Jordania, intersticios y otras fronteras

Esta vez me prometí a mi mismo que le echaría una mano a Noe con los preparativos del viaje, como los maridos que echan una mano con el cuidado de los hijos, como los maridos que echan una mano con las tareas del hogar, como los maridos que por el hecho de encontrase echando una mano, realizando un generoso favor, evitan cargarse de responsabilidad, dejándola toda en los sufridos hombros femeninos que se han adaptado mucho más rápido al hecho de trabajar fuera y dentro del hogar.

Me armé de valor y busqué cualquier referencia que hablara sobre nuestro improvisado destino. En todas las páginas web visitadas comentaban las maravillas del lugar con bonitas fotografías de puestas de sol, personajes oriundos exóticos o grandiosos paisajes; todas realizadas con potentes cámaras que no hace mucho se encontraban fuera del alcance de casi todos. Infinidad de valiosa información que queda diluida en esa virtualidad que cada vez gana más terreno a la realidad y sin que nadie reconozca el esfuerzo que supone crearla y mantenerla, yo el primero. Supongo que el desdén se debe a la insensibilidad que conlleva la abundancia, y si por algo se caracteriza la red de redes es por un raudal de datos aparentemente desordenados. Internet se ha convertido en un océano sin fondo en el cual nos encontramos nadando en la superficie, ignorando casi todo lo que sus grandes fosas abisales contienen.

Quizá la gran profusión de contenidos provoca una falta de atención ante la enésima fotografía impresionante o a una descripción superlativa de cualquier lugar maravilloso. ¿Quién no se ha sentido aturdido alguna vez al elegir unos yogures en el supermercado, entre tanta variedad y al final escoge los primeros que ve? En mi caso, influye el rastro dejado por el autor en cada publicación de la red, y son precisamente dichas trazas lo que en realidad atrae a uno.

Mientras llegaba a conclusiones tan lustrosas, fue cuando encontré el diario de una mujer anónima que decidió visitar el mismo país que nosotros y dejó por escrito toda su aventura con minuciosos detalles. Nunca antes me había topado con una descripción tan exhaustiva sobre la comida servida en los aviones, ni con alguien capaz de regodearse tanto en las numerosas noches de insomnio que sufrió durante sus vacaciones. Percibía que ella y su pareja se encontraron siempre fuera de la manida zona de confort, contentos pero nerviosos, perdidos, sin referencias, considerando los restaurantes McDonalds como lugares seguros en los cuales se podían refugiar y sentirse como en casa.

De pronto me vino a la cabeza toda una idiosincrasia, tan española y resumida brillantemente por Joaquín Sabina en Como te digo una ‘co’, te digo la ‘o’. Visualicé entrañables estampas de gente comprando suvenires a lo que ellos consideran buen precio. Retablos de madera que colgarán en la entrada de su hogar, botellas de arena que colocarán en una repisa y figuritas que ya ni siquiera se pueden ubicar encima del televisor y con un tapete debajo, dada la escasa profundidad de tales electrodomésticos hoy en día.

Toda una serie de ilusiones que desaparecen en quienes han realizado cuatro viajes desorganizados creyéndonos David Linvinsgtone. Pontificando desde la amargura que da conocer la verdadera esencia de lugares visitados en cuarenta y ocho horas, pero con legitima autoridad, adquirida por llegar a ellos en una camioneta destartalada en vez de en un autobús lleno de occidentales. Uno no es igual que el resto, uno se considera diferente, único, mejor, porque en vez de Halcón Viajes consulta la guía independiente Lonely Planet y en vez de arrastrar maletas, lleva al hombro una desgastada mochila llena de sabiduría y rodeado siempre por una nube de mosquitos. Normal, los grandes avances de la humanidad siempre se han llevado a cabo comiendo embarrado junto a una tribu en la selva y no por los que frecuentan cadenas de comida rápida. Toda una cascada de desprecio que emana de los viajeros advenedizos, que por fortuna resulta ignorado por el que decide no perder el tiempo y contrata un viaje organizado, sin presentar batalla por descubrir el verdadero significado de la autenticidad turística, sin dar importancia a lo que realmente no la tiene y seguir con su vida, ya sea criando descendientes, pagando impuestos o lo que consideren oportuno.

Horas fueron las que pude deambular por dentro mi cabeza y por aquel mundo al que había accedido a través de una puerta de bits, sin llegar a ninguna conclusión que fuera útil para el viaje en cuestión, con lo cual ni siquiera logré mi propósito de ayudar, escaqueándome de nuevo, como siempre.

Llegó el último día antes de partir y con él, el ya mencionado ritual de pasear por unas calles urbanas donde de vez en cuando un solar vacío entre edificios se asemeja al triste hueco dejado a quien le sacan un muela y no la repone.

También pude observar cómo menos de media docena de personas desenrollaban sus pancartas en frente del teatro Campoamor de Oviedo para preparar una manifestación a favor de los refugiados Saharauis. En vez de dejarme llevar y ayudarles, me limité a sentir cierto desazón por la falta de interés que su manifestación iba a generar, porque desgraciadamente hasta las causas sociales se pasan de moda, como los zapatos, la comida, los peinados, las expresiones o los pasatiempos.

Las reivindicaciones Saharauis quedan tan atrás en la historia reciente que muchos ya ni se acordarán de la Marcha Verde, de que el Sáhara fue español, de que Marruecos aprovechara un régimen franquista tambaleante para ocupar unas tierras y provocar así una crisis humanitaria aún sin resolver y que no se solucionará jamás, porque a nadie le importa, porque su causa se encuentra tan desgastada que nuestra sensibilidad resbala por sus pulidos contornos. Solo un puñado de familias valientes siguen acogiendo a niños durante el verano, cuya vida el resto del año se limita a esperar en un polvoriento campo de refugiados.

Ahí estaban preparando sus megáfonos, sus banderas y yo pergeñando como poner nombre a esa sensación, a esa empatía baldía que ya ni sirve para sentirse bien consigo mismo mientras se acaba mirando para otro lado. Superfluo fue la palabra que me vino a la mente.

Al día siguiente nos esperaba un viaje a todo lujo hasta Madrid en autobús. Como todo el mundo precisa sentirse glamuroso por unas horas, a algunos oportunistas se les ha ocurrido ofrecer el invento del viaje SUPRA en ALSA, el menú ejecutivo de comida basura, entradas VIP en los cines, o papel higiénico Caca Deluxe. Todo un compendio de eufemismos para seguir por la senda de la necesidad de distinción, que a mí más que reconfortar, me incomoda cuando cobran un recargo por trayecto para al final disponer de unas míseras bolsitas de cacahuetes que ni siquiera las sirven, sino que quedan a disposición del viajero amontonadas en una bandeja

Puede que fuera en este recorrido cuando Noe me comentó la posibilidad de presentarme al concurso de relatos patrocinado por ALSA, los cuales deberían de estar relacionados naturalmente con viajes en autobús. El primer premio constaba de 6.000 € en metálico. No fue la cuantía del premio lo que me desanimó, ya me gustaría ganarlos. Fue el hecho de que aunque se conjugaran los astros y quedara primero, que lo dudo, mi currículo como escritor consistiría en haber ganado el concurso de relatos de ALSA 2016. Siempre ha habido escritores con una trayectoria fugaz, pero me temo que la dignidad literaria se encuentra reñida con haber ganado este tipo de concursos. Creo que prefiero seguir sin unas credenciales que ni siquiera hubiese llegado a tener.

Sin embargo, mi motivación aumentaría si el concurso lo patrocinara MERCADONA:

El joven Ulises, antes de regresar a su hogar en Ítaca se detuvo un instante en el concurrido mercado para aprovisionarse de unos pocos víveres. Su expresión desencajada denotaba ansiedad por llegar a casa después de tan largo viaje. Pronto se revelaba su impaciencia por sortear a una nutrida concurrencia que poblaba los pasillos. Las hordas, cual cantos rodados, obstaculizaban e impedían el plácido fluir del torrente salvaje, creando violentos estallidos en forma de espuma blanquecina que emanaban de una boca rabiosa. Las potentes y graves voces de los vendedores anunciando las últimas ofertas hacían mella en las sienes de Ulises, provocándole casi rechazo por ahorrar unas cuantas monedas. Pero de pronto una dulce melodía comenzaba a inundar el ya cargado ambiente.

De nuevo la tentación se empezaba a gestar, pero nuestro héroe no disponía ni siquiera de unos tristes remeros que le proporcionaran un poco de cera para los oídos y le ataran al carro para evitar así el influjo de los encantos de lo que parecían sirenas. Desde la lejanía entonaban un hipnótico “Mercadona, Mercadona, Mercadona, Mercadona”, mientras se adentraba por el oscuro y tétrico pasillo con postres a un lado, dulces a otro y guarrerías varias por todos los costados. Lejos quedaba el recuerdo, el esfuerzo que supuso rechazar a la diosa rubia Calipso vestida con rayas verdes y naranjas, que ofrecía pizzas frescas a precio de saldo, mientras las reponía en una estantería y cuyos tentáculos casi ahogaron a Ulises. El camino estrechándose, el carro llenándose, y una vez atravesada la isla de Circe, una forma cuasi animal se aproximaba hacia la cola donde se debían pagar todos los excesos cometidos.  

Retornando al hogar, un rencoroso Telémaco desvelaba su indiferencia al intentar ser acariciado y Penélope sollozaba amargamente ante la vuelta de un extraño que fue a acometer unos recados y tras una larga ausencia, reaparecía con bolsas llenas de calorías vacías. “

Sin duda, MERCADONA siempre inspirará mucha más literatura que ALSA.

Un Madrid soleado nos recibió y con el tiempo justo, facturamos la maletas con algún pequeño contratiempo. El personal de tierra no encontraba forma de ubicarnos en la zona del avión para la cual disponíamos de reservas. Nos tuvieron un rato considerable esperando mientras dilucidaban si nos trasladaban a la parte más noble de la aeronave, pero justo cuando parecía que nuestro lujoso viaje en autobús tendría continuidad aérea, consiguieron arreglar el entuerto.

Al incorporarnos al avión, una sensación extraña me atrapó. La aeronave no era suficientemente antigua como para sentir nostalgia ni suficientemente nueva como para pensar lo mucho que avanza la tecnología, ofreciendo pantallas múltiples para poder visionar más de una película a la vez, o cámara de fotos anexada al reposabrazos que le permita a uno fotografiar al ocupante vecino mientras se le cae la baba cuando duerme. El avión simplemente había envejecido mal. Como lo hacen los muebles acartonados de IKEA, las revistas que nadie compraba en los quioscos tras volverse amarillas, o el plástico, que con los años también padece de una leve ictericia. Incluso las películas que ofrecían se habían quedado a medio camino. Lo que ocurrió hace treinta años los vemos con nostalgia, lo que ocurrió hace diez, quince, se ve simplemente demodé. Ni tiene la frescura de un niño, ni guarda el lado entrañable de un anciano. Ya lo decía Nash Kato, “demasiado mayor para llorar, demasiado joven para morir, ¿qué sucede entre tanto?”.

Despegamos y en seguida los carros metálicos se apoderaron de los pasillos. Después de leer la detallada descripción de la anónima viajera sobre la comida de aquel vuelo, tenía ganas de comprobar si la ternera estaba tan deliciosa como parecía en el entusiasta relato. Fue ver a las azafatas repartiendo bandejas y mis glándulas salivares comenzaron a funcionar. Cada detalle se correspondía con lo leído días atrás, el pan envuelto, la mantequilla dura que siempre rompe las galletitas, la ensalada oxidada, y el gran desorden de papeles y envoltorios imposibles de manejar de modo civilizado mientras se come. Esperaba con mucha expectativa degustar la ternera, pero he de reconocer que sabía igual que todas las terneras de todas las compañías aéreas. La clase turista ya patentó hace décadas un nuevo sabor fuera de los ya conocidos dulce, salado, amargo y agrio. Un sabor canónico y único cuyo recuerdo se ve reforzado por el grave zumbido exterior.

Los trámites en el control de pasaportes fueron lentos. En concordancia con los tiempos chabacanos que corren, había impreso el visado de entrada en casa, reutilizando folios, por eso de parecer ecológico. Al sellarlo por detrás, el oficial se encontró con un borrador de lo que debería ser el presupuesto de un proyecto de Noe para el Ayuntamiento de Oviedo. Orgulloso, dudó por un segundo si incrustar el sello de su digno país sobre el logotipo formado por la cruz de los ángeles supondría algún tipo de ofensa a Alá, pero finalmente se atrevió.

Tomamos un taxi y en una noche cerrada comenzamos el trayecto hacia nuestro hotel en Madaba, que más que una importante ciudad conocida por sus mosaicos bizantinos, se parecía a los antros que nos gusta a Noe y a mi visitar. Lugares donde la gente siempre se encuentra merodeando por la calle, independientemente de que la madrugada estuviera ya en avanzado estado de gestación y resultase difícil distinguir al maleante del policía, al cliente del peluquero. Al final, todos acaban comportándose igual de amablemente con nosotros. Todos siempre resultan igual de cordiales y sonrientes. Música arabesca inundaba todo y el conductor sacó un cigarro de una cajetilla, escondida bajo una mantilla que cubre todo salpicadero de cada coche musulmán.

Luces débiles cubrían la ciudad, notándose que la noche en realidad debería ser oscura, y no como en Oviedo, ciudad en la que cuando se pone el sol, paradójicamente se ve mejor debido a las miles de bombillas que la invaden. Cientos de barberías se hallaban a pleno rendimiento, a pesar de las horas intempestivas que vivíamos. Como si fuera común despertarse por la noche con sudor en la frente pensando que un arreglo de barba sería lo único que le pudiera permitir a uno dormirse de nuevo. Creo que ni los hipsters occidentales más recalcitrantes han llegado a tal extremo.

El hotel parecía más bien una vivienda y tras esperar en el salón tomando té, nos indicaron cual sería nuestra habitación, lo cual agradecimos enormemente.

Al día siguiente los huéspedes desayunaban donde buenamente podían mientras el propietario intentaba buscarnos un conductor que nos llevara a Petra. Una pareja de jóvenes estadounidenses que habían dejado sus trabajos para dedicarse a viajar parecían los candidatos elegidos para ser nuestros compañeros de viaje, pero sus planes divergían ligeramente de los nuestros. Además, ella no se encontraba demasiado bien del estómago debido a una gastroenteritis, con lo cual casi resultó mejor no haber compartido finalmente el trayecto.

Visitamos la ciudad y fue sorprendente observar los numerosos cristianos que entraban a las iglesias bizantinas aquel domingo de marzo. Madaba tiene una cuantiosa población ortodoxa practicante que escucha los sermones dominicales, mientras nosotros disfrutábamos de un mosaico de miles de años de antigüedad que representaba un mapa de tierra santa.

El siguiente destino fue el monte Nevo, dónde Moisés fue iluminado, señalándole la divinidad que la tierra prometida se encontraba al otro lado del río Jordán. Tierras palestinas que se escondían ese día tras una espesa bruma y que nunca acogieron al profeta ya que sus supuestos restos quedaron para siempre en aquella colina.

Al volver a nuestro coche, el conductor nos indicó que se encontraba indispuesto y que llamaría a un colega suyo de profesión. El moderno y cómodo automóvil que nos llevaría a Petra se transformó en un taxi erosionado por el paso de los años y cuyos asientos, forrados de plástico acumulaban toda nuestra transpiración junto a la espalda. Automóviles desvencijados como las aceras que divisábamos y que algún día puede que fueran flamantes, pero cuyo brillo resulta ya demasiado lejano, al igual que las orogenias que crearon los paisajes alpinos. Edificios que se encontraban sin terminar, con las esperas de acero emanando de pilares de hormigón, decoraban el paisaje como si fueran almenas de castillos medievales incompletos. Todos aguardando su turno, perseverando en su afán de que las siguientes generaciones culminen el proyecto de hogar comenzado y se instalen en la segunda o tercera planta.

Tras sortear la carretera serpenteante que atravesaba el Wadi Mujib contemplamos los restos de un castillo templario que dominaba la colina de Al Karak. Resulta increíble que unos caballeros europeos encontraran la motivación suficiente para dejar sus hogares a caballo y tras un viaje de miles de kilómetros transitaran por estas tierras desérticas ataviados con pesadas armaduras fundando ciudades, luchando contra el infiel y volviendo después a casa con las orejas gachas, salvo en contadas ocasiones. Siglos de desventuras y cruzadas estériles que he logrado resumir en una única frase.

La Autopista del Rey ofrecía interminables rectas donde los nativos parecía que disfrutaban al rememorar su breve pasado británico circulando en sentido contrario al oficial, por alguna razón que no llegamos a comprender y costumbre a la cual resulta inútil oponerse.

Después de varias horas paramos en mitad de ninguna parte y el conductor nos invitó a degustar té en un local donde la limpieza brillaba por su ausencia y que recordaba a las gasolineras desérticas de la América profunda. Botellas de plástico rodando sustituían a esa maleza tan propia de algunas películas denominada tumbling weed y mientras el alegre conductor reía animadamente conversando con los lugareños, nosotros nos limitábamos a observar a los niños que jugaban entre las piernas de sus altaneros padres.

Con el crepúsculo llegamos a Little Petra. Aunque ya se había hecho tarde, un amable y anciano vigilante con turbante y sin dientes nos abrió la verja y permitió que paseáramos solos por aquel bello y solitario paraje en el cual los antiguos nabateos excavaron grandiosas fachadas inspiradas en las de la Grecia clásica. El camino se iba estrechando hasta alcanzar una jaima en lo alto de un mirador, en la cual durante el día se venderían dagas, abalorios y demás parafernalia que tanto debe gustar a los occidentales, pero que ahora, vacía, parecía como si nos hubiéramos infiltrado en un museo tras su cierre.

El conductor nos dejó en lo alto de la ciudad de Wadi Musa ya oscurecido el día, donde se encontraba nuestro hotel. Un establecimiento muy típico de aquellos que deciden que vagar por el mundo puede considerarse una forma de vida como otra cualquiera. Mientras esperábamos a que nos acomodaran en nuestra habitación, conversamos con un pamplonica algo esmirriado que había dejado la ingeniería para viajar y un mexicano de Guanajuato, el cual se sorprendió de que supiéramos de la existencia de Juan Rulfo. No solo conocíamos su obra literaria, sino que un primo mío incluso lo trató personalmente allá por los años setenta cuando se dedicaba a representar obras de teatro en su México natal. En mi familia materna siempre se ha dicho que lo mejor se quedó en México. Puede que sea verdad, ya que esa rama familiar se encuentra rebosante de bellas modelos, ojos azules, melenas rubias, glamour casi cinematográfico y siempre inmersa en ambientes de gente ilustre. Tanto que cuando mi bisabuela vino a vivir a España dejando atrás un México revolucionario, aseveró que había dos cosas en este mundo que jamás querría ser: ni vaca ni mujer española.

Durante la cena, la recurrente conversación sobre la cultura islámica frente a la occidental ocupó todo el espacio sonoro. Los dos bandos los lideraban respectivamente un jordano emigrado que atacaba ferozmente el islam y el pamplonica que lo defendía asegurando que él poseía y leía el Corán. Personalmente no creo poder llegar tan lejos como para defender los postulados de Mahoma, pero sí opino que la mayoría de los habitantes de países musulmanes no se merecen la mala fama que últimamente tienen, por lo menos en cuanto al trato al extranjero se refiere.

El jordano me recordaba demasiado a un compañero de clase, tanto en lo físico como en su carácter. Se notaba que se había quedado en medio de ninguna parte. Su estancia en occidente le alejaba de oriente medio, pero su origen jordano seguro que no le acercaba a su nuevo país de acogida. Lo mismo le ocurrió al nativo de Tierra del Fuego que a su manera adoptó el comandante Fitz-Roy en el siglo XIX y llevó a Inglaterra a bordo del Beagle, bautizándolo como Jimmy Button. El indio de la etnia yagán se educó en los mejores colegios ingleses e incluso conoció a los reyes Guillermo IV y Adelaida, pero una vez de vuelta en su tierra natal, ya no se podía sentir yagán, pero tampoco inglés. La vida en tal purgatorio puede acabar convirtiéndose en un equilibrio imposible, sin referencias cercanas en las que apoyarse.

Al día siguiente perdimos el autobús hacia Petra y los quince minutos que nos separaban de la entrada los hicimos caminando por una cuesta interminable con aceras intermitentes y bordillos mastodónticos que poco tenían de parecido con la maravilla que nos aguardaba.

La entrada a Petra se asemejaba a la de cualquier parque temático. Atracciones que paradójicamente, en mi producen rechazo. Una pereza infinita comienza a hincharse cual castillo inflable cada vez que pienso en Port Aventura, Terra Mítica, o Euro Disney. La única satisfacción que podrían producirme, supongo que sería disfrutar de la sonrisa de mi descendencia. Una plaza central rodeada de tiendas con camisetas de algodón traslúcido con inscripciones de I Love Petra, chocolatinas y demás comida con reminiscencias plásticas actúa como antesala y paupérrima aportación de la actualidad frente a edificaciones excavadas en roca con una historia milenaria.

Comenzamos a caminar por el estrecho desfiladero o siq y no me acordé ni de Indiana Jones y la última Cruzada, ni de Indiana Jones y la última Fartura. Visitar la ciudad de Petra no ha sido un sueño cumplido desde que de niño jugaba a ser arqueólogo. Petra ha sido una gran experiencia gracias al empuje de Noe que me arrastra por el mundo cual ancla tozuda.

Un espectacular y serpenteante cañón urbanizado con papeleras y bancos, creado por una falla separa la grandiosa ciudad nabatea del resto del mundo. Ciudad que fue un lugar de paso obligado para las caravanas que comerciaban entre oriente y occidente y cuya influencia griega y romana parece clara. No solo por las grandes columnas y frontispicios griegos, sino porque las invasiones romanas dejaron su huella en forma de anfiteatro.

No pudimos disfrutar del gran momento que al parecer supone ver la fachada del Tesoro entre las paredes del estrecho camino por primera vez porque un grupo de trabajadores con cascos de obra nos jalearon para que nos diéramos prisa y saliéramos fuera de su influencia lo más rápido posible. Con lo cual, el lento nacimiento hacia unas vistas privilegiadas se transformó en un violento escupitajo.

Repuestos del zarandeo inicial, comenzamos a caminar por la ciudad abandonada, enclavada en un paisaje arenisco sin igual, con el silencio como gran compañero. Pudimos comprobar que la afluencia de público había disminuido notablemente comparado con las referencias leídas.

Todos los jordanos se quejaban amargamente de que la amenaza del Estado Islámico causaba estragos en el turismo. La frivolidad se apoderó de nosotros, pensando para nuestros adentros que gracias a ISIS estábamos disfrutando de una agradable soledad. Todo lo contrario del recuerdo que guardo del Museo del Hermitage, donde a punto estuve de ahuyentar violentamente, como quien espanta mosquitos, a los que se empeñaban en compartir su hálito sobre mi nuca.

De vez en cuando algunos beduinos locales ofrecían refrigerios desde sus rudimentarias jaimas, mientras sus niños revoloteaban alrededor de los puestos de abalorios, esquivándolos prudentemente para no se recriminados.

Diferentes caminos cubrían la inmensa superficie. Unos llevaban a ventosos lugares de sacrificio en lo alto de las colinas. Otros, hasta monasterios desguarnecidos, incluso más bonitos que el edificio principal: El Tesoro. Todos los trayectos se encontraban en un estado agradable de soledad, como los días de montaña en Asturias, dónde en ocasiones la única compañía proviene de algún grajo despistado o un deshidratante sol luminoso.

En aquel lugar recóndito, El Monasterio, presenciamos la llegada de tres norteamericanos. El que parecía un fornido Marine guiaba a su octogenario padre y a su hermano menor quien padecía alguna discapacidad que no supe identificar, probablemente autismo. No conversamos con ellos, pero el cariño con el que el hombre de mediana edad trataba a su padre y hermano contrastaba notablemente con su apariencia hosca y agresiva. Disfrutaba sacando fotos a sus mudos familiares con un inusitado entusiasmo que me sacó de mi estado de letargo habitual. Me imaginaba como, tras la muerte de su madre, el corpulento estadounidense pudo haber tenido que dejar su prometedora carrera en el ejército para volver a su pueblo natal y encontrarse con un padre derrotado y un hermano menor inconsciente de lo que ocurría. Un nuevo trabajo sin recorrido y un hogar sin apoyo era lo que le esperaba en su nueva etapa que afrontaba con resignación. Después de su jornada laboral tomaría alguna cerveza en aquellos bares oscuros, cuasi pecaminosos que solo existen en los pueblos estadounidenses. Algún día, harto de su rutinaria y solitaria vida, decidiría viajar hacia oriente medio para conocer si la cadena Fox resultaba realista en sus impresiones sobre dicha parte del mundo. Convencería a su padre y partirían hacia Jordania. Un drama lacrimógeno más que tampoco merece la pena desarrollar en exceso.

También fue en El Monasterio de Petra donde nos tropezamos de nuevo con el jordano emigrado que se hospedaba en nuestro hotel. Se encontraba sólo, portando una abultada mochila y con su cámara como única pareja. La tierna estampa de la familia masculina pudo conmigo y quizá por ello comencé a sentir pesadumbre también por aquel chaval que transmitía cierta tristeza. Unos padres que no le hicieron mucho caso, constantes traslados entre occidente y oriente medio y dos visiones del mundo que a día de hoy, antagónicas, parece que sufrirán una difícil, por no decir imposible, reconciliación. Mientras tanto, a él solo le quedaba el intersticio apátrida de aquellas dos culturas.

Seguramente todas mis apreciaciones distaban de ser ciertas. La madre del Marine seguiría viva y harta de su marido e hijos les enviaría de vacaciones a oriente medio, rezando por que fueran secuestrados para siempre y el chaval jordano estaría huyendo de su popularidad como exótico youtubber de moda islámica para mujeres occidentales. Además, seguro que ellos podrían perfectamente empatizar con Noe, pensando que no merecía ir de vacaciones con un oligofrénico malhumorado que se quedaba mirando a la gente con cara de bobo.

De vuelta al hotel, de nuevo nos recibió una suculenta cena. La animada conversación de la noche anterior se tornó en un silencio monacal donde los viajeros deglutían sus alimentos sin cruzar palabra.

El segundo día en Petra fue quizá hasta más espectacular que el primero debido a que encontramos un camino poco transitado que daba acceso a un vertiginoso e inusual mirador situado justo enfrente de El Tesoro. Doscientos metros verticales nos separaban de la perla jordana y del resto de visitantes que a esa distancia parecían inofensivos y hasta amigables. Esta vez, en vez de volver por el Siq quisimos probar otro cañón mucho más estrecho y sin urbanizar. Nos costo cierto esfuerzo llegar hasta él, como quien paseando por alguna megalópolis llega a los suburbios sin saber muy bien en qué momento dejó la ciudad y entró en un pueblo. Las edificaciones seguían excavadas en arenisca, pero en vez de grandiosos monumentos, modestas oquedades espolvoreadas pretendían adornar un paisaje mucho más inhóspito. Una vez encontrada la salida, con entereza tuvimos que darnos la vuelta ya que el camino se encontraba anegado por las recientes lluvias y unas amenazadoras nubes tampoco auguraban nada bueno. La salida alternativa conllevaba sus riesgos y no nos pareció procedente aparecer en las noticias como los estúpidos extranjeros que inexplicablemente se ahogaron en Petra.

La partida de Wadi Musa hacia Wadi Rum fue en autobús, cuyos pasajes reservamos en el propio hotel. Esperaba ansiosamente un viaje con mujeres que arrastran niños y orgullosos hombres que se arreglan el bigote impasibles ante los lloros de su prole, por eso o fue tan decepcionante que se tratara de un minibús privado que llevaba a todos los huéspedes de nuestro hotel hasta el desierto. Nos tuvimos que conformar con compartir viaje, entre otros, con un hippie trasnochado de Portland y su guitarra, y un joven coreano que se encontraba realizando un viaje de varios meses.

Paramos en otro local de carretera de los que parecen ferreterías y donde también vendían café a lo turco. Es decir, café muy fino que no se filtra, con lo cual no se debe revolver a no ser que quiera uno atiborrarse de borras, valga la redundancia. La mezcla del café con cardamomo y azúcar resultaba sabrosa y para los que sufrimos ansiedad con todo tipo de alimentos y bebidas, el modo turco resultaba un gran ejercicio de paciencia, por el hecho de tener que esperar a que decanten los posos.

Por lo menos el conductor aprovechó el trayecto para recoger en mitad de la carretera a algunos militares y lugareños que alegraron el ambiente con sus extraños ropajes e ininteligibles conversaciones que siempre parecen más interesantes de lo que realmente deben de ser.

La llegada a Wadi Rum acabó siendo un poco caótica. La noche anterior habíamos reservado alojamiento por internet, pero cuando llegamos allí nos recibieron unos desconocidos y nos metieron en una estancia junto a una pareja china y el viajero coreano. La verdad es que el nombre del alojamiento no coincidía con el que habíamos reservado, pero si algo hemos aprendido de oriente es que dejarse llevar y no pensar demasiado constituye la mejor opción. Al final siempre buscan una solución. Nunca se obtendrá un recibo de nada y me temo que tampoco valdría de mucho, pero todos los asiáticos con los que hemos tratado sorprenden por su eficiencia y honestidad, por lo menos con los extranjeros. Sabias palabras que nos dijo Abdullah, un marroquí desconocido que se subió a la furgoneta de nuestro amigo Miguel en Fez y no se bajó hasta varios días después: “Tú no pensar”.

Compartimos un todo terreno erosionado con el joven coreano y la pareja china y comenzaron nuestras andanzas por el desierto que tan famoso hizo el teniente británico T.E Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia.

Todavía no he leído el interminable libro que me regaló Noe escrito precisamente por el británico que se mimetizó con el mundo árabe durante la primera guerra mundial, pero enseguida divisamos los siete pilares de la sabiduría que dan nombre al prolijo escrito. Se trata de un enorme macizo rocoso que emerge de la arena con forma de siete pilares. Me refiero al fenómeno geológico, no a la obra literaria.

Los trayectos en coche por el desierto siempre me parecen estupendos. No me extraña que Jesucristo los frecuentara asiduamente. La falta de humedad seca cualquier pena, olvidándolas de inmediato, mientras que la arena se convierte en un océano ocre donde descansar la vista. David Lean lo supo captar a la perfección en su superproducción desértica, que sigue siendo mi película favorita de todos los tiempos.

Precisamente visitamos la casa donde Lawrence de Arabia planeó la toma de Aqaba, ciudad en poder del ejército turco en aquel momento y lugar estratégico con salida al mar Rojo. Por un lado, unos inmensos cañones protegían el enclave del asedio marítimo propiciado por los buques ingleses, mientras que un mortífero desierto llamado Wadi Rum, resguardaba la retaguardia. Nadie pudo sospechar que un loco británico junto al rey Faysal I y un puñado de beduinos cruzarían dicho desierto para tomar por sorpresa la ciudad. Después de tal gesta, la soñada nación árabe pareció más cerca durante aquel verano de 1917, pero los intereses británicos y franceses discurrían por otros derroteros y una vez derrotadas las guarniciones turcas se repartieron oriente medio trazando fronteras y marcando el destino del siglo XX. Como compensación, a Faysal I le otorgaron Irak y a su hermano Abdalá I Jordania. Abdalá fue asesinado en 1951, sucediéndole su nieto Hussein, menor de edad. A pesar de no querer apoyar a Egipto en La Guerra de los Seis Días de 1967, el clamor popular le obligó a ello, perdiendo Cisjordania a favor de Israel y dejándola en otro intersticio geopolítico.

Hussein de Jordania también vivió en un limbo entre occidente y oriente medio. Sus filias occidentales contrastaban con su origen árabe y claro parentesco con Irak, dejando a Hussein en una situación ambigua cuando no apoyó precisamente al régimen de Sadam Husein en la guerra del golfo.

Todo Oriente Medio se parece a una gran falla geológica donde se observan las tensiones más encarnizadas entre dos formas muy distintas de entender la vida. De vez en cuando se registra cierto movimiento sísmico y los indicadores Richter presagian un virulento terremoto que asola a la población en forma de terrorismo civil y/o de estado. Después todo vuelve a la normalidad, si es que se puede llamar normalidad a tal modo de vida.

Tras subir y bajar dunas a pie y disfrutar de unas vistas casi marcianas, nos detuvimos a comer a la sombra de una gran pared. El menú no parecía precisamente muy apetecible, ya que constaba de pan ácimo y un pepino. ¿Quién pudiera pensar que el cambio de década lo fuera a celebrar comiendo pepinos crudos a bocados?

Sí, los cuarenta los cumplí en un desierto comiendo tan deliciosa verdura. Ni tarta de cumpleaños, ni gorros de cartón con matasuegras. Yo hubiese preferido celebrarlo comiendo una fabada en Asturias, pero a Noe le pareció indigno de una fecha tan señalada y que marca por fin el comienzo de la edad adulta. Hasta los chicles tienen un límite elástico. Por mucho que se quiera parecer un adolescente, la cuarentena ya no deja resquicio por el cual escapar. Las canas, las pintas de delincuente cuando se duerme mal, la mirada sin inocencia flanqueada por arrugas, o el hecho de que uno fue veinteañero cuando nacieron los veinteañeros de hoy en día. Síntomas inequívocos de que ya se forma parte de la mediana edad, de los invisibles. De pronto se termina la lucha contra el tiempo por mantener la gran mentira sobrevalorada que supone la juventud que todos añoramos. De pronto, llega el día del examen para el cual no se estudió y toda la ansiedad acumulada se libera con el merecido suspenso. Se cruzó la frontera sin retorno, creando un vocablo tan de moda y con mensaje subliminal: Youthxit.

Y al desierto le importaba un pepino lo que yo piense. La luz roja que atravesaba las grietas de la arenisca hierve la arena bajo los pies, dejándonos sin sombra y recordándonos su implacabilidad a la par de que deberíamos seguir nuestro trayecto.

Cenamos en una jaima junto a otros extranjeros, entre los cuales se encontraba un italiano que hablaba español y una chica que decía ser española, pero que no sabía dónde estaba Asturias. Supongo que en realidad provendría de Europa del Éste con algún ascendiente ibérico, porque por muchos recortes que haya habido en educación, a día de hoy todo español por lo menos conoce de la existencia de Asturias. Sí ho, donde se ríen de los que piden una “sidriña”.

El coreano, joven y andrógino, comía en silencio sin mostrar sentimiento alguno. Recordaba a Tintín. Seres etéreos, difícilmente clasificables y que resulta imposible descifrar ni saber si los molestas cuando les hablas, porque lo único que obtienes a cambio es una sonrisa, tan oriental por otro lado. Al respecto, Noe oportunamente me recordó La Canción del Elegido: “La última vez lo vi irse, entre humo y metralla, contento y desnudo. Iba matando canallas con su cañón del futuro. Iba matando canallas con su cañón del futuro…”.

Al día siguiente nos quedamos solos para adentrarnos aún más en el Wadi Rum y ascender así al monte más alto de Jordania, como marca la costumbre en nuestros viajes, salvo los que discurren por el Himalaya, por razones obvias.

Una modesta altitud ligeramente superior a 1.800 m sobre el nivel del mar le da al Jabal Umm ad Dami unas privilegiadas vistas, pudiéndose atisbar entre la bruma desde la frontera con Arabia Saudí hasta el mar Rojo, incluidas las rutas que utilizan los contrabandistas entre ambos puntos.

De regreso a la civilización tomamos un taxi hasta Aqaba. El conductor no paraba de reír, bromear y saludar a todo el mundo con el que se cruzaba. Su forma de afrontar la vida, afable y despreocupada me recordaba a mi amigo Jorge de Llodio. En cierto modo los envidio por desprenderse, aunque sea en apariencia, de ese halo de pesadumbre que siempre acompaña a algunos.

Llegamos a la ciudad y el conductor repetía en bucle la existencia de un restaurante que llamado Al Muhandes, describiéndolo como la octava maravilla culinaria y económica. No nos quedamos con el nombre, pero mientras buscábamos un lugar para saciar nuestra hambruna nos tropezamos con el restaurante sin querer y recordamos que se trataba del que propuso nuestro chofer temporal.

Desafiando la regla no escrita, comimos juntos en la planta baja, mientras el resto de las mujeres subían a la segunda planta con los niños y dejaban a los hombres abajo, como quien huye de la algarabía de un puñado de varones que se juntan a ver un partido de fútbol. Comimos decentemente y sí fue barato, como suele ocurrir en un país con una renta per cápita muy inferior a la española.

Salvo un destacado episodio histórico en la primera mitad del siglo XX, Aqaba no nos ofreció demasiado. Una gran bandera de la Revuelta Árabe ondeaba hacia el golfo de Aqaba, donde confluyen cuatro países: Jordania, Arabia Saudí, Egipto e Israel. Todos buscando desesperadamente acceso al mar, como los ríos que rebosan agua y no saben qué hacer con ella.

Sentados en el muro de la playa en una tarde soleada contemplamos la vida costumbrista de los lugareños, que no dista de la de un día de playa en cualquier país occidental, salvo por el hecho de que las mujeres chapoteaban en el agua vestidas en vez de en bikini. La primera vez resulta chocante la escena de ver a una mujer adentrarse en el mar vestida, ya que parece que harta de la vida terrenal mira perdidamente al horizonte para no volver jamás, ahogándose lentamente en unas aguas cálidas con el resplandor del sol salpicando el vaivén de la corriente. Pero no, se da la vuelta y con una sonrisa moja a quien la acompaña como lo haría cualquiera que disfruta de un momento de asueto semejante.

Los vendedores ambulantes cargaban a sus espaldas unas enormes teteras plateadas, ofreciéndolo a un módico precio, al igual que los vendedores de cerveza que se encuentran en la mayoría de los festivales de música veraniego. Sus trajes folclóricos resultaban llamativos al igual que las flores que decoraban las gigantescas y supongo que pesadas vasijas metálicas.

No quedaba hueco para la violencia. No parecía día para contemplar el rugir de la falla entre occidente y oriente. Los habitantes judíos de Eilat, al otro lado del estrecho golfo de Aqaba, seguro que también disfrutaban de una plácida tarde soleada, propia de un cuadro de Joaquín Sorolla. Tardes en las cuales nada puede salir mal.

Esa misma noche nos esperaba un corto vuelo hasta Amman. Cada vez me disgusta más llegar de noche a una ciudad nueva. La primera impresión suele asemejarse a una experiencia amenazante y tenebrosa, diametralmente opuesta a la vivida durante el día. Las noches ya solo tienen sentido como mero agente separador de las diferentes jornadas, ayudando a ordenar nuestro recuerdos. El atractivo pretérito de lo nocturno se esfumó, como quien pasa por delante del escaparate de alguna juguetería sin emoción alguna, sin poder siquiera recordar cuanto se disfrutaba en aquellas ocasiones.

En el aeropuerto, tomamos un autobús hasta el centro y tras una hora de trayecto, el autocar se detuvo sin razón aparente. Pasado un rato, el conductor perdió la paciencia y empezó a emitir bramidos. Nos preguntamos que habría pasado, pero sin extrañarnos demasiado, pensando que se trataría del enésimo episodio pintoresco propio de países musulmanes y que pronto retomaríamos nuestro camino. Lejos de calmarse los ánimos, las voces iban in crescendo hasta que un amable pasajero se acercó a nosotros para avisarnos de que siendo los únicos extranjeros a bordo, suponía que deberíamos darnos por aludidos. Al parecer, habíamos llegado a nuestro destino y no nos habíamos enterado de las amables notificaciones del conductor, que esperaba vernos bajar de su autobús para continuar su trayecto.

El hotel reservado lo regentaba una anciana británica, haciéndose llamar “hotel boutique”. La palabra boutique siempre alude a connotaciones positivas, de calidad y los orígenes ingleses de la dueña junto a su edad presagiaban una experiencia digna para el final del viaje. Pero no, tanto los buenos como los malos augurios nunca terminan de cumplirse. En este caso, boutique solo significaba, “voy a cobrarle más por incluir un sustantivo, erróneamente utilizado como adjetivo positivo”.  La entrañable imagen que guardo de la tercera edad británica tomando té se esfumó cuando la dueña se mostró arisca al pedirle que me devolviera el cambio del pago de la estancia. Tal era su desfachatez que incluso intentaba mirarnos por encima del hombro a pesar de que se encontraba sentada detrás de su mostrador y nosotros de pie.

La ciudad de Amman se asemeja a cualquier metrópolis asiática. El ruido y el tráfico quedan garantizados, dejando poco espacio para el sosiego y la tranquilidad de espíritu. El contraste con el sur de Jordania resulta notable y al poco tiempo de llegar recordamos las razones por las cuales solemos huir de las grandes ciudades.

También es cierto que la antigua ciudadela, ubicada en una colina, ofrece unas admirables vistas del horror, encontrándose ajena y alejada del mismo, como esos días en los cuales los picos sobresalen por encima de la niebla y la lluvia sufrida durante la realización de una ruta montañera se transforma en un plácido mar de nubes al alcanzar la cumbre. No menos impresionante resulta el disfrutar con calma de unas ruinas sin igual, al convivir restos del paleolítico, romanos, bizantinos y musulmanes. Si no me equivoco, pocos lugares del mundo podrían presumir de poseer lo mismo.

La presencia romana en esta zona del país no tiene parangón. No solo por el gran circo romano que se encontraba a escasos metros de nuestro hotel, sino porque en la vecina Jerash se puede pasear por el cardo y decumano, perfectamente conservados y flanqueados por grandes columnas, cuyos dinteles se utilizaban para detectar movimientos sísmicos. Durante el trayecto de más de ochocientos metros, parecía como si el gran emperador Adriano fuera a hacer acto de presencia con su guardia pretoriana, haciendo caso omiso de que nos separasen dos mil años de historia. Y qué decir del estado de conservación del hipódromo, donde realizaban carreras de cuadrigas para amenizar la visita de los turistas y uno no puede evitar pensar en Charlton Heston interpretando a Ben Hur. Una verdadera maravilla digna de ver y una grata sorpresa, ya que al carecer de los conocimientos suficientes, las ruinas no nos suelen atraer tanto.

El trayecto de ida entre Jerash y Amman lo solucionamos compartiendo taxi con una pareja de catalanes que comenzaban su viaje cuando terminábamos nosotros el nuestro. Noe diría que conseguimos ver a nuestros isótopos con un desfase de una semana, y no le faltaba razón. Al igual que yo, él también parecía un viajero pánfilo, dejándose llevar por su meticulosa pareja que lo tenía todo preparado.

Ellos pensaban continuar con el mismo conductor hacia el sur, lo cual dejaba un poco en el aire nuestra vuelta a la capital. La parada de autobuses se limitaba a una marquesina cochambrosa sin ninguna indicación en la que esperamos sin que autobús alguno se apiadara de nosotros. En Europa nunca se nos ocurriría dejarlo todo al azar y nos pondríamos nerviosos si tuviéramos que esperar sin sentido en una parada vacía, en mitad de ninguna parte, pero en oriente medio las soluciones fluyen por si solas. Después de una espera considerable, dudamos de si realmente se trataba de una parada de autobús. Tampoco importó, dado que unos lugareños se ofrecieron a llevarnos por un módico precio. Al principio desconfiamos, naturalmente, pero tras caminar una decena de metros, pudimos comprobar que en realidad se trataba de un taxi.

Si a la ida el conductor condujo suavemente y a una velocidad razonable para nuestro modo de ver, la vuelta fue algo más intrépida, rápida y mareante. Supongo que los conductores calibran la proporción de occidentales y su temeridad acaba basándose en ese parámetro.

El tiempo perdido esperando a Godot se recuperó parcialmente, dejándonos un hueco para despedirnos de Amman y visitar sus cafés de moda. Locales pulcros, con ínfulas nórdicas que acaban aburriendo al más tolerante y cuyo único respingo proviene a la hora de pagar una fortuna por dos tazas de té. Coste desorbitado que difícilmente puede justificarse basándose en el modo artesanal de hervir agua o en el material ecológico de las bolsas que contienen las hierbas aromáticas. Es más, el grueso hilo de diseño para manipular la bolsa, provocaba que la capilaridad hiciera de las suyas y lo empapara, incomodando su retirada. De nuevo nos encontrábamos ante la disyuntiva de no saber si nos hallábamos a uno u otro lado de la fina línea que separa la calidad de la insolencia. Margen muy estrecho que, en esta ocasión ni siquiera se puede considerar, resquicio, intersticio o tierra de nadie, nuestro hogar.

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