Despedida a la francesa

Algo que le hacía mucha gracia a mi padre era que hablase francés con acento norteamericano durante mi adolescencia. En realidad no lo hablaba, lo estudiaba en el colegio público de Rye (NY). Cuando se intenta aprender un tercer idioma desde el segundo idioma que se conoce, sin pasar por la lengua materna de uno, ocurren este tipo de anécdotas algo extravagantes. A días de hoy, las pocas palabras que conozco en francés las tengo que traducir al inglés. Un pequeño lío idiomático donde pain es bread, por mucho que se parezca a pan, vin es wine, en vez del casi idéntico vino y fromage, cuando está claro que es un cheese, resulta ser un queso, con permiso de Gila.

De aquella, durante la enseñanza secundaria norteamericana se podía elegir estudiar español, francés o latín como segundo idioma. Sí, aunque parezca extraño, las lenguas muertas convivían con las foráneas en el mismo departamento lingüístico. Los muy puristas también podrían incluir el inglés como lengua extranjera, pero ya no están aquí para contarlo. Yo, en principio, escogí francés por eliminación, método de toma de decisiones que he utilizado en ocasiones, incluso mucho antes de conocer las enseñanzas de Descartes, conocido también como el entierra pasiones. No sé me ocurre forma de vida más alejada del entusiasmo que vivirla por exclusión.

Las clases las impartía una profesora estrafalaria y seductora llamada Mrs. Kelleher. Nunca pude comprobar si realmente poseía la nacionalidad francesa, pero se metió en su papel de una forma asombrosa, cumpliendo todos los estereotipos propios del país galo. Sin duda, era la profesora más elegante de aquel colegio, con sus vestidos a juego con los complementos, perfectamente maquillada y luciendo peinados que se arreglaba durante las clases mediante coquetos movimientos de manos que hacían sonar sus joyas. Como buena francesa, despreciaba todo lo relacionado con los Estados Unidos de América. Las novelas de Stephen King que le gustaban a mi mejor amigo fueron tildadas de morralla en plena clase y creo que su alto grado de sofisticación le impedía siquiera aceptar que las hamburguesas realmente existieran. Llevaba el desdén por bandera, siempre con los ojos medio cerrados, como quien se encuentra constantemente aburrida, rodeada de tanta vulgaridad, pero emanando estilo e indignación a partes iguales.

Algunas veces, reservaba una televisión con vídeo en el departamento de audiovisuales que llegaba en un carrito con ruedas y nos proponía el visionado de películas francesas para entrenar el oído. En estas ocasiones, parecía ella quien pecaba de cierta chabacanería, ya que en vez de presumir de grandes directores de cine franceses como Truffaut o Godard, traía consigo cintas que versaban sobre quinceañeras que querían organizar una fiesta. No he vuelto a ver La Boum, pero no creo que pase a los anales de la historia del cine, por lo menos del buen cine. Creo que películas como El Desprecio, encajarían mucho mejor con su forma de tratarnos a diario y de paso nos hubiésemos entretenido viendo a Brigitte Bardot tomando el sol en bikini.

Por mucho que nos esforzáramos, nunca pronunciábamos correctamente. A mí puede que me tuviera una inquina especial porque además de balbucear con acento norteamericano la lengua de Víctor Hugo, para más inri, provenía de la Espagne, territorio bárbaro. Aún así no me caía del todo mal. Veía su actitud como una sobreactuación que llevaba a cabo todos los días, al igual que el payaso que después de hacer reír a los niños vuelve sólo a su casa a fumar cigarrillos y ahogar sus penas en una botella de alcohol.

De vuelta a clase en septiembre, siempre me imaginaba que había pasado sus vacaciones en la Costa Azul rodeada de lujo bajo unas enormes gafas de sol y los 14 de julio en París gritando: ¡Vive la France!, en la plaza de la Bastilla. Especialmente exultante estuvo en 1989 con las celebraciones del bicentenario de la revolución francesa. Revolución, por otra parte que posiblemente la hubiese condenado a la guillotina debido a sus aires aristocráticos ¿Sería todo fachada?, ¿imaginaciones mías? Supongo que el glamour siempre consiste en vivir por encima de las propias posibilidades, en una pequeña mentira que da lugar a otra mentira y termina fuera de control. En cambio, el aburrimiento se muestra dócil y fácil de manejar, como los coches japoneses que aunque anodinos, dan pocos problemas.

Nunca pude comprobar si la burbuja de Mrs. Kelleher finalmente estalló, si alguna vez llegó a clase con ojeras, el pelo sucio o sin andares altaneros con los cuales impactar a unos críos. Nunca pude comprobar si, cansada de fingir tanto derroche de energía llegaría un día al colegio medio llorando y gritaría: ¡Je n’en peux plus! Menos aún cuando sufrí un brusco cambio académico en cuanto al aprendizaje de idiomas y pasé de estudiar francés a español. Sí, de pronto me vi repitiendo las diferencias entre ser y estar o localizando Montevideo en el mapa. Aunque llevaba seis años sin instrucción académica en castellano, las clases no supusieron mayor problema, pero tampoco creo que ayudaron a recuperar los años perdidos para una eventual vuelta a Europa.

La partida de España años atrás puede que no fuera fácil, pero casi más difícil fue el regreso. De niño, todo se ve como un eterno juego, mientras que de adolescente, la vida se transforma en un drama sin solución. Dejaba atrás buenos amigos en el peor momento y sí, volví a verlos, pero tal y como escribía Arturo Barea, el hilo continuo se rompió y al rencontrarnos de nuevo, quedó un nudo.

Aparentemente, el contraste fue enorme. De pronto, pasé de saludar a los vecinos que salían hacia Manhattan trajeados con maletín en mano, a saludar a mis nuevos vecinos, con otro tipo de atuendos y otro tipo de trabajos más relacionados con la ganadería que con rimbombantes bufetes de abogados o con la especulación bursátil, pero tampoco me importó demasiado. Qué más daban los vecinos si ya no podía pasar las horas muertas en casa de mi amigo hindú, mientras el olor a curry penetraba en la ropa, o escuchar los discos de Cat Stevens que tenía la madre de un amigo canadiense. Sí, llegaba a una España pletórica con las Olimpiadas de Barcelona, con Miguel Indurain en eclosión y la Exposición Universal de Sevilla, pero yo, chaquetero de mi, animaba a Michael Jordan y su Dream Team, porque ya sufría el mal que adolece todo aquel que pasa un tiempo en el extranjero. Aquel mal que le deja a uno fuera de juego y en un purgatorio apátrida, para siempre.

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