Home Box Office

Si dejara este mundo sentado en un sofá, mientras se me fuera cayendo el teléfono móvil y rodara por el suelo, mis últimas palabras bien podrían ser Home Box Office. En vez de aparecer la imagen de un trineo con la palabra Rosebud grabada, en la película sobre mi vida, se observaría la secuencia previa al estreno de cada pase en aquel gran canal temático que tantas alegrías me trajo durante mi infancia. Una cámara sobrevolaba una ciudad suburbial de noche al son de una música propia de Luis Cobos hasta que alcanzaba el espacio exterior y tras un breve estallido, unas enormes letras en tres dimensiones se acercaban hacia el telespectador: HBO. Todo aderezado con colores fucsia y efectos especiales tipo láser muy típicos de los años ochenta del siglo pasado.

Pensándolo mejor, creo que mirando atrás, mi trayectoria vital no da tanto de sí como para formar parte del argumento de una de las grandes películas de la historia del cine. No he sido ni seré magnate, ni gran aventurero, ni héroe de guerra, ni he vivido situaciones paranormales o grandes traumas infantiles que me conviertan en un despiadado psicópata. Me temo que la vida del hombre superfluo, como mucho se quedaría en aquel género tan vilipendiado y despreciado que deja marcado para toda la vida al productor, al director o a los actores: el telefilm. El telefilm representa para un cineasta lo que la novela de aeropuerto para un escritor. Lo deja retratado para siempre y ya poco importan los méritos posteriores, siempre saldrá a la luz el pasado, la deshonra de la profesión.

Casi resulta preferible que una productora insignificante de algún país sin cultura cinematográfica se atreva con la película de uno para que al menos se estrene en algún festival de cine de medio pelo. Cualquier opción parece buena antes de que vaya directamente a ser deglutida por televidentes sollozantes después del telediario de la tarde.

Para mí, Home Box Office fue un vergel cinematográfico en el cual se repetían las mismas películas durante un mes entero, veinticuatro horas al día y siete días a la semana hasta que las volvían a renovar. He de confesar que las veía casi todas, las malas y las buenas. Porque en aquella época no distinguía entre Porky’s o Un Lugar en Ninguna Parte. Todo valía, y al igual que ocurre con el fútbol en la actualidad, la paz social quedaba garantizada en el hogar gracias precisamente a la repetición hipnótica de celuloide.

Puede que El imperio Contraataca la viera más de veinte veces y siempre que congelaban a Han Solo sentía la misma congoja, aunque supiera que luego lo rescatarían. La tensión sexual entre Carrie Fischer y Harrison Ford no se ha vuelto a conseguir en ninguna otra parte de la saga y los personajes nunca han estado tan bien caracterizados. Seguramente el episodio V será el que menos odie Juan Manuel de Prada que calificó Star Wars como morralla y alfalfa que proviene de un patoso director con una mente raquítica y de espíritu mostrenco. Una crítica graciosa propia del que viera la película por primera vez con cuarenta o cincuenta años, no con siete como los que tendría él cuando se estrenó la primera entrega. Supongo que todos tenemos nuestras frustraciones. Parece que Juan Manuel nunca superó que Garci y compañía no lo respetaran cuando con veintipocos años aparecía en el programa Qué Grande es el Cine. Lo tachaban de niñato al que le gustaba Terminator, riéndose de él a carcajada limpia. Película que por cierto me parece bastante aceptable y que también llenó las tarde-noches infantiles con poster incluido, colgado en la habitación. La metafórica escena de las maquinas aplastando cráneos humanos se me quedó en la retina, al igual que aquel futuro distópico que no acaba de llegar, por mucho que se empeñe en anunciarlo el economista Santiago Niño Becerra.

Sigo esperando poder comprar el paraguas luminoso de Blade Runner, pero hasta ahora solo he visto collarines para perros con LED que por alguna razón no producen la misma satisfacción. Siempre aparece una finísima línea que separa lo hortera de lo elegante.

Y puede que no entendiera el discurso final del replicante Klaus Kinski en mi más tierna infancia, pero nunca olvidaré aquella noche de insomnio cuando encendí la televisión casi clandestinamente, sin que nadie me oyera y vi como Harrison Ford vagaba por una ciudad lluviosa mientras comía tallarines. En dicha ocasión Ridley Scott unió lo mejor del cine negro con la mejor ciencia ficción.

Gracias a HBO también me quedé maravillado con Oliver Stone sin apenas comprender Platoon o Wall Street, pero algo tienen los buenos directores y actores que aunque no se entienda nada, saben transmitir sensaciones básicas como el miedo o la maldad. A día de hoy no encuentro personaje más verosímil, malvado y carismático que Gordon Gekko y cuando muera Michael Douglas creo que soltaré una lagrimilla mientras repita “Greed is good ”. Por cierto, se le olvidó añadir, “for me”.

Recordando Breaking Away, me parece una pequeña obra maestra y curiosa excepción al cine para adolescentes con capitanes de fútbol americano y animadoras, ya que el joven protagonista se encontraba obsesionado con Italia en general y el ciclismo en particular. Parece increíble que una película juvenil sobre ciclismo pudiera triunfar en Estados Unidos, pero lo hizo en cierto modo en los años setenta.

Pasaje a la India fue otra gran película que se quedó guardada en mi memoria para disfrutarla de adulto, al igual que Memorias de África o Tiempos de Gloria. Supongo que ciertas películas se enfocan al público adulto por algo, pero un tele adicto no hacía ascos a nada y aunque me riera más viendo las payasadas de Chevy Chase, muchos títulos quedaron rondando por el cerebro hasta ahora y la verdad es que la mayoría de aquellas películas que no entendí en su día aguantan el paso del tiempo, incluso algunos gags de National Lampoon’s European Vacation. La película en realidad no se puede considerar buena, ni regular, sino penosa. Narra las vacaciones por Europa de una familia americana media, empleando todos los tópicos posibles, pero incluye momentos graciosos. Por ejemplo, el uso de un traductor de bolsillo que hace Chevy Chase cuando llega a un hotel de Londres para que al final su hijo acabara diciendo con desdén que el recepcionista estaba hablando en inglés. Chevy Chase también tuvo una gran y nefasta premonición ya que tras enfadarse con su familia, vagaba solo por Roma y posiblemente se tomó uno de los primeros selfies de la historia. En ese momento no era consciente de lo que terminaría por llegar.

También resultaban casi cómicas las propagandísticas Rocky IV y Amanecer Rojo. En la primera se podía disfrutar de Sylvester Stallone, que sin apenas apoyos institucionales, se entrenaba rudimentariamente en la nieve de la estepa rusa antes de enfrentarse al todo poderoso púgil del Politburó en su territorio y poder así vengar la muerte de su amigo Apollo Creed. Menudo combate final donde los espectadores soviéticos acabaron jaleando a Rocky al son de ¡USA, USA, USA! A la salida todos ellos seguramente acabarían fusilados por miembros de la KGB, pero estoy convencido de que les mereció la pena apoyar no solo la gesta de Mr. Balboa, sino a la libertad que supuestamente representaba. Qué se le va a hacer, durante la guerra fría se cometieron ciertos excesos. Seguro que hasta el mismísimo Ronald Reagan rememoró su pasado en Hollywood e intervino algunos guiones para darles unos giros entre lo burdo y lo burlesco. Quien haya visto Amanecer Rojo incluso podría pensar que la mano de Donald Trump andaba detrás de aquella invasión de la América profunda por una coalición de rusos, cubanos y nicaragüenses. Paracaidistas enemigos en mitad de las Grandes Llanuras estadounidenses sin que nadie note nada. La credibilidad ante todo.

Mi favorita del genero sobre la guerra fría, fue sin duda ¡Gotcha!, donde un púber Anthony Edwards se veía enredado en una trama de espías por culpa de la sensual mujer fatal Linda Fiorentino, que no ha levantado cabeza desde La Última Seducción. Los dos cruzan a Berlín Éste para resolver la trama y vuelven sanos y salvos a occidente, aunque perseguidos por la KGB.

Parece mentira que al final haya acabado añorando los tiempos maniqueos de la guerra fría, cuando el enemigo oficial de occidente, los sobrios y elegantes rusos, conformaban el mayor riesgo de provocar un holocausto nuclear. Aparte de fracasar estrepitosamente en su intento por comunizar el orbe, hay que reconocer que por lo menos la URSS ayudó a mantener un cierto equilibrio mundial, con momentos de tensión, pero en los cuales la sangre nunca llegó al río. Un digno adversario con mucha más clase que sus sucesores, los chabacanos Al-Qaeda y Estado Islámico. ¿Quién será el próximo?, porque occidente siempre necesitará enemigos para justificar una industria armamentística que implica muchos puestos de trabajo. Sin olvidar los pingües beneficios para sus propietarios.

Pero no solo de películas vive el niño. La televisión por cable norteamericana ofrecía un sinfín de entretenimiento para un infante acostumbrado a dos canales y una larga carta de ajuste. Fue como si alguien pasara de jugar en el bingo de barrio los domingos por la tarde a vivir en un hotel casino de Las Vegas. Pude dar rienda suelta a mis más infames sueños televisivos. A día de hoy me siento recuperado y ya no hago caso a la caja tonta, pero al igual que los alcohólicos que llevan años sin beber siguen considerándose alcohólicos, yo siempre seré un tele adicto. El magnetismo que sufro por las pantallas catódicas sigue fascinando a mi esposa y creo que el origen fue la televisión por cable norteamericana de mediados de los ochenta.

Noe siempre comenta que me parezco demasiado al protagonista de una serie, precisamente producida por HBO que trata sobre la relación de los momentos cotidianos de un hombre de mediana edad con escenas que veía él en la televisión en los años cincuenta. Se llamaba Dream On.

El mando a distancia creo que ya existía, pero el codificador que daba acceso a los infinitos canales seguía funcionando de modo manual, con lo cual resultaba necesario levantarse para cambiarlos. Quizá gracias a tal simple gesto, a día de hoy no sea obeso.

Y aunque me cuesta recordar el número de teléfono de mi casa actual, sigo recordando el número de casi todos los canales de aquella caja marrón de plástico imitando a madera y que disponía de una palanca que multiplicaba las combinaciones.

Tardaré en olvidar la mañana que posé el tazón con cereales encima de mi querida amiga cuadrada y mientras la encendía derramé toda la leche sobre sus frágiles circuitos. Dejó de funcionar y yo me fui al colegio sin decir nada. Aquel día no pude entonar “Oh, i’ts such a perfect day, I’m glad I spent it with you…” mientras la abrazaba, y por supuesto, me llevé una oportuna reprimenda, porque mi madre y el técnico que la reparó se dieron cuenta de lo sucedido, como no podía ser de otra manera.

Un canal completo para la previsión climática, que cuando nevaba corríamos a ver nada más despertarnos para comprobar ansiosamente si se habían cerrado los colegios, con la ilusión de quien mira los resultados de la lotería.

Otro canal destinado exclusivamente para niños llamado Nickelodeon, el favorito de mi hermana pequeña, pero que en realidad aburría bastante salvo un programa canadiense de escenas cómicas interpretadas por adolescentes cuya estética imitaba a la de Monty Python, llamado You Can’t Do That on Television.

El canal temático de música MTV también fue un gran descubrimiento. Videos musicales ininterrumpidos, donde se podía ver a Prince lamiendo lascivamente sus guitarras, a Madonna imitando a Marilyn Monroe o a los empalagosos Whitesnake con su humo nocturno y pelos cardados tan de moda por la época. Thriller de Michael Jackson siempre ganaba los concursos de videos musicales, seguido de Sledge Hammer de Peter Gabriel. Mi favorito sin duda era Craddle of Love de Billy Idol, pero eso ya forma parte de la adolescencia.

Infinidad de programas cuyo formato ha sido copiado hasta la saciedad y hasta nuestros días. María Teresa Campos se parece demasiado a Oprah Winfrey, los tirantes de El Gran Wyoming a los de Larry King y las tazas que salían en los late night shows españoles eran iguales a las de Letterman.

La idea principal de la película que tanto éxito tuvo el año pasado, Inside Out, proviene de una serie que se llamaba Herman’s Head, donde un veinteañero que acabada de empezar a trabajar sufría grandes vicisitudes en su mente con los diferentes personajillos que rondaban por su cabeza. Incluso los reality shows tipo Gran Hermano ya los inventó la MTV con su Real World a principios de los noventa y la exitosa Cuéntame copió descaradamente a Aquellos Maravillosos Años. No digamos Pepa y Pepe a Roseanne y si me apuras, Médico de Familia parecía una mezcla entre The Cosby Show y Padres Forzosos.

Alguna vez me han preguntado las razones por las cuales ya no veo la televisión. Quizá precisamente por haber pasado demasiadas horas delante ella de niño, ya no la necesite ahora. Nada queda por visionar, y al igual que le sucedía a Obelix con la poción mágica, adentrarme por tales mundos sería contraproducente. Eso sí, las pantallas me siguen hechizando.

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