Lo que expresa el título lo debieron de pensar muchos de los que salieron del Teatro Campoamor después de presenciar Fausto. Después de que el director de escena saliera a recibir una mezcla de pitidos, pataleos y aplausos. Se escuchó incluso a un señor llamar “¡caradura!” a la persona que se arriesgó a trasladar una obra de finales del siglo XIX a nuestros días o quizá a unos tiempos que en realidad no existen.
Las criticas han sido un tanto duras, a mi entender. Comprendo que las pausas, alargadas en exceso entre escenas, rompieran un poco el ritmo y que ni el vestuario ni los escenarios se compusiesen de materiales del todo nobles. En cambio, Curro Carreres, el insultado, sí intentó meterse de lleno en el papel del propio Fausto y vendió su alma al diablo para rejuvenecer un espectáculo tan asociado siempre a lo añejo como lo es la ópera.
Al contrario que a muchos, me pareció acertadísimo que Mefistófeles se pareciera en exceso a Karl Lagerfeld. ¿Quién podría representar mejor la banalidad, el exceso, la pompa, todo lo que siempre se le asocia al diablo? Quien mejor que un emblema del mundo de la moda para atribuirle todo lo que el consumismo desacerbado representa. Además, considero elegante que la sutil crítica provenga de un director de escena que se dedica, entre otras cosas, a la estética.
Puede que fuera excesivo reubicar la representación de la feria de una ciudad del segundo acto en un desfile de moda en el que algunas modelos paseaban a hombres con correa como si fueran perros. El rancio abolengo de Oviedo no está preparado para semejante provocación, que ya ni siquiera considero como tal. Personalmente me divirtió que Fausto se declarara a Margarita en una discoteca mientras un dj pinchaba la música de Gounod, y Baco, representado por un go-go en tanga, bailaba en una cubitera gigante. La entrada de Mefisto fue triunfal y cuando se quejó del vino que servían, una espesa sangre emanó del dios del morapio y fue repartida entre los asistentes como si proviniera de la mejor cosecha vinícola. El modisto satánico se adueñó de la fiesta y con auriculares en mano, cantó acerca de un becerro de oro, colocándose detrás de los platos y alentando a unos fiesteros eufóricos que disfrutaban del vals como si estuvieran en una discoteca de Ibiza.
Si Gounod realmente levantara la cabeza, creo que le parecería adecuado que al final del aria más famosa de su ópera, la soprano se sacara un selfie. Al fin y al cabo, Margarita se veía tan bella en el espejo con las joyas regaladas por Fausto que justificaba tal gesto. ¿Cómo si no, podría compartir el apogeo de su vida con sus cientos de amigos? Encaja perfectamente, porque en realidad poco se ha inventado en los últimos ciento cincuenta años. El mismo chute de autoestima que recibía Bianca Castafiore al entonar “Ah! Me río de verme tan bella en este espejo…» en los álbumes de Tintín, lo sentía la Margarita primigenia y lo reciben todos los que nos auto retratamos para colgar las instantáneas en internet. Siempre es la misma droga con diferentes formas y como todos los narcóticos, van perdiendo efectividad a medida que se consumen. Al final, acabamos necesitando dosis cada vez mayores.
Últimamente, el hecho de reprender por norma cualquier acto del prójimo hasta llegar al insulto personal, también parece un estupefaciente al cual muchos son adictos. Pensaba que dichos exabruptos se limitaban a los que reciben los árbitros de fútbol, pero las redes sociales han permitido que todos podamos desparramar impunemente nuestra “opinión de mierda”, tan bien interpretada por Los Punsetes.
Otra crítica vertida versaba sobre la confusión que supuso que uno de los pretendientes de Margarita fuera representado por una mujer vestida de mujer. En realidad, dicho papel siempre lo ha personificado una fémina disfrazada de mancebo, ya que en el reparto de tonos le corresponde a una mezzosoprano, pero esta vez la cantante llevaba falda en vez de pantalones, creando un innuendo que colmó el vaso que contenía la paciencia de un público con tendencias carpetovetónicas.
En cambio, ningún crítico reparó en lo inocente que resulta ahora que la sociedad rechazara de tal forma a Margarita, simplemente por ser madre soltera. Tal fue la presión que sufrió la pobre madre, que tras no ser arropada ni siquiera por la iglesia, cayó bajo el influjo del diablo y en un ataque de locura asesinó a su propio hijo. Dicho crimen le valió la pena de muerte y una vez fallecida, fue perdonada y ascendió a los cielos, tránsito representado mediante una especie de crucero a lo Vacaciones en el Mar mientras un coro estereofónico se colocaba a cada lado del anfiteatro superior. Supongo que agravar el crimen para justificar tamaño castigo implicaría demasiados cambios en el libretto, y acabaría siendo necesario un profundo remake para trasladarlo del todo a la actualidad. Se podría realizar un esperpéntico injerto con la obra de Ray Bradbury Fahrenheit 451 y Margarita sería condenada por leer un libro, mientras Fausto el bombero quemaba pilas de novelas.
Renovarse o morir, reza el eslogan predilecto de la industria textil. Quizá tengan razón. Lo único que espero que nunca cambie en el teatro Campoamor es la majestuosa lámpara de araña que amenaza con caer sobre el patio de butacas y los sencillos pinchos servidos durante el descanso, que tanto me recuerdan a mi abuela y parecen ajenos a la innovación de lo superfluo.