Bakalao a la valenciana

Parece que todo acto de escribir comienza con algún suceso catalítico externo. No soy capaz de buscar por mi cuenta los recuerdos más recientes o lejanos en la memoria, cabeza o donde quiera que se guarden. Porque lamentablemente, solo puedo escribir sobre el pasado. No puedo imaginar un futuro, ni utópico, ni distópico, ni siquiera costumbrista. Este último género coquetearía con un oxímoron, pudiendo ser la última pirueta que queda por realizar en la literatura.

Necesito un empujón para empezar, cómo un suicida tan vocacional como cobarde, que no puede desarrollar su objetivo sin que alguien le invite a saltar desde el alfeizar.

Esta vez, la inspiración surgió de uno de los documentales más vacíos de contenido que haya podido ver en mucho tiempo, recomendado por mi amigo Jorge, también conocido en círculos íntimos como Gordo Bananas, o mejor Gorban, que dignifica más su figura a lo súper villano de tebeo.

Quizá tal vacuidad fáctica de los diálogos socráticos no dogmáticos fuera el objetivo del realizador, que en su día decidió grabar a unos jóvenes que participaban en la conocida ruta del Bakalao valenciana, allá por los años noventa del siglo XX. Una década que comenzó con el fin del sueño soviético como potencia. De pronto, el planeta perdió al segundo mundo, pero el tercero no ocupó su lugar, dejando una metafórica e insalvable brecha entre ambos. El deshielo de todo el miedo contenido en occidente durante la guerra fría dio rienda suelta al comienzo de una nueva era que enterraría las hombreras y los pelos cardados, pero iba a plantar la semilla de esta vida a veces tan chabacana que llevamos hoy en día. Una prueba de ello estriba en que la cadena televisiva Telecinco comenzó sus emisiones poco después de la caída del muro de Berlín, con las Mama Chicho como pistoletazo de salida hacia ninguna parte.

Toda nueva era necesita su movimiento juvenil ad hoc. Durante la transición de la España posfranquista surgió la movida madrileña. Qué mejor forma de comenzar el nacimiento de la era horteriana con la ruta del Bakalao.

Creo disponer de gran tolerancia hacia todas aquellas asociaciones de jóvenes que a lo largo de la historia reciente han intentando cambiar el mundo, aunque fuera para mal. A pesar de que pueda no compartir sus preceptos, siento empatía y comprendo sus inquietudes, aunque éstas acaben siendo fallidas. Comprendo los propósitos que tuvieron los primigenios hippies al pensar que un mundo mejor era posible cuando se empezaron a televisar las guerras, con el resultado que todos conocemos. Comprendo el nihilismo de los punkis en una Inglaterra deprimida y sin trabajo, incluso el desmadre que supuso la ya mencionada movida madrileña tras cuarenta años de represión. Comprendo el contexto histórico, el nacimiento, el desarrollo y hasta el declive. Todos soñaban con implantar sus ideales, albergaban intenciones, que aunque frustradas, dejaron algún poso.

Pero francamente, la Ruta del Bakalo como forma de vida ni la entendí entonces, ni la entiendo ahora, veinticinco años después. Ni siquiera tras ver un documental en el que los dueños de las discotecas incluso presentaron una iniciativa legislativa a las autoridades para que les permitieran ampliar los horarios de las salas de fiesta. Intentaba nacer el horario cañero. Me imagino el surrealismo que debió reinar durante los posibles encuentros entre una joven Rita Barberá, alcaldesa de Valencia en aquella época y estos descerebrados.

Cuando el entrevistador intentaba indagar en las inquietudes o razones por las que salían de fiesta un viernes y no volvían a casa hasta el lunes, los entrevistados contestaban que “para aguantar”. La respuesta ya lo dice todo. La razón por la que aguantaban noches sin dormir no era otra que aguantar. Comemos para comer, andamos para andar y respiramos para respirar.

También les preguntaban si no se aburrían de hacer siempre lo mismo. Respondían que tampoco seguían la ruta del Bakalo todos los fines de semana. A veces iban a otros sitios y con otra gente. El sujeto no especificó a qué lugares alternativos acudían, pero me imagino que serían otras discotecas, con lo cual de nuevo volvemos al origen. Para no aburrirse de botar en la discoteca, visitarían a otras discotecas. Una verdadera metáfora del bendito atasco mental en el cual nos encontramos en occidente y del que todavía no somos capaces de salir. La deuda se soluciona con más deuda, la ignorancia con más ignorancia y los escándalos de corrupción con más corrupción.

Creo que el fallo del documental fue simplemente el de grabar para lo posteridad lo que fueron unas simples borracheras juveniles sin sentido, que no me veo con autoridad de juzgar. Intentar otorgarles cualquier atisbo de trascendencia humanística a tales hechos, parece el mismo error que cometo cuando intento descifrar la intensa mirada de mi gato Camilo desde mi punto de vista. Siempre soy yo quien aparta la mirada y pierde.

Aun así, reconozco que la música máquina me retrotrae a un tiempo especial, porque simboliza el muro cultural que me encontré con dieciséis años al cambiar de colegio y recalar en el IES de El Astillero, tras siete años en el exilio.

No entendía el éxtasis al que sometía Chimo Bayo a sus feligreses, ni las patadas de Jean Claude Van Damme, pero sí la amabilidad con la que fui tratado por todos mis compañeros. Supongo que la extrañeza era mutua e igual de extravagante les parecería yo cuando sostenía que prefería parecerme a nuestro profesor de matemáticas Antonio que al mencionado especialista en artes marciales y nefasto actor. Nadie comprendía que prefiriese la delgada figura de un sabio despistado a la del torneado torso de un atleta, ya que ante un hipotético y absurdo duelo entre ambos, estaría claro el ganador. Depende de cuál fuera el reto, podría haber respondido yo.

Antonio era su nombre, pero en aquel instituto los alumnos lo conocían como “El Chanclas”. Un apodo que de algún modo intentaba echar por tierra los méritos de un adelantado a su tiempo, que en el recreo ofrecía impartir clases de Taichi, décadas antes de que el yoga se convirtiera en el súper alimento espiritual de moda.

No recuerdo si el primer día de clase vino en sandalias, pero sí que nos propuso el punto de partida de un debate que acabó durando semanas: ¿son las matemáticas un invento o un descubrimiento? Como la mayoría de los debates, creo que quedó sin conclusión. Él no impuso su postura, si es que la tenía, pero a lo largo del curso nos sacaba de paseo para observar la geometría de las plantas o los fractales presentes en la naturaleza. Todo un genio y figura, con trato algo áspero de entrada, pero tras el cual se escondía un gran sentido del humor y personalidad. Años después, coincidí con él en un club de espeleología y conocí más de cerca a un personaje muy interesante cuyo fondo difícilmente se vislumbra si uno solo se fija en la superficie. Las esporádicas visitas a su casa en los últimos años siempre han sido provechosas, bien en forma de relatos sobre sus viajes de juventud y actuales, afición a la escalada o por el simple hecho del descanso visual que supone su casa en el pueblo de Setién, un remanso de paz con grandes ventanales que le traslada a uno al norte de Europa pre IKEA.

Su esposa, Marisa, igual de enigmática, comparte un modo de ver la vida muy fresco comparado con un entorno muchas veces abotargado, pero para apreciarlo resulta preciso enterrar algunos prejuicios. Recuerdo, que durante las clases los compañeros lo imaginaban como un tirano que maltrataba a sus hijos por no dejarles ver la televisión. De nuevo, un adelantado a su tiempo. Ahora ya nadie se escandaliza cuando la Reina Letizia limita a los fines de semanas el uso de internet y televisión , o quizá sí.

El bueno de Antonio intentaba explicarnos que la mente es como una botella y que para que el aprendizaje sea fructífero, tenemos que quitarle el tapón. Puede que parezca engañosamente obvio, pero sus palabras quedaron guardadas hasta hoy.

Sus clases pretendían ir un poco más allá de lo meramente numérico, invadiendo terrenos filosóficos, inalcanzables para unos chavales que nos divertíamos con Chicho Terremoto. Yo tampoco entendía mucho de lo que decía, pero no necesitaba de motes absurdos con los que intentar mofarme; probablemente, del único profesor del centro que había escrito una tesis doctoral.

Un desperdicio de talento que no supe aprovechar. Aquellas botellas vacías parecían como si carecieran incluso de orificios en los que colocar tapones y yo sediento sin saberlo, me lamentaba por ver toda esa agua discurriendo por el desagüe.

Aquel curso no hubo ni Carpe Diem, ni suicidios melodramáticos, ni edulcoradas charlas paternalistas entre profesor y alumno. Los días transcurrieron por dos orillas paralelas, solo convergentes en el infinito. A un lado se encontraban temarios rebosantes de conocimiento y al otro, adolescentes que se parecían a los que comían pastillas de colores en clubs hirvientes. Entremedias, el torrente ensordecedor de hormonas, sudor y lágrimas que imposibilita cualquier entendimiento por mucho que se grite. El curso terminó y no volví a saber nada de Antonio hasta diez años después, en un contexto más adulto, menos cruel con lo desconocido, con lo diferente.

Ahora, ya abuelo, sigue conservando una insaciable vocación por la exploración del subsuelo y si alguna vez compro maicitos, no puedo evitar recordar sus palabras un día que pasamos mucha hambre en una ruta espeleológica: “come estos kikos, dan un energía que te cagas”.

Tampoco se me olvidará su cara de sorpresa la noche de perros en la cual Noe y yo nos presentamos en su casa con un paraguas de regalo. Fue en compensación por el que tuvo que destrozar para poder utilizar las varillas y desatascar así mi vetusta lámpara de carburo al comenzar otra jornada en una cueva cántabra. Puede que fuera ese día en el que nos descubrió el Eneagrama, una forma de clasificar las personalidades que da lugar a toda una teoría psicológica con conexiones y simbología que roza el New Age, pero que nadie se preocupe, no se piden donaciones para costear la reserva de una plaza en la nave que vendrá a salvarnos. Simplemente, entre muchas otras cosas, intenta desmontar aquello que muchas marcas comerciales intentan vender, que somos únicos. No, me temo que solo somos nueve y con esas nueve personalidades se crean siete billones de individuos, algunos de los cuales asocian la música máquina con ideas tan peregrinas como las matemáticas y quienes las imparten.

Anuncio publicitario

2 comentarios sobre “Bakalao a la valenciana

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s