigo Edgar, que se encontraba también en Beijíng y habla mandarín, no fue suficiente para hacerles comprender nuestro propósito. Tardamos días en conseguirlo. Solo faltaba que después de tanto esfuerzo no pudiéramos ir nosotros.

La llegada a Lhasa fue tranquila. El aeropuerto no parecía antiguo, ni tampoco demasiado grande. En cierto modo fue una sorpresa no bajar del avión por las escaleras y sí hacerlo por esas pasarelas que tanta satisfacción producen, pensando que el progreso de la humanidad existe, que no se trata de un invento para mantenernos satisfechos. Qué triste, que al final juzgamos a los países, más de lo que pensamos, basándonos en estas tonterías. Pasarelas que conectan el avión con la terminal, país moderno y avanzado. Escaleras y autobús para bajar del avión, país anclado en el pasado, atrasado y/o pobre. Recuerdo perfectamente aterrizar en el aeropuerto de Bilbao de niño y sorprenderme porque todos los taxis eran de marca Mercedes, mientras que en Nueva York eran de marca Ford. No me cuadraba porque sabía que la renta per cápita estadounidense era mucho más elevada que la española. Sí, tuve momentos en mi niñez muy repelentes, aunque no se notaba demasiado ya que poseía un gran sentido de ridículo. En mi defensa alegaré que todo se debe a un almanaque que me compraron para hacer un trabajo en el colegio, el cual rebosaba de datos fascinantes. Creo que a Barack Obama también le sorprendió cuando visitó España y comprobó la extensa red de ferrocarril de alta velocidad que disfrutamos todos los días. Afirmó con cierta sorna que debíamos de ser un país muy rico. De niño no entendía nada, ahora sí comprendo ciertos aspectos del funcionamiento de la sociedad que me rodea.

También esperaba recoger nuestro equipaje de una de esas cintas transportadoras tan rudimentarias que parecen moverse a pedales y cuyo mecanismo de funcionamiento resulta comprensible, ya que tras unas barbas de goma que torpemente esconden lo que cubren, puede observarse a un desganado operario descargar los bultos más inverosímiles casi directamente del avión. Al contrario que esas máquinas que vomitan maletas hacia arriba con poco esmero, sin saber muy bien ni cómo ni quien las ha llevado allí. La verdad es que no recuerdo como fue aquel momento tan relevante de todo viaje.

Sí recuerdo que un representante de la agencia de vigilancia ya nos aguardaba a la salida y nos recibió colocándonos alrededor del cuello sendas hadas, unos pañuelos de tela blanca que se entregan como señal de agradecimiento u ofrenda. Los de verdad suelen confeccionarse con seda, pero los nuestros debieron de provenir directamente del bazar más cutre de China, porque se deshilachaban con solo mirarlos, llenando cualquier objeto que tocaban de infinitos hilos blancos. Tardamos semanas en quitarlos de todas nuestras posesiones.

Nos subimos en un coche y partimos hacia Lhasa, la cual se encontraba a menos de dos horas por una carretera que atravesaba valles glaciares imponentes, remontando el río Brahmaputra, cuyas gélidas aguas todavía desconocían el largo camino que aún les quedaba por recorrer hasta descansar en el cálido golfo de Bengala.

La nítida luz de octubre ofrecía un paisaje majestuoso dónde sus rayos, muy debilitados atravesaban como podían unas nubes tan dispersas que resultaban inofensivas, difuminando así el poco calor que les quedaban en nuestras pálidas teces. Después de saltar de una ciudad contaminada china a otra durante diez días, se agradecía respirar un aire tan puro como escaso en un país dónde la polución resulta mucho más acuciante que en occidente, por el simple hecho de contener a más de mil millones de personas consumiendo al unísono, en una superficie similar a la del continente europeo. En cambio por aquella carretera, la presencia humana se limitaba a una autovía casi vacía la cual desconcertaría sin duda a una de las heroínas de Noe. Alexandra David-Neel en 1924, dejó atrás su vida acomodada en Francia para convertirse en la primera persona extranjera en acceder a un territorio prohibido para los foráneos. Se camufló bajo unos ropajes tibetanos y caminó por vías rudimentarias durante largas jornadas hasta llegar a una Lasha ignota para occidente, mucho antes de que el Tíbet fuera invadido por el eufemístico Ejército Popular de Liberación de China.

A mediados de los años veinte del siglo pasado Lasha se encontraba ajena a toda influencia exterior, influencia que por otro lado podría llegar a ser constructiva hoy en día si se tratara del poso de una cultura vecina milenaria, pero por alguna nefasta razón todos los países acaban exportando su faz más zafia, como si fuera una forma simbólica de librarse de sus propios residuos y vergüenzas.

La capital del Tíbet se encuentra rodeada de edificios altos de mala calidad, con calles peor urbanizadas llenas de colonos Han subvencionados por el gobierno chino. Todos ellos dispuestos a invadir pacíficamente una región singular e intentar diluir una cultura y raza a base de plástico, ruido y hasta escupitajos en la calle si fuera necesario.

Qué fácilmente pasa uno de víctima a verdugo. Al principio del siglo XX China se veía asolada por las potencias extranjeras occidentales que explotaban a su merced un país que quedó tocado tras perder las guerras del opio frente a Inglaterra en el siglo XIX. A modo de último recurso, se creó una organización secreta que formó a unos guerreros románticos que sin utilizar armas de fuego y protegidos exclusivamente por amuletos divinos pasarían a la historia. Luchadores que pondrían en jaque los intereses occidentales en China en la denominada rebelión de los bóxers con su famoso asedio a la ciudad de Pekín, que tan bien supo retratar Nicholas Ray en su película “55 días en Pekín”. Apenas medio siglo después se cambiarían las tornas y al igual que pasaría con el pueblo judío, la víctima invierte su papel.

Llegamos a Lasha y la primera parada se efectuó en la oficina de nuestros tutores donde tuvimos que abonar el resto de la deuda pendiente para poder así recuperar nuestras posesiones antes de llegar al hotel. El simple hecho de subir las escaleras hasta la habitación suponía un esfuerzo adicional, empezándose a notar el efecto de los 3.600 m de altitud, en contraposición con los escasos 400 m sobre el nivel del mar de Xian, lugar de origen de ese mismo día.

Si bien es cierto que la raza Han rodea la ciudad por todos sus costados, el centro de Lasha aún conserva su esencia tibetana, con edificaciones bajas pintadas de blanco y rojo y custodiadas todas ellas por el soberbio palacio Potala. Inmensa edificación enclavada en una pequeña loma con unas vistas inmejorables de todo el valle. Sus paredes parecía como si lloraran un sufrimiento contenido, expresado sutilmente por una pintura bermeja corrida sobre un fondo albino, al igual que en los ojos vidriosos de una mujer maquillada.  Hambrientos, salimos a dar un paseo hasta encontrar una estupenda terraza ubicada en la azotea de una tienda. Las visión cenital de gente paseando tranquilamente y unas banderas de oración ligeramente ondeadas por una fresca brisa otoñal abrigaba un ambiente tan pacífico que toda tensión sufrida hasta entonces se desvaneció tan rápidamente como las buenas palabras, previas a convertirse en hechos.

Debido a los numerosos actos de protesta por la ocupación que se llevan a cabo en el centro histórico de la ciudad, para acceder al mismo se precisa pasar por controles policiales-militares esparcidos por todos los puntos que convergen hacia él. Una vez dentro, entre efluvios provenientes de la quema de velas de mantequilla, uno se ve arrastrado por un torrente de tibetanos que caminan en el sentido de las agujas del reloj girando en torno al monasterio de Johkang, mientras murmuran mantras incomprensibles para nosotros. Se trata de una costumbre diaria denominada khora. De esta forma quedan perdonados los pecados cometidos. Si el khora se acomete realizando un ejercicio que entremezcla el caminar y arrastrase por el suelo ayudado por unos tacos de madera en las manos, el perdón resultará más eficaz. En cambio si el khora se realiza rodeando el monte Kailash en el oeste más remoto del Tíbet, creo que el perdón se convierte en eterno.  La cumbre del monte Kailash es tan sagrada para los tibetanos que incluso Reinhold Messner, uno de los mejores alpinistas de todos los tiempos rehusó a conquistarla por respeto cuando se lo ofrecieron las autoridades.

Nuestro guía se hacía llamar Tommy, recordándome su aspecto al del músico Sixto Rodríguez, con larga melena y sombrero tibetano, muy similar al de los vaqueros americanos. Conocía bien la ciudad y todas las visitas las acompañaba con pasajes sobre la historia del budismo y acerca de como Padmasambhava o Gurú Rimpochet introdujo este conjunto de creencias en el Tíbet en el siglo VIII, o sobre aspectos más conocidos, como que el actual Dalai Lama se encuentra exiliado en la India, huyendo de la persecución del gobierno chino.

Los días transcurrían tranquilamente a pesar de nuestra ansiedad insostenible por la falta de azúcar durante casi dos semanas. Por lo general en Asia oriental los postres no resultan ni muy apetecibles, ni dulces. Es más, incluso brillan por su ausencia. Uno solo podrá encontrar guarrerías sanas como helado de guisante o una especie de almíbar insípido de soja que lo baña todo, insuficientes para unos verdaderos adictos. Cuando divisamos aquel establecimiento diminuto que vendía un sucedáneo de magdalenas sin nombre, casi se nos caen las lágrimas de felicidad. Todos los días visitábamos a aquel anciano tan afable que con una sonrisa nos servía sus sobrios manjares, sin ningún tipo de condimento o cobertura coloreada que le permitiese venderlos por cinco veces su valor, como suele ocurrir en Europa. Aparte de nosotros, nunca vimos a nadie  comerlas y llegamos a sospechar que el propósito de la tienda fuera exclusivamente colmatar de ofrendas a las numerosas divinidades tántricas. A la tercera visita creo que ya nos veía como unos seres azulados, con cuernos, colmillos afilados, y ojos saltones que buscaban su diezmo.

El día antes de partir en todoterreno hacia el monasterio de Gandem desde donde comenzaríamos nuestra ruta hasta el monasterio de Samye, Tommy nos propuso visitar un mercado de imitaciones. Nosotros no necesitábamos nada, pero nos extrañó que él comprara unos pantalones impermeables para la ruta. En mi humilde opinión, los pantalones impermeables acaban siendo bastante incómodos para caminar, superando con creces las molestias ocasionadas a los beneficios en caso de encontrarse con mal tiempo. En situaciones menos aeróbicas como la pesca en alta mar o incluso el esquí, puede que sean útiles, pero no en montañismo de altitud media.

La mañana siguiente nos recibió Tommy en nuestro hotel con sus flamantes pantalones que emitían un ruido irritante a cada paso. Un fina lluvia nos despidió de Lasha y el destartalado cuatro por cuatro comenzó su andadura hacia el monasterio de partida.

El monasterio de Gandem se encontraba en un alto a más de 4.000 m de altura. Una vez más los tonos rojo oscuro y blanco dominaban las paredes del complejo con una zona fronteriza donde los dos colores se entremezclan y difuminaban. Las cúpulas doradas le otorgaban al edifico santo cierto esplendor sin resultar demasiado ostentoso.

En su interior un espeso ambiente llenaba las estancias donde los monjes rezaban acompañados de diversos instrumentos de percusión y viento. He de reconocer que el lugar transmitía cierta paz y sosiego, y seguramente podría incluirse en mi numerosa lista de lugares donde me gustaría pasar una temporada. A Noe, dicho concepto tan estático de falta de movilidad durante días y días le provoca urticaria. Seguro que en el fondo a la segunda jornada yo también estaría ansioso por escapar de esos lugares un poco utópicos, pero el simple hecho de recrearme en tal deseo me resulta suficiente.

En Lasha nos perdimos el pintoresco y rutinario debate que los monjes celebran para comprender mejor las escrituras budistas. Tampoco tuvimos ocasión de verlo en Gandem. En su lugar pudimos observar de nuevo numerosas salas llenas de billetes depositados por los fieles como obsequio para los seres divinos y unos monjes que los contaban pacientemente. Tampoco era extraño observar como los monjes más jóvenes hablaban con sus teléfonos móviles, conversaban entre sí o fumaban entre rezo y rezo. A los occidentales este tipo de actos nos causa extrañeza y hasta cierta decepción, pero incluso los monjes que viven dejados de la mano de Budha y a cierta altitud, alguna vez tendrán que contarles a sus madres como les va y evadirse de tanta espiritualidad, aunque sea mediante el uso de tabaco, conversando o entrando en otro tipo de trance mientras apuntan la recaudación del día. Sería como pensar que los curas cristianos en vez de calzar zapatos de suela de goma en invierno, bufanda y abrigos, tuvieran que vestir con sandalias bíblicas y túnicas para seguir adecuadamente los preceptos de Jesucristo.  Las personas siempre acaban por mostrar su lado menos solemne y más costumbrista. Si no lo hacen, seguramente será fruto de una cierta manipulación que siempre ha existido en la mayor parte de la literatura, televisión, cine y cualquier otro formato de expresión, para no mostrar el lado menos amable de las cosas. Borrar lo superfluo y dejar exclusivamente la esencia tiene cierto peligro, la distancia sideral que se crea entre la realidad y la imagen que se intenta proyectar. Más o menos lo que suele ocurrir con las recientes crónicas de nuestros viajes.

La fina lluvia intermitente terminó por convertirse en pertinaz y en fila india comenzamos a caminar hasta el primer campamento donde nos encontraríamos con el cocinero y el arriero que habíamos contratados. Las nubes cada vez más bajas acabarían cubriendo en la lejanía los pasos nevados por los cuales discurriríamos en días postreros. Tommy los señalaba bastante timorato alegando que los yaks iban a tener dificultades al caminar por la nieve. Su comentario nos extrañó ya que precisamente los yaks son animales muy adaptados tanto a la altitud como al frío y la nieve. Tras unas horas caminando por una crestería, al fondo del valle se intuía nuestro campamento. Tommy comenzó a descender por una ladera escarpada y yo le seguí sin pensarlo mientras Noe nos indicaba que por la izquierda había un camino mucho más transitable y por el cual seguimos la ruta. Una vez tomado ese camino se veía claramente que hubiese sido absurdo además de peligroso descender por la ladera que propuso un Tommy cada vez más tenso y nervioso.

Seguimos caminando tranquilamente en torno a una hora y llegamos al lugar donde pasaríamos la noche, una llanura junto a una humilde casa de unos lugareños. Una vez acomodados en la tienda de campaña, de tipo canadiense y muy anticuada hoy en día, entró Tommy para comentarnos que durante la bajada se había torcido una pierna y que no podría seguir con la ruta. La sorpresa fue mayúscula porque en ningún momento le vimos ni siquiera tropezar con nada y menos cojear. Nos dijo que llamaría a un sustituto que vendría de Lasha en unas horas.

Hasta la llegada de nuestro nuevo guía, entrada la noche, tuvimos mucho tiempo para elucubrar y aunque nadie confesó nada, nos pareció bastante plausible que Tommy en realidad no hubiera tenido nunca la más mínima intención de realizar la travesía, más que nada por falta de experiencia, y simplemente había esperado a que las inclemencias climáticas abortaran la ruta o desistiéramos nosotros ante sus absurdas insinuaciones sobre los yaks y la nieve. Cuando se vio acorralado, no tuvo más remedio que inventarse la excusa de la torcedura de pierna, la cual cómicamente representaba mientras nos daba todo tipo de explicaciones acompañado del ruido irritante producido por sus pantalones impermeables. Reconozco que esas horas recostados en la tienda de campaña en medio del Tíbet sin saber que iba a ser de nosotros no fueron muy agradables.

Nuestro nuevo guía se llamaba Lobsang. Cuando le llamaron estaba cenando con unos amigos en Lasha. Su aliento etílico le delataba y vino directamente, sin parar por su domicilio para recoger siquiera unas botas, unos guantes, unas gafas de sol, una mochila. Estaba claro que no íbamos a subir la cara norte del Eiger, pero los pasos a 5.000 m tampoco son como tomárselos a broma y atravesarlos con zapatillas deportivas y pantalones vaqueros. Resulta todavía peor si se pretende ofrecer una imagen medio seria como guía de montaña. Eso sí, Lobsang parecía mucho más entusiasta que Tommy. Como modo de romper el hielo, nos llevó a la vivienda cercana para presentarnos a la numerosa familia que allí habitaba, la cual nos acogió en su salón decorado con la obligatoria foto de Mao Zedong junto a la bandera china. Nos sirvieron agua caliente porque no disponían de té. No quisimos parecer descorteses así que bebimos lo que nos ofrecieron aunque con bastante inquietud, ya que no teníamos la certeza de que el agua estuviera hervida, y el ganado campaba a sus anchas por ambas márgenes del río, de donde seguramente captaban el agua que bebían. Para más inri, en el Tíbet rural las boñigas del ganado se secan y se pegan a las paredes de la vivienda o donde buenamente puedan para utilizarlas después como combustible para cocinar, con lo cual uno se ve rodeado por coliformes fecales sin escapatoria posible.  Las posibilidades de contraer una diarrea que estropeara el resto del viaje aumentaban considerablemente. Mientras tanto Lobsang se seguía emborrachando, bebiendo un licor casero que le ofrecieron y pasándoselo en grande. Nosotros dábamos pequeños sorbos al agua caliente con una incomoda cara de circunstancias e intentando que no se notara que estábamos en medio de una situación ciertamente extraña. Lo peor de todo era que el patriarca insistía en que bebiéramos para posteriormente cumplir con la cortesía tibetana de rellenar de nuevo el vaso, aumentando más las posibilidades de que nuestro estomago albergara gérmenes patógenos no identificados.

Esa noche dormí francamente mal por todo lo acontecido desde la tarde. Nos encontrábamos en manos de un guía alcoholizado con ropa de calle y en connivencia con una familia rural empeñada en que muriésemos por disentería o algo similar. Nada podía salir bien.

Sin embargo, por la mañana todo se veía de otro modo. El entorno parecía más claro, menos amenazador.  Lobsang ya había procesado el alcohol ingerido y no parecía que fuera a continuar con tales prácticas, lo cual agradecimos enormemente. Después de degustar un desayuno caliente junto a la escarcha que cubría nuestra tienda de campaña, comenzamos la ruta. El cocinero y el arriero se quedaron atrás para recoger el campamento, pero pronto nos alcanzarían e incluso adelantarían.

El arriero no conversaba mucho, ni con nosotros ni con sus compañeros, engrosando así su aura mítica de vaquero de anuncio de tabaco americano que cabalga por las llanuras de l estado de Colorado. Anuncios no ya solo denostados y prohibidos, sino incluso parodiados en cierto modo por algún director de cine oriental. Solo con observar su sombrero de ala ancha, su cara curtida y su bigote frondoso ya se podía intuir que nuestras vidas se distanciaban enormemente de la de él y que en el terreno donde nos encontrábamos, el cual él dominaba, estábamos a su merced.

Tras unas pocas horas caminando por un paisaje seco, anaranjado, nos detuvimos para montar el segundo campamento, lo cual nos sorprendió bastante dado que casi podíamos divisar desde allí el campamento anterior. La altitud todavía no suponía un problema y las bromas de Lobsang amenizaban la tarde mientras el cocinero preparaba una buena cena y el arriero se ocupaba de cuidar a los yaks. Los ataba los unos a los otros para evitar que pudieran desplazarse demasiado lejos. El clima parecía que mejoraba lentamente y sin querer, la noche nos alcanzó, a la vez que aparecían las primeras estrellas.

La falta de actividad en los campamentos no solo no resulta aburrida, sino que la desconexión momentánea se agradece. Unas verdaderas vacaciones mentales. Una extraordinaria purga informática, difícil de llevar a cabo durante el día a día entre el trabajo de oficina y un ocio cada vez más ligado a una pantalla. En los viajes remotos el cerebro deja de procesar los torrentes de datos ajenos que le llegan y a veces hasta se atreve a crear sus propios pensamientos. Quizá el saber no ocupa lugar, pero sí conlleva tiempo, y este tiempo dedicado a conocer lo que piensa el resto de la humanidad, vía periódicos, películas, libros y redes sociales, no se puede emplear en comprobar si uno mismo realmente tiene capacidad de reflexionar por su cuenta. Difícil equilibrio, el de mantener un flujo equitativo entre la entrada y salida de información de cada cual. Me temo que este dilema no lo soluciona ni un político creando un ministerio ex profeso.

Por otro lado, enseguida se acostumbra uno a las incomodidades propias de los campamentos, del no poder cambiarse diariamente de ropa, de no poderse duchar, de no disponer de un inodoro de loza, de carecer de calefacción, de una cama. Nunca comprenderé cómo es que no puedo resistir más de un día sentado en la oficina sin pasar por agua y jabón y sin embargo, la sensación de suciedad tras caminar días seguidos por el monte sin ducharse no aparece hasta que se llega de nuevo a la civilización. ¿Será metafórico? ¿Pretenderé a diario limpiar una suciedad de la que nunca lograré desprenderme a base de agua? Fregar, junto al consumo de alcohol siempre han constituido los pilares terapéuticos básicos más socorridos entre los españoles.

A medida que aumentaba la altitud, el frío se hacía notar y la nieve comenzaba a cubrir el amplio valle que nos guiaba hasta el paso más alto, llamado Shogu-La (5.265 m), para descender unos metros y coronar después el Chitu-La (5.225 m). Lobsang comenzaba a notar la inclemencia de la nieve sobre sus zapatillas deportivas y una mezcla entre pena y rabia nos invadió.  Solo faltaba que nuestro guía sufriera congelaciones, pensábamos, y tuviéramos que participar en su rescate. Él con una sonrisa nos contaba cómo cuando era pequeño atravesó con sus padres la cordillera del Himalaya huyendo del Tíbet hacia la India. Uno nunca sabe si estas historias son reales, ficticias o exageradas, pero aun así siempre resultan muy interesantes.

A casi 5.000 m de altitud los dolores de cabeza y fatiga empezaban a hacer acto de presencia. En mi caso el paso se ralentizaba y las pulsaciones cardiacas se aceleraban. En cambio Noe, como siempre, se encontraba perfectamente, como si viviera siempre a esa altitud, disfrutando de una aclimatación envidiable. Donde unos veíamos nuestras capacidades físicas mermadas, otras las mantenían intactas. Tanto que se podía permitir echar una carrera siguiendo a los yaks ladera arriba ante la incredulidad de todos.

Con cierto esfuerzo llegamos al collado, al paso más alto de la travesía entre los dos monasterios que nos recibió decorado con banderas de oración y una calavera de Yak poco alentadora que recordaba al rito infantil y porcino de “El Señor de Las Moscas”. Lobsang improvisaba un gorro con una bufanda y nos pidió que le sacáramos fotos para enviárselas a sus conocidos. En ese punto empezamos a sospechar que al igual que nosotros, era la primera vez que nuestro guía se encontraba en ese lugar y que más que guía hacía de traductor entre el cocinero, el arriero y nosotros. Así que mientras Lobsang se revolcaba en la nieve, feliz como un niño, nosotros le retratábamos para que compartiera su proeza con sus amistades. Si no fuera porque le estábamos pagando por imperativo legal, hubiese resultado hasta gracioso.

La bajada del collado parecía algo más abrupta, si bien el camino se encontraba bien marcado. Los yaks no tuvieron ningún problema tal y como sospechábamos, aunque sí pudimos observar como un reguero de sangre nos acompañaba y destacaba sobre el paisaje helado. Al preguntar, nos dijeron que no nos preocupáramos, que sería del caballo del arriero o los yaks. No sé quién tenía más autoridad moral, si ellos por considerar a los animales como simples modos de transporte y carga, pero participando de un entorno rudo y severo, o nosotros por mostrar una excesiva sensibilidad hacia un sufrimiento visto en contadísimas ocasiones y sin embargo, viviendo en una parte del mundo edulcorada, al fin y al cabo.

Todas las complicaciones se fueron sorteando. Pedreras recubiertas de nieve con grandes bloques quedaban atrás y por delante tres lagos de cabecera encajonados entre dos laderas, los cuales rodearíamos por su margen derecha con cierto cuidado e intentando que ni los yaks ni nosotros cayésemos en sus aguas cuasi congeladas. En este punto nos dimos cuenta de que Lobsang caminaba con los ojos casi cerrados. Al final confesó que sufrió ceguera de las nieves, lo cual colmató nuestra paciencia y confirmó la imprudencia en que había incurrido al realizar la travesía sin medios adecuados. Un guía de montaña ciego parece tan ridículo como el “Hollywood Ending” de Woody Allen, donde el director de la película que estaban rodando dentro de la propia película se queda ciego. Solo imaginar que se hubiera caído al lago por no disponer de unas míseras gafas de sol, daría para representar una tragicomedia. Nada que ver tuvo la profesionalidad de los guías pakistaníes, nepalíes o tanzanos con la que sufrimos en el Tíbet. Supongo que la falta de demanda provoca estas situaciones absurdas.

El descenso aliviaba los dolores de cabeza tan rápidamente como la nieve desaparecía de nuestro alrededor y la profunda garganta rocosa que formaba el río se desdibujaba. Lobsang comenzaba de nuevo a abrir los ojos, como los capullos que florecen en primavera tras el deshielo invernal. El paisaje blanco se transformaba de nuevo en tonalidades marrones y el descenso rocoso y alpino se convertía en suaves lomas por las cuales caminábamos despreocupadamente hasta divisar el cálido campamento en el fondo del valle que nos conduciría hasta el monasterio de Samye.

Pasamos una tarde agradable observando manadas de yaks salvajes atravesar las riberas de un río poco caudaloso. Cada cual realizaba sus tareas rutinarias mientras presenciamos el momento cómico del día cuando los yaks tuvieron envidia de sus semejantes libres y a modo de rebelión empezaron a correr, despojándose violentamente de su carga, léase nuestras cosas. Finalmente el arriero pudo controlar la situación y nuestros bártulos no sufrieron desperfecto alguno, episodio que seccionó por la mitad el buscado tedio.

La pérdida de altitud, que nos acercaba a nuestro objetivo no solo elevó la temperatura sino que provocaba un notable aumento de la vegetación. Árboles muy similares a los que se pueden encontrar en Asturias se alineaban en ambas márgenes del río como si veneraran al cada vez más caudaloso serpentín acuoso mientras atravesaba dicho pasillo. Apreciación que será necesario ponderar, habida cuenta de mi flagrante ignorancia en cuestiones botánicas.  Mis conocimientos en dicha materia se limitan a poder distinguir entre flor, hierba, arbusto y árbol, con lo cual cabe la posibilidad de que estuviéramos antes especies endémicas singularísimas que yo confundía con la vegetación que nos encontramos en nuestros paseos dominicales por la cordillera cantábrica.

Al alcanzar una vivienda nómada, una jauría de perros nos recibió con ladridos, los cuales recordaron a Noe la negativa  por parte de Sanidad Exterior a suministrarle una vacuna antirrábica, ni siquiera pagando.  La vivienda se componía de una tienda de campaña enorme, confeccionada con una tela tejida a base de pelo de yak que aunque resultaba algo translucida, poseía propiedades hidrófugas. Puede que el señor Gore paseara por estos lares cuando se inspiró para crear su conocido Goretex. En medio de la tienda con forma cónica, una abertura en la parte superior permitía que el humo de la lumbre no inundara toda la estancia, alrededor de la cual se colocaban alimentos, catres y demás posesiones. Con una amabilidad supina nos invitaron a entrar y a degustar té de mantequilla salada de yak acompañado de sampa, una harina de diferentes cereales que se come cruda tras amasarla con agua. El  sampa, alimento básico en la cultura tibetana, se ingiere en cantidades muy pequeñas, proporcionando según ellos una gran cantidad de energía. Creo que el secreto estriba en que la ingesta de harina cruda provoca tal indigestión que el hambre queda saciada durante largos periodos de tiempo. En principio, nada que ver con el pan de los elfos que describía Tolkien.  Este último resulta mucho más sabroso. Lo probamos en nuestro viaje a la tierra media.

He de confesar que el té de yak tampoco nos sedujo demasiado debido a que su sabor salado, caliente y grasiento no invitaba mucho a su disfrute. No obstante, fue interesante conocer otra forma de vivir; cruda, sencilla e implacable, diametralmente opuesta a la nuestra. Los improvisados anfitriones consiguieron ganarse a Noe cuando colocaron a uno de los gatos que merodeaban por la zona sobre su regazo. Incluso la vida de estos felinos distaba mucho del dolce far niente que ha acompañado siempre a los nuestros. Vida propia de patricios durante la decadencia del imperio romano y que siempre envidiaré.

Nos despedimos de esta familia con la sensación de que la única justicia cósmica presente en este mundo parece ser que cuando nunca has tenido, ni tienes nada, sonreirás mucho más que cuando lo tienes todo. No pretendo ser ni demagógico, ni paternalista. Yo no cambiaría nuestra cómoda vida por la de las gentes que conocemos en nuestros viajes, pero sí envidio esa capacidad de sonreír que paradójicamente va desapareciendo a medida que uno progresa económicamente.

Olvidados los rencores hacia Lobsang, caminamos plácidamente durante un cálido día de octubre después del último campamento, hasta que llegamos a nuestro destino en una aldea cercana al monasterio de Samye denominada Yamalung, dónde esperamos en una especie de tasca a que nos vinieran a recoger. Mientras Lobsang, el cocinero y el arriero conversaban, comían y bebían, a Noe y a mí todavía nos sobraron fuerzas para subir incontables escaleras hasta un pequeño convento desde el cual se podía disfrutar de unas vistas fabulosas del río que veníamos siguiendo y de cómo éste desembocaba en el horizonte en el grandioso río Brahmaputra. Las banderas de oración abundaban tanto que parecían una maraña de cables eléctricos, tan propios de ciudades asiáticas.

Desde el estrecho todoterreno que nos transportaba comprobamos como el angosto valle que habíamos transitado se abría hasta convertirse en una planicie casi desértica de no ser por el mencionado río Brahmaputra. La claridad de la luz del día resultaba asombrosa y la llegada a Samye con su monasterio en forma de mandala fue igual de espectacular. Dejamos nuestras mochilas en el hotel y después de una merecida ducha, visitamos el colorido monasterio recorriéndolo siempre en el sentido horario, como marca la tradición. Una muralla blanca y roja rodeaba todo el recinto compuesto de numerosas estupas doradas colocadas geométricamente alrededor de la estancia principal. Resulta increíble que un edificio de madera del siglo VIII se mantenga en tan buenas condiciones. Desconozco si ha sido reformado, aunque supongo que el clima árido de la zona ayuda en su conservación.

Imágenes de buda en diferentes posturas sagradas, llamadas sutras cubrían las paredes, entremezcladas con seres tántricos que puede que asustaran al principio, pero que ya parecían hasta entrañables. El recorrido, amenizado por un alegre Lobsang fue extenso y relajante debido a la ausencia de otros turistas. Una vez terminado, una opulenta cena regada con cerveza de Lhasa concluyó nuestro periplo por una zona del mundo que bien merece por lo menos una visita. Un segundo viaje sería ideal, para poder visitar tanto el oeste del Tíbet y su remoto monte Kailash, como la provincia musulmana china de Xinjiang, igual de inhóspita y desconocida para muchos, incluidos nosotros.

 

 

 

 

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