Japón: Mi país favorito

Cada vez que nos preguntamos a dónde queremos ir a pasar unas semanas, la respuesta automática siempre es Asia. Un desequilibrio que impide que tenga apetencia por visitar otros continentes igual o más ignotos para un europeo, pero que por alguna razón no dejan el mismo sabor de boca. Tierras que abarcan desde Palestina hasta la selva de Borneo, pasando por el subcontinente indio. Miles de años de culturas entrelazadas por religiones autóctonas que engendraron otras religiones. Tal es el caso del judaísmo, que trajo consigo el cristianismo o el budismo, que fue consecuencia del hinduismo. Todas ellas se esparcieron por el resto del mundo, con siglos a sus espaldas, dando soporte espiritual a la vez que generando conflictos: el triste motor económico y social del mundo. Hasta ahora no había caído en el hecho de que las cinco religiones mayoritarias del mundo comenzaron en Asia, nombre acuñado por Herodoto inspirándose en el de la región de Anatolia, en la actual Turquía.

Aunque recuerdo a la perfección mi primera visita al continente oriental, hace ahora nueve años, el origen de tal atracción bien podría remontarse a la niñez, durante la que tuve la suerte de convivir con indios de la India, japoneses, coreanos, chinos y laosianos, compartiendo como nexo de unión un colegio suburbial de la ciudad de Nueva York.

Aquel edificio que se extendía a lo largo de una única planta emerge desde mis recuerdos cada vez que me encuentro en algún lugar donde los idiomas, en vez de servir para entenderse o comunicarse uno mismo con el resto, actúan como mero ruido de fondo que adorna el espacio sonoro. De este modo pasé mi primer año en el colegio de Midland, sin poder apenas hablar con nadie ni comprender lo que la profesora explicaba y dedicando las horas lectivas a la vida contemplativa, tan apreciada por mi hoy en día, a la par que escasa.

Dado que no podía asimilar las sucesivas lecciones, me entretenía observando al resto de mis compañeros. Detalles sin importancia que se me quedaron grabados, como la goma de borrar de una compañera, de color naranja y verde fosforito formando la palabra cool. Una de las o servía para introducir el lápiz, moviéndose la goma de forma molesta mientras la sufrida niña copiaba la lección. Busqué la palabra en el diccionario y su significado no me satisfizo demasiado: Fresco, frío. Los compañeros la repetían, utilizándola de muletilla aunque hiciera calor, aunque se acercara el verano y el gélido invierno se encontrase al otro extremo del calendario. Tiempo después me explicaron su otra acepción. Tardé mucho en entender su significado más común, pero lo aprendí bien. Tardé mucho en comprender que aquella goma de borrar se encontraba ligada a los principios darwinianos de la ley del más fuerte. Que lo que se premia y se valora sea la frialdad, el no inmutarse, el guardar la compostura y la entereza, en contraposición a perder los papeles, a mostrar las debilidades de uno o a mostrar una ternura sin coraza. Años después, el significado se pervirtió del todo cuando resultó cool oír a Kurt Cobain cantar: “I’d rather be dead than cool”, la versión nihilista de “antes muerta que sencilla”. Ahí aprendí que con el lenguaje todo es posible, que se pueden retorcer los conceptos hasta extremos imposibles.

Pero el material escolar que más me llamaba la atención lo poseían los pulcros japoneses. Casi todos escribíamos con lápices vulgares, los cuales teníamos que afilar con un sacapuntas comunal anclado al encerado. Ese momento servía para relajarse, como quien se aleja de su puesto de trabajo a fumar un cigarro. En cambio, a tan temprana edad, los japoneses ya disponían de portaminas metalizados con cierto peso, lo cual les otorgaba una sensación de calidad. Aquellos enseres parecían sacados de una película de ciencia ficción. Se pulsaba un botón y una mina afloraba siempre igual de fina y afilada. Sus gomas de borrar tampoco eran cuadradas, sino que surgían de otro artilugio que posteriormente reconocí como porta gomas. Sus estuches finos y limpios contrastaban con el mío y siempre guardaban alguna filigrana de origami que envidiaba mucho. Tanto, que en una feria del libro pedí a mis padres que me compraran un volumen de papiroflexia que nunca fui capaz de comprender y que sirvió exclusivamente para fomentar mi frustración con todas la manualidades. Mientras que lo más vanguardista que pude confeccionar fue un avión con alerones, todos los asiáticos por arte de magia convertían una simple hoja de papel en cisnes, mariposas, cajas que inflaban soplando o estrellas ninja.

Sus habilidades con el dibujo también destacaban. A los nueve años, yo pintaba un seis y un cuatro, mientras ellos dibujaban guerreros futuristas con armaduras inverosímiles, cuyas miradas mezclaban algún rencor pasado en búsqueda de venganza con la dignidad de saber que cumplirían su promesa.

El sentido del honor japonés resulta chocante para los occidentales. Puedo comprender que en la batalla de Okinawa, con la segunda guerra mundial ya perdida, el ejercito nipón lanzara una última ofensiva a modo de traca final contra las fuerzas aliadas, como acto heroico definitivo. Al fin y al cabo, los generales militares normalmente manejan vidas ajenas como si de un juego se tratara y venden a sus soldados la patraña de que el país o alguien todavía más abstracto estará orgulloso. Incluso puedo comprender el concepto de kamikaze como un amasijo entre una vocación mártir y una orden marcial directa a la cual uno no se puede negar. En cambio, lo que sí me llama la atención del sentido del honor que profesan los japoneses y de algún modo le da cierta veracidad, se explica con el siguiente detalle. Una vez que el emperador Hirohito se hubo dirigido a su pueblo para pedirle que se rindiera, transmitiéndoles que todo estaba perdido en 1945, muchos soldados y creo que incluso civiles no pudieron soportarlo y practicaron aquella costumbre letal como es el seppuku, vulgarmente conocida como harakiri. Un verdadero enigma el del alma japonesa.

Las chicas, más alejadas de la barbarie, trazaban finas líneas que representaban a sonrientes colegialas pareciendo esperar a su amado con mochila en mano. Siempre me ha sorprendido que en los dibujos manga, aun siendo muy reconocibles y fáciles de asociar con oriente, los rasgos de los personajes son más bien occidentales. ¿Qué pensarían chicas como Hitomi Fukushima mientras dibujaban? Ya me costaba traspasar la barrera cultural y llegar a poder descifrar los códigos masculinos, siempre más burdos, como para lograr comprender los femeninos. No importa el continente ni la cultura, los papeles de los hombres y mujeres se han repartido de forma parecida a lo largo de la historia y en todas las civilizaciones por igual.

Entre los compañeros japoneses, uno dibujaba especialmente bien. Se llamaba Hirohisa Awanohara. De baja estatura, pelo lacio oscuro como no podía ser de otra forma y adaptado perfectamente a la cultura norteamericana. Al poco de llegar yo a Estados Unidos, a su padre lo trasladaron de nuevo a Japón, con lo cual no coincidí mucho con él. Cuatro años después regresó y pude conocerle mejor. Gracias a Facebook ahora puedo familiarizarme con sus andanzas, comprobar lo poco que ha cambiado, saber que vive en Brooklyn y que las amistadas de la infancia quedan embotelladas en el pasado como una reliquia estática y petrificada. Su talento para el dibujo era impresionante. Un día se le ocurrió pintar sobre un rollo de papel cuasi infinito, a lo Jack Kerouac y retrató el skyline de la ciudad de Nueva York con una precisión asombrosa. El día de su despedida, creo recordar que donó su obra a la clase y al desenrollarla, pudimos comprobar que casi daba una vuelta completa al aula, dejando a todos los niños con los ojos como platos.

Otra de sus hazañas consistió en decorar sus playeras blancas con todo tipo de trazos hechos a bolígrafo. Acostumbrado a las reminiscencias de la férrea disciplina bajo la cual se educó mi madre, a mi ni se me hubiese pasado por la cabeza garabatear mi ropa con un bolígrafo, por lo menos conscientemente. Siempre que me quejaba de mis profesores, ella recordaba que durante las comidas escolares no les permitían conversar, tan solo escuchar los discos de Beethoven que elegía la madre superiora.

En uno de los numerosos días de tedio lectivo y para matar el tiempo, simulé que me pintaba el pantalón sin mirar, creyendo que el bolígrafo tenía puesta su capucha. Cuando me percaté de que la tapa no estaba en su sito, el bochorno fue grandioso. No solo por tener durante el resto del día los pantalones pintados con borrones incomprensibles propios de un psicópata, sino por cómo iba a explicarle a mi madre una situación tan absurda. El miedo que uno siente anticipando infortunios casi nunca se corresponde con la realidad y las madres siempre suelen comportarse de forma piadosa con sus hijos. Aún así, resulta difícil no recordar al filosofo renacentista Michel de Montaigne cuando dijo: “Mi vida ha estado llena de terribles desgracias, la mayoría de las cuales nunca han sucedido”.

Cada día a media mañana, los estudiantes que no habían traído su propia comida tenían que elegir lo que querían comprar en la cafetería, por valor de un dólar, que es lo que costaba. Los platos cambiaban a menudo, pero siempre había uno, a modo de invariante, cuyo nombre nunca conseguía comprender. Solía esquivarlo por si acaso, pero un día no me quedó más remedio que escogerlo porque no había levantado la mano al nombrarse ninguno de los anteriores. ¿Qué sería aquello que sonaba a “peebitch”?, ¿orines de perra?

Llegó la hora de la comida y como de costumbre, una mujer con acento germánico y la cara como una uva pasa hacía sonar su silbato para poner orden y decidir qué grupo podía ir a recoger su comida. Parecíamos judíos en un campo de concentración nazi. Tal era la implacabilidad de Mrs. Faulkner que aún soy capaz de visualizar el modo en el que las gotas de saliva salían disparadas de su boca cada vez que decretaba que nos levantáramos para comprar lo que habíamos pedido, que ya podíamos recoger nuestros bártulos o que saliéramos al recreo. Mirando hacia atrás, me cuesta trabajo creer cómo es que aquella señora entrada en años se podía tomar aquella liturgia tan en serio. Creo que yo no serviría para impartir disciplina porque acabaría riéndome de cualquier travesura que cometiera cada niño a mi cargo.

El tal “peebitch” no era otra cosa que mi interpretación del sonido de las siglas PB&J o lo que es lo mismo, peanut butter and jelly. No lo había probado nunca y para alguien acostumbrado a la gran cocina vasca, aquel mejunje de mantequilla de cacahuete con mermelada de uva y pan de molde reseco fue poco más que incomestible. Apenas lo toqué y me tuve que conformar con imaginarme lo que estaban comiendo mis compañeros japoneses. Desenvolvían de un papel transparente unas bolas negras rellenas de arroz que sacaban de sus cajas de hojalata decoradas con dibujos y caracteres orientales. Tenía mucha mejor pinta que mi pobre comida, pero tampoco me atreví a pedirles un poco. Sí, se trataba de sushi, el buque insignia de la cocina japonesa que aún tardaría unos años en probar.

A día de hoy, los restaurantes japoneses brotan cual champiñones bajo los árboles, saturando el mundo de sushi y fusionándolo incluso con un plato tan asturiano como el cachopo, pero hace treinta años había que conducir casi una hora para atreverse a degustar pescado crudo, al menos en los suburbios de la ciudad de Nueva York.

Un día, tiempo después de que viera el sushi por primera vez, convencí a mis padres para que nos llevaran al restaurante japonés en cuestión. A pesar de haber olvidado su nombre, guardo un gratísimo recuerdo. Se encontraba inmerso entre árboles gigantes y había que atravesar un jardín japonés con diminutos puentes y aguas mansas que tranquilizan los jugos gástricos mientras etéreas maîtres le guiaban a uno hacia la mesa a base de pequeños pasos.

En aquella ocasión solo faltó que nuestro banquete hubiese coincidido con la fiesta del nyotaimori, que consiste en comer sobre una mujer desnuda. Me hubiese gustado ver las caras de mis padres ante tal despropósito. Un montón de hombres babeando alrededor de una costumbre ciertamente machista y ellos con su descendencia, intentando que no nos enteráramos de lo que sucediera. Mi hermana Ana, tan cándida y natural en su infancia hubiera hablado con la resignada mujer convertida en bandeja, mientras que mi hermana Lucía pediría kétchup para el último maki, colocado en algún punto clave.

Durante el recreo escolar, los orientales ojeaban tebeos que para nosotros se leían del revés, con forma de pequeños libros cuidadosamente encuadernados y personajes muy viscerales de enormes bocas que siempre parecían abiertas. Escenas de caballeros dando saltos imposibles o figurillas gordinflonas que se reían burlonamente, poblaban aquellos cómics, normalmente dibujados en blanco y negro. Las colegialas con ojos enormes corrían al salir de clase con expresiones incomprensibles para mi, dentro de bocadillos que se leían de arriba abajo. Poca atención podía prestar a dichos libros sin aburrirme, poca imaginación debía de tener para no inventarme mis propios diálogos.

En cambio, sí me quedé prendado de unas pegatinas cuadradas mostrando diferentes personajes con proporciones de enanos. Gracias a internet he podido resolver el misterio del origen de dichas pegatinas

“Super Bikkuriman surgió como unas galletas y chocolates comercializados en Japón, los cuales contenían unas pequeñas pegatinas coleccionables que representaban un juego en el que aparecían demonios, ángeles y guardianes. Debido al éxito que obtuvieron en Japón, más tarde se realizaron series de manga, animes y juegos para la consola PC Engine.”

El cambalache propio de niños propició que pudiera hacerme con una pequeña colección. Tal era mi aprecio por ellas que me tomaba más tiempo para decidir dónde pegarlas que el que emplea mucha gente para hacerse un tatuaje. Las más codiciadas eran las que brillaban según el ángulo con el que se mirasen. Mitos occidentales se fundían con seres fantásticos nipones, cada cual con un nombre que nunca pude pronunciar. Mi exigua colección se acabaría perdiendo en alguna mudanza o simplemente se evaporaría con el tiempo, y aunque disfruté de un buen momento rememorándolas gracias a Google, no soy lo suficientemente mitómano como para querer recuperarlas. Me basta con los recuerdos, que siempre acaban siendo mejores que la realidad.

Otro juguete japonés que servía para jugar clandestinamente durante las clases eran unas figuritas de goma de color carne de poco más de dos centímetros de altura llamadas M.U.S.C.L.E Men y que representaban a deportista de lucha libre o pressing catch, nefasta traducción inventada en España, equiparable a las de footing, puenting y tantas otras. Los más comunes se encontraban enmascarados, mientras que los más ambicionados y útiles en la batalla disponían de numerosas extremidades cual deidad hindú.

Yoshikuni Hayasaka era quien me proporcionaba dichas figuritas, mi primer amigo en tierras norteamericanas. Me sacaba una cabeza de altura y podía ir en bicicleta al colegio porque vivía cerca, en una casa pequeña de color cetrino desgastado que recuerdo visitar por primera vez bien entrado el otoño, cuando la mayoría de los árboles se habían desprendido de su follaje y dejaban entrever una fachada con la pintura desconchada.

Nada más abrir la puerta, sus padres nos recibieron sonrientes con un millar de genuflexiones mientras me hacían entender que debía quitarme los zapatos y dejarlos perfectamente alineados junto a los del resto de la familia. El aroma de jengibre inundaba todas las estancias, igual que lo hace el curry en las casas hindúes o el aceite de oliva en los hogares mediterráneos. Los pequeños espacios casi sin amueblar, que antes me producían desasosiego o transmitían frialdad, ahora los valoro como descansos visuales en unas soluciones habitacionales llenas de cachivaches y estímulos constantes.

Jugamos en su habitación, mucho más tecnológica que la mía y se fraguó una amistad que se vio truncada por la temporalidad de la expatriación oriental. Lo mismo ocurrió con Kazufumi Tamaki años después. En Rye, todos los extranjeros nos encontrábamos de paso y era habitual sufrir cambios bruscos de compañeros. A veces se despedía uno en junio para pasar el verano sin saber que era para siempre, que en septiembre ya no estarían.

La amistad más duradera que tuve fue con Dan de la Chapelle. A pesar de su apellido francés, su madre provenía de Japón, con lo cual sus rasgos eran más bien orientales. Él solo hablaba inglés, tenía nacionalidad norteamericana y dudo que hubiera visitado Francia o Japón. Sus padres hacía mucho tiempo que habían dejado atrás sus países natales. Aún así, sentía especial orgullo, tanto de sus antepasados orientales como europeos. Su situación familiar siempre fue un enigma. A su padre nunca lo conocí ya que estaba siempre enfermo en algún hospital y su hermana mayor hacía cameos por la casa sin que nunca me fuera presentada. Dan vivía con su diminuta madre y un tipo de origen italiano llamado Tony, que bien podría haber sido sacado de una película de Martin Scorsese. Regentaba una empresa de taxis y se sentaba en una butaca de barbero que tenían en el salón con su camiseta zurraesposas puesta y repeinado hacia atrás, mientras su sufrida compañera hacía ejercicio en una bicicleta estática, con una sonrisa permanente. Siempre se me ha dado bien no hacer demasiadas preguntas, así que me tomaba con naturalidad aquella situación familiar algo peculiar para mi.

Tony nos llevaba en sus taxis de un lado a otro. Aunque siempre nos trataba de forma muy amable y divertida, me daba cierto reparo abrir el maletero del coche por lo que me pudiera encontrar: un cadáver, un alijo de drogas o una maleta llena de billetes sangrientos. Creo que he visto demasiadas películas de mafiosos.

Su casa era oscura, llena de polvo por todas partes y de pelusas de gato que nadie limpiaba. La madera crujía a cada paso y la ropa campaba a sus anchas por cualquier rincón. El desorden no solo se limitaba a la indumentaria y demás enseres, sino que también se extendía a las horas de la comidas. Acostumbrado a unas horas fijas y a compartir mesa en familia, lo que aún se sigue manteniendo cada vez que visito a mi madre, aquel caos me resultaba muy atractivo. Cada cual comía lo que podía y cuando podía. Fantásticas sopas miso nos preparó aquella encantadora mujer que murió de cáncer poco después que mi padre. Cuando supe de su fallecimiento, me entristeció y recordé lo mucho que envidiaba Dan la vida ordenada de mi familia. De aquella, no le entendía, ahora creo que sí.

Supongo que la explicación más verosímil al misterio familiar es que el padre los abandonase y su madre rehízo su vida con un simpático italiano que cumplía con todos los estereotipos propios de su país.

Hace mucho tiempo que perdí la influencia directa japonesa, limitándose ahora al cine, restaurantes, escasos libros y algún que otro concierto de post rock instrumental que me pueda proponer mi amigo Rubén, más conocido como Jevo.

Ni siquiera estuve presente cuando mi primo Miguel llevó como acompañante a una comida familiar a una amiga japonesa que no debía de hablar muy bien el castellano. En el transcurso de la misma, Aurora, la hermana gemela de mi abuela materna, comenzó a hablar con ella, supongo sin que ninguna de las dos se entendieran. Mi tía abuela, si bien nunca habló más idioma que el español, si viajó durante su longeva vida. Vivió el desenfreno de la Cuba de Batista, conocía bien México, Nueva York y Europa, pero creo que nunca pisó suelo japonés. En algún momento de la conversación con la menuda chica nipona, sin que nadie supiera la filia de Aurora por el país del sol naciente, se le oyó afirmar con rotundidad y vehemencia, “Japón: Mi país favorito”.

Desafortunadamente, ya es tarde para preguntarle por el verdadero significado de sus palabras. Quizá todo se deba a que en aquel colegio cuyo solar ahora ocupa El Corte Inglés de la Gran Vía de Bilbao, el mismo en el que mi madre escuchaba a Beethoven, tuvo compañeros japoneses durante una segunda república convulsa. Yo tampoco he visitado el país, pero podría suscribir sus palabras sin mayores problemas.

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