-I-
La noche terminó sin ganas, dando lugar a una tímida y apagada mañana cuya mirada no se distinguía de la del día anterior o posterior. Ni siquiera los árboles esperaban ya nada de una luz demasiado lánguida para ayudar a vestir sus escuálidos esqueletos. Tampoco los caminos llenos de barro o los verdes y tapizados prados a base de escarcha podían esperar mucho de un brillo invernal, tan etéreo que apenas lograba traspasar la pupila ocular.
Las noticias de la mañana tardaban en posarse en la retina y las páginas se iban pasando con un ritmo monótono y casi preocupante, ya que se le prestaba la misma atención a los vaivenes de la bolsa, a los anuncios de ropa interior o a la última cumbre de jefes de estado en París. El silencio alimentaba la frialdad de aquella mañana de invierno.
En el otro extremo de la cocina se encontraba Pierre dando pequeños sorbos a una taza de café para alargar su contenido hasta terminar de leer el periódico por encima de sus pequeñas gafas. Con unas manos cuyos largos dedos que se asemejaban a las ramas amontonadas afuera, intentaba abrir un bote de mermelada sin perder de vista ni por un segundo un diario que le dejaba absorto ante cualquier contacto.
Las evasiones adultas son bastante más sutiles que las de la juventud y al no estar la sociedad tan alerta a las mismas, pueden resultar incluso hasta más nocivas si no se utilizan con cuidado. Si te sumerges demasiado en ellas estás perdido y si no las utilizas, una implacable realidad te acabará aplastando por agotamiento. Encontrar el equilibrio resulta difícil, ya que entrar donde uno se encuentra a gusto y dejarte llevar por una plácida corriente es muy tentador. Pero si pierdes de vista el punto de entrada, si no miras constantemente hacia atrás para buscar el camino de vuelta, te perderás y enredarás haciéndose cada vez más difícil el retorno. Y no solo resulta necesario guardar el punto de partida, sino tener la suficiente fuerza y sangre fría para nadar contra natura sabiendo que solo el volver a la realidad te permitirá que las futuras evasiones tengan el suficiente contraste para resultar útiles. Porque lo realmente importante es el contraste. Sin contraste no hay sonrisa, tampoco sufrimiento o dolor. Sin contraste no hay éxito ni fracaso. Por mucho que nos pese, el interior del ser humano se rige por unas leyes tan sencillas como las de la física. Incluso a veces pueden ser las mismas. El contraste no deja de parecerse a la tercera ley de Newton, acción y reacción.
El colmo de las evasiones es el consumo masivo de periódicos que permiten evadirte utilizando la realidad. Claro que en gran parte se trata de una actualidad ajena o macro realidad compuesta de países, conflictos lejanos, números económicos y gestas deportivas protagonizadas por otros. Por el contrario, el cine o la literatura, siendo ficción, te permite una evasión más consciente aunque perfectamente acotada. Si se sale de ciertos parámetros, al no sentirte identificado debido el bagaje cultural que todos en mayor o menor medida llevamos dentro, te decepciona.
A pesar de que Pierre tenía apenas cuarenta años aparentaba muchos más debido a sus arrugadas facciones y pálida piel que con las bajas temperaturas se tornaba azulada.
-Hay cosas que no llego a entender, papá. Se prevé un decrecimiento del PIB del 0,5%, el CAC ha bajado un 10% esta última semana, el déficit ha aumentado en el último trimestre un 2% y la gente tan tranquila sin hacer nada.-
-Pierre, puede que tengas razón, pero muchas veces la inconsciencia es el único antídoto para seguir viviendo sin entrar en depresión.-
-Sí, pero luego la gente se lleva sorpresas cuando ni siquiera saben por donde les vienen los golpes.-
-Bien, es cierto que se llevarían alguna sorpresa, pero más vale el dolor de un golpe que una eterna amargura. Además, cuando no conoces las razones de tus desdichas resulta mucho más fácil desligarte de ellas sentimentalmente y con ello auto exculparte si es que fuiste culpable.-
-Es decir, que piensas que la ignorancia da la felicidad.-
-No, pienso que cierta ignorancia da la felicidad. El conocimiento puede actuar como agente paralizante. El conocer todas las consecuencias de tus actos te impedirá decidirte por una opción y está claro que tal y como está planteado occidente, mucho mejor es equivocarse que paralizarse.-
-¿Piensas que en oriente es diferente?-
-Pienso que en oriente o por lo menos en los países más desfavorecidos, no piensan tanto en las consecuencias de sus actos ya que tienen mucho menos que perder. Sus experiencias por regla general son más terrenales, más primarias. En Europa hemos llegado a un nivel tal de bienestar que nos podemos permitir el lujo de estar deprimidos, de disociar nuestra existencia de la realidad de tal forma que ya nada tenga sentido. Puedes llegar a cubrir todas tus necesidades sin llegar a comprender el proceso de cómo se han llegado a cubrir dichas necesidades.-
-Reconozco que me he perdido.-
-Te pondré un ejemplo. Entras en un supermercado y compras un litro de leche sin conocer nada en absoluto de cómo esa leche ha llegado allí, con lo cual tiendes a despreciarlo ya que el coste que te supone es muy pequeño comparado con el complejo proceso de producir ese litro de leche.-
-Pero, es precisamente lo que llamas disociación lo que ha permitido el progreso y lo que ha permitido al ser humano trascender de sus necesidades básicas.-
-Ahí discrepo, ha permitido a algunos seres humanos trascender. Ha permitido trascender a los que tenían inquietudes y capacidad para ello ¿Pero cuántos no saben qué hacer con su tiempo? La infelicidad que reina en occidente por este motivo no es despreciable. Que la gente corriente nos preocupemos tanto por cosas que están fuera de nuestro control, a lo único que lleva es a la angustia. Sí, los problemas que tenemos a veces son tan absurdos que perdemos el norte. Y aunque reconozco que mi visión de Asia no es objetiva del todo, sí creo que no han llegado a este punto. No porque sean mejores, solo porque no han desarrollado sus oportunidades. La vieja disquisición del desarrollismo frente al no desarrollismo.-
-Si, tu visión de Asia puede que no sea objetiva por tus experiencias en esos rincones del mundo, aunque apenas las conozco. Nunca has hablado mucho de Asia, ni siquiera mamá debió de saber lo que pasó.-
-Es que hay experiencias y vivencias que uno no puede olvidar jamás ni tampoco compartir. Por ejemplo, las guerras.-
-II-
Todavía restaban unas horas para el mediodía y el calor ya se intuía a través de los agujeros de la cortina que entraba y salía por la ventana con una indecisión propia del enamorado que se declara por primera vez. Y aunque el aire espeso se adueñaba poco a poco del pequeño habitáculo, sus ocupantes miraban fijamente al frente sin mostrar emoción alguna mientras que cada bache suponía una nueva abolladura en un cuerpo maltrecho.
-¿Se puede sentar, señor?-
-¿Cómo sabía que hablaba francés?-
-No lo sabía señor, pero aparte del vietnamita es el único idioma que conozco. Me lo enseño mi abuelo hace muchos años. Sabe, trabajaba para un francés dueño de una plantación de caucho y siempre me repetía que los idiomas son el camino al éxito-
El éxito, no encuentro palabra que tenga más definiciones y ninguna al mismo tiempo. Para este conductor el éxito supone emular todo de lo que yo intento huir. ¿Cómo transmitirle que el camino que yo seguí en realidad no lleva a ninguna parte? ¿Cómo decirle que no malgaste su tiempo soñando con una sociedad que le medirá por lo único que resulta innecesario? ¿Cómo hacerlo sin romperle su ilusión y su sueño inalcanzable? La verdad es que en ocasiones me da pena cuando puedo deducir rápidamente lo que alguien está pensando y a la vez lamento mi propia situación de omnisciencia. Es decir, si el conocimiento es un arma poderosa y un gran aliado, también puede volverse contra uno como un fusil defectuoso.
El conductor tendría entorno a veinte años; cara enjuta y un ligero bigote que no llegaba a cubrir unos finos labios que dibujaban una gran e inocente sonrisa. Como si de un contradictorio contraste se tratara, a través de su penetrante mirada se intuía la experiencia del que ya ha vivido todo lo que pueda llegar a aspirar y solo su intenso pelo negro rebosaba de nuevo con vida como si de un oscuro estallido primaveral se tratara.
Qué poco tienen que ver las experiencias de este muchacho con las experiencias que vivirá mi nieto cuando tenga sus mismos años. Si seguimos insistiendo en la edad como un parámetro de comparación, la imprecisión que arroja es enorme y la variabilidad en el tiempo y espacio lo hace inservible. Sin embargo, todos caemos en la trampa de seguir comparando a nuestros semejantes según los años cumplidos y sin darnos cuenta esa comparación es cada vez más vaga e incluso puede hasta resultar frustrante. Imaginemos que comparo mi vida a los veinte años con la de Alejandro Magno. Yo, reportero sin ninguna experiencia, dueño de una vieja cámara frente al emperador de medio mundo. En estas condiciones resulta imposible competir y solo ganaría el abatimiento. Ahora comparemos mis veinte años con los que seguramente viva mi nieto. Él los pasará rodeado de opulencia y desilusión, mientras que yo sacaba fotos en una guerra que pasó tan desapercibida como las obras menores de los grandes escritores. Si su máximo temor por la noche consistirá en no poder acudir a la enésima fiesta con las mismas conversaciones sin rumbo rodeadas de evasiones, el mío era escuchar la sincronizada marcha de las tropas por las calles.
-¿Se puede sentar señor?, la carretera es demasiado mala para viajar de pie-
No hubo respuesta y Antoine sacó de su desgastada funda de cuero bañada por los años una cámara de fotos, que resultaba tan anticuada que había recuperado todo su valor e incluso lo había sobrepasado. Su tembloroso pulso intentó fotografiar un paisaje igual que años atrás, pero al intentar concentrarse, un pequeño traspié le dejó sentado.
-Ya se lo dije señor.-
Se levantó de nuevo y miró por la ventana para ver el mismo color verde húmedo que cubría los campos durante kilómetros. Las mismas espigas clavadas en la misma tierra pantanosa y labrada por las mismas personas. Aunque el paisaje poco había cambiado, la realidad social era muy diferente entonces, si bien las costumbres seguían siendo invariables.
Las horas pasaban lentamente y al posar el costado sobre la ventana los ojos se cerraban lentamente como lo hacían cuando volvía a Saigón tras las duras jornadas como fotógrafo en el declive colonial francés.
Los recuerdos se mezclaban con los sueños. Entre ellos, podía distinguir como el sol entraba por las rendijas de las contraventanas desconchadas por el lento pasar de los años, convirtiendo a la cama en una prisión con finos barrotes de luz que se amoldaban a la desnuda espalda de A’nh. Sus picudos hombros escoltaban a una sinuosa espina adentrándose en un amasijo de sábanas blancas que dejó la noche anterior.
Siempre era yo quien me despertaba primero para contemplar antes que nadie sus delicados brazos, tan estirados que se asemejaban a los lapiceros utilizados en la escuela.
No le gustaba que me refiriera en esos términos a sus extremidades ya que pensaba que me reía de ella y no comprendía que para mí era un halago. Un halago que al atravesar la brecha idiomática se transformaba de algún modo en agravio a base de minúsculos e invisibles matices que por separado no significan nada y solo al adherirse a mis palabras, formaban un temible e implacable disfraz. Qué difícil resultaba conversar sobre cualquier tema que se saliera de los aspectos más tangibles de nuestra relación sin tener la sensación de estar hablando solo.
Si bien mi destreza en el manejo de la técnica Ro Cho había alcanzado altos niveles de virtuosismo, derrochaba días al contemplar cómo la red se apoyaba endeblemente sobre cuatro puntales de bambú esperando atrapar alguna palabra suya para hacerla mía. Pero, por muy tupida que fuera mi red, al levantarla parecía que su voz se escapara entre los agujeros como lo hacía el limo del fondo del río. Pocas veces lograba llevarme a casa algún suspiro y cuando lo hacía, por muchos cuidados que le prestara, moría como un pez fuera del agua.
-Buenos días, ¿has dormido bien?-
El autobús paró en seco en una aldea, provocando a su llegada una polvareda propia de los trenes de vapor que inundaban las estaciones con una niebla artificial y daban un halo de misterio a la bajada de los pasajeros.
Aparte de la turbia explanada no había nada más salvo una modesta cafetería que además vendía todo tipo de inútiles recuerdos en forma de tazas de té, almohadas, cojines, camisetas o fotos sacadas por otros. Objetos que solo traen a mi memoria las incontables horas mal pagadas de sus creadores.
En la barra de la cafetería una señora entrada en años servía bebidas de forma pausada, importándole poco la gran presión que ejercían los pasajeros recién llegados. Con paciencia conseguí que me sirvieran un café con leche y al revolver el azúcar una voz desconocida me preguntó:
-Tiene fuego-
-No fumo desde hace cuarenta años, pero si consigue fuego le acompaño-
Se trataba de un chico joven, de entorno a veinticinco años con aspecto desaliñado, pero por el tono de voz se notaba que provenía de una clase acomodada. Al cabo de unos minutos volvió con dos cigarrillos encendidos, con lo cual tuve que cumplir mi promesa, que más bien intentaba ser una broma.
-Me llamo Antoine- Le dije.
-Laurent, encantado.-
-Que trae a un acomodado francés a un sitio como este.-
-¿Cómo sabe que llevo una vida acomodada?-
-La edad le atribuye a uno una gran intuición.-
-Precisamente estoy aquí para huir de esa vida acomodada.-
En cierto modo me recordaba a mí, a su edad. Yo también intenté huir. ¿Quién no lo ha intentado alguna vez? Lo que él todavía no ha interiorizado es que nunca conseguirás fugarte de ti mismo. Nunca caminarás sin ser tus pies los que se muevan, ni observarás con interés sin ser tus pupilas las que se dilaten. Aunque parezca una obviedad, todas las generaciones tienen representantes de la huida de uno mismo. Todos lo intentan yendo cada vez más lejos y a sitios más remotos y todos fracasan en el intento. Eso sí, aunque no consigan escapar, muchos sí logran pactar un honroso empate consigo mismos, aceptándose tal como son.
El autobús retomó su camino varias horas después debido a problemas mecánicos. Mientras tanto, los únicos dos extranjeros nos apresurábamos para llegar a nuestros asientos con las mismas dificultades que tiene un marinero al moverse por la cubierta de su barco en pleno temporal. Fue una sorpresa encontrarlos ocupados por las escasas maletas de una numerosa familia que al no darles tiempo a subirlas a la baca del autocar, tuvieron que meterlas en el habitáculo. Al menos los más pequeños se sentaban encima del exiguo equipaje aprovechando los centímetros de más para contemplar el paisaje y regalarnos una sonrisa. Las únicas plazas libres se encontraban al fondo y una amable anciana se levantó dejándonos dos asientos contiguos pensando que viajábamos juntos.
-Esta era mi novia en Francia. En esta foto estábamos de vacaciones en San Juan de Luz. Pocas semanas después nos dimos cuenta que éramos dos desconocidos-
-Suelen ser las rupturas más amargas y más difíciles de llevar a cabo ya que no son tan nítidas como el violento desamor provocado por la intromisión de terceras personas. Cuando una relación muere sin saber por qué, incluso años después los restos de la misma te siguen a modo de fantasmas donde quieras que vayas. Son como casos policiales no resueltos.-
Mientras Laurent hablaba de su relación fallida yo seguía recordando a A’nh.
Eran las cinco y media la última vez que miré mi reloj impaciente y mientras, un cielo azabache cubría la ciudad. A’nh seguía sin aparecer.
En su lugar un sin fin de caras anónimas pasaban por delante de la mía. A algunas se les notaba el paso del tiempo no ayudando su extrema delgadez, mientras que en otras una sonrisa delataba cierta complicidad, pero siempre desde la lejanía. Cuánta distancia había entre Oriente y Occidente. Diez minutos en una plaza europea eran suficientes para hacer una radiografía de las personas que encontrabas a tu paso. El sudor del hombre de mediana edad atemorizado por sus inversiones y por cómo pagar sus deudas, el colegial que con un parche en el ojo soñaba con tesoros del pacífico, la pareja de enamorados que se miraban ignorando un mundo en ferviente auge o en claro declive. Incluso se podía adivinar la airada discusión de un grupo de ancianos sobre la última partida de cartas. Sin embargo en Saigón el hermetismo presente en las caras era más que notable para unos ojos europeos.
Era imposible averiguar qué había detrás de la sonrisa de la anciana que te ofrece zumos de caña de azúcar desde su carrito o saber si el hombre que con cabeza alta mira de frente desde su bicicleta era un respetable tendero que vuelve a su casa después de cerrar su tienda o un criado de algún terrateniente francés haciendo recados.
Sí, las sonrisas aquí no tenían el mismo significado que en occidente. Que la tristeza se pudiera representar con una sonrisa resulta hasta poético.
Las primeras gotas de una inminente tormenta comenzaban a caer. La puntualidad no era su punto fuerte y aunque desde nuestra primera cita llegó siempre más de veinte minutos tarde, yo era incapaz de llegar un minuto después de de la hora acordada. Me puse a resguardo y en la lejanía pude ver cómo venía apresurada con su pequeño bolso en mano y su vestido ligeramente mojado, dibujando las gotas un estampado incoloro.
-Perdona, pero se me hizo tarde.-
-Me voy acostumbrando.-
Ya no daba tiempo a tomar un café en la terraza del hotel Continental así que nos acercamos directamente al Teatro de la Ópera que se encuentra justo en frente.
Era la primera vez que A’nh asistía a una ópera y tenía curiosidad por conocer sus impresiones, ya que cuando le hablaba sobre las maravillas de Gounod o Puccini su mirada era una mezcla de interés, sorpresa y desentendimiento.
Un oficial francés fue quien me dio las entradas por falta de interés por su parte. ¿Qué podrías esperar de un militar que se ofende a la menor discrepancia con su forma de ver el mundo? Peor aun si su mundo empezaba y terminaba con la frontera francesa en Indochina. Sus intereses fuera del ejército eran inexistentes. Como mucho le podía interesar la política exterior, pero siempre desde el mismo punto de vista, desde el punto de vista francés. Era incapaz de salirse de su papel de ciudadano patriota y meterse en la piel de su oponente.
En realidad, debería de haber rechazado las entradas, pero la oportunidad de ver Romeo y Julieta e intentar romper una de las múltiples barreras entre A’nh y yo superó los remordimientos que tenía al aceptar un regalo de alguien tan despreciable. El oficial benefactor no solo dormía con la conciencia tranquila después de humillar a un pobre muchacho por no saberse la Marsellesa, sino que representaba con talento la escena frente a sus colegas.
La arrogancia francesa era más que notable entre los oficiales y mis relaciones con ellos se limitaban a jugar al billar o a discutir sobre política. Todas las noches me juraba que sería la última vez que disfrutaba de su deleznable compañía, pero hasta los más solitarios necesitan de vez en cuando rodearse de gente que hable su propio idioma.
Al salir a escena Paris con su grave voz de barítono, mi cabeza se inundó con ideas de grandiosidad y como yo, Montesco, representaba a todo occidente mientras que los orientales Capuletos me rechazaban e impedían ver a Julieta.
En el entreacto, el vestíbulo se cubrió de aquella algarabía que resulta común independientemente del idioma que se hable, del rincón del mundo donde se encuentre uno o incluso de las conversaciones que se mantengan. No importa que el tenor desafine o que cumpla magistralmente; si te apartas lo suficiente, en el entreacto los comentarios tienen la misma sonoridad, el mismo significado.
Qué peligroso puede resultar el atractivo ejercicio de alejarse demasiado para obtener una visión con perspectiva. La distancia te permite hilar los más alejados pensamientos que parecían navegar a la deriva y unirlos en un único propósito. Incluso te permite comprender sus causas y consecuencias, envolviéndote en una obvia tolerancia dado que todo hecho tiene una primera causa y una última consecuencia por muy remotas que parezcan. Sin embargo, puede que solo la subjetiva visión de los floridos hechos sin llegar a comprenderlos del todo tenga cierto interés al verse salpicados por los sabores de la ineficacia. Y es que tan devastador es el absoluto desorden donde nada se puede sacar de provecho, como la grisácea visión de la extrema eficacia.
Sí, con una vertiginosa altura se puede pensar que a partir de una mirada se recorren trayectos colosales, pero el efecto resulta mucho más estático. Solo con el lento caminar podrás aprehender lo visto y solo con el sosiego que queda durante la parada podrás saborear la frescura de la necesitada agua.
Una vez llegados a Hoi-An, Laurent y yo nos despedimos y tras cruzar el mercado cubierto por una lona colocada demasiado baja para un occidental llegué a mi hotel poco antes del anochecer.
Al encender el último cigarrillo que me había dado Laurent, el aire estaba tan espeso que hasta al humo le costaba ascender. Ni la más ligera brisa se dignaba a entrar en la habitación con una ventana a medio cerrar. Como si el hecho de no abrirla del todo impidiera que entrase el ruidoso ajetreo nocturno con sabor a bicicleta y a pho.
Los puestos improvisados en las exiguas calles brotan al atardecer y al llegar la noche la actividad se traduce en un frenetismo propio de la hora punta de una ciudad europea.
El cenicero rebosaba colillas sobre una mesita de madera junto a la pequeña cama arqueada por el uso. Sobre la misma se apoyaba un fino colchón que parecía que cada noche se enzarzaba con la espalda en una contienda invisible, sintiéndose por la mañana las terribles consecuencias.
Frente a la cama, un modesto escritorio lleno de inservibles papeles era el único mueble que tenía la habitación cuyas paredes se te arrojaban encima de lo cerca que se encontraban una de la otra. Se notaba que la pintura no era reciente y quitando alguna mancha de humedad, el encanto que tenía esa decadencia propia de Venecia era innegable.
Tras colocar la mosquitera y rematar cada agujero con un nudo me recliné contra las arrugadas sábanas blancas sintiendo mi camiseta pegajosa sobre la espalda.
Otras noches similares, por lo menos el ventilador del techo con su monótono movimiento me recordaba a la ligera brisa de mi Provenza natal que acariciaba mi cara en las tardes soleadas de verano. Si cerraba los ojos, con mucha imaginación casi podía oler los interminables campos de lavanda que inundaban el horizonte de un intenso malva que jamás olvidaré.
Pero hoy las estáticas aspas me miraban, ignorando las gotas de sudor que bajaban por mi frente y como si de un delirio febril se tratara empecé a pensar de nuevo en A’nh. Desde sus diminutos pies cuyos dedos se movían como si tuvieran vida propia hasta el cabello lacio que protegía sus hombros de esos enemigos invisibles solo encontrados en nuestra mente.
El físico de las mujeres orientales a nuestros ojos occidentales resulta al principio un poco chocante por su similitud entre sí. Sin embargo, con el tiempo empiezas a apreciar detalles y esos detalles dejan de serlo para convertirse en casi una obviedad, como a la madre a la que le cuesta trabajo entender cómo el resto no puede distinguir a sus hijos gemelos.
La ausencia de curvas en las mujeres vietnamitas es notable y su apariencia prepúber puede hasta provocar rechazo. Es difícil que sobrepasen del metro cincuenta y cinco y el rasgado de los ojos es más sutil que en otros orientales.
Su piel recordaba a la de un bebé y su nariz chata era casi la única brusquedad que se podía encontrar en todo el cuerpo, que por una parte resultaba armonioso, y por contra aburrido por la falta de contraste. Había que adentrarse más y más en los detalles como si de un esquimal se tratara, para así poder distinguir las numerosas clases de nieve.
Los ojos de A’nh por ejemplo eran tan oscuros que el mirar fijamente en ellos era como adentrarse en el fondo del universo, el todo y la nada mirándose frente a frente, dos agujeros negros que son capaces de engullir galaxias enteras y ubicarlas en un diminuto cuerpo.
¿Qué pensaría realmente de mí? ¿Seguiría viva? Estaba claro que la barrera del idioma fue un problema, pero a la vez esa incomunicación fue también terriblemente atractiva. Tener únicamente una serie de frases inconexas y multitud de malentendidos me obligaba a tener que rellenar los huecos y ordenar las frases como yo quisiera. Un bonito juego que sin saber si podía ser sostenible, por lo menos resultaba divertido.
Pero ese misterio encerraba un peligro tremendo, ¿Qué ocurriría cuando se desvelase? ¿Y si no me gustara lo que hubiera detrás? o peor aun ¿Y si no hubiera nada detrás? Esa duda fue devastadora.
Este sigue siendo un problema grave en nuestra sociedad. A medida que las necesidades básicas de los humanos quedan cubiertas, las relaciones humanas empiezan a tener más connotaciones espirituales. ¿Qué pasaría por ejemplo con esas parejas humildes que apenan sobreviven trabajando sus tierras y están unidas casi por pura necesidad primaria? ¿Sobrevivirían al vacío dejado si alguien de pronto les solucionara su falta de alimento? ¿Ese amor primario que proviene de la precariedad es más verdadero que el amor sofisticado y aparentemente desinteresado que vivimos las clases acomodadas? No me atrevo a pronunciarme. Lo fácil sería desdeñarlo y pensar que un amor unido a intereses materiales y primarios no es tan puro como el amor proveniente del desinterés. ¿Nos estamos equivocando con esa búsqueda de pureza que puede que nunca llegue y perdiéndonos el presente; que siendo francos, es lo único que realmente existe? Definitivamente la vida debería ser más simple.
A la mañana siguiente el río Thu Bon brillaba bajo el azul cálido del cielo estival. La paz reinante se hacía visible incluso en las alargadas barcas donde los niños remaban sin prisa, sin necesidad de un destino. Los ancianos manipulaban sus redes ro cho para comenzar un nuevo día de pesca y en el mercado contiguo al río las coloridas frutas del dragón esperaban ser degustadas.
Todo a mi alrededor parecía en equilibrio, como si ese día que en realidad era igual que todos los demás el entorno hubiera justificado su existencia y solo yo quedara fuera. Esta sensación que hace mucho años que no sentía era la misma que tenía los últimos días de colegio cuando apuraba las esperanzas de pasar un verano libre de cargas escolares.
Solo tenía una vieja carta de A’nh con una breve descripción de su casa familiar junto al puente cubierto, herencia de la ocupación japonesa y mil dudas amontonadas durante casi cuatro décadas. Lo que no tenía era el valor para enfrentarme al pasado, así que no pude más que arrojar la carta al río y observar como la tinta se diluía para siempre, observar como el estrecho de Anián se cerraba en mi mente, anulando así el paso más olvidado entre oriente y occidente.