Cuando Fabergé puso un huevo en Infiesto

Parecía que fuera a ser un día de tantos en los que improvisábamos un paseo de montaña por el inabarcable paisaje asturiano. En los casi quince años que llevo viviendo en Oviedo, en escasas ocasiones hemos repetido ruta y creo que tenemos para otros quince años más sin pisar los mismos caminos. Se pueden encontrar desde excursiones que implican altísimo compromiso y dureza por escarpadas crestas calizas hasta idílicos paseos entre majadas cubiertas de hayas. Todos tienen en común la capacidad de compensar, cual vetusto mecanismo de engranajes, lo peor que la vida pueda ofrecer.

Habíamos quedado con nuestra amiga Silvia frente al teatro Campoamor. La recogimos con puntualidad casi británica, ajenos a la importancia que iba a adquirir la medición del tiempo durante la jornada.

En una hora escasa, llegamos a Pesquerín, un pequeño pueblo cercano a Villamayor y en el cual nos encontramos con el resto de mi harén. Es decir, con unas amigas de Silvia: Ele, Noe II y Reyes. Nada más bajar del coche, la impresionante vista del macizo occidental de Picos de Europa y la cálida temperatura de un extraño día de diciembre hicieron que el viaje mereciera la pena. Aunque fuera por el simple hecho de envidiar la visión con la que se levantarían los dueños de una preciosa casona bermeja con su balcón tipo solana orientado convenientemente hacia las fabulosas vistas alpinas.

Comenzamos a caminar por una pista hormigonada que inevitablemente le restaba cierto encanto al paseo, pero el surgimiento de las modestas sierras del Sueve y Cuera a nuestras espaldas en un día con un nítido brillo, tan espectacular, equilibraba de nuevo la balanza. En una fuente, nos encontramos con dos simpáticos señores entrados en años que se encontraban realizando una travesía desde Espinaredo y envidiosos de verme rodeado de tantas féminas, aseveraron que a ellos también les esperaban sus esposas en Pesquerín.

Poco después, llegamos a una estupenda majada de cabañas de piedra entre árboles, tan abundantes en el campo asturiano y en la cual paramos a reposar y comer. Entre la conversación se comenzó a oír un molesto ruido de combustión y un elemento intrusivo con forma de todo terreno apareció. Se trataba de otros dos jubilados que nos dieron conversación y explicaban como actualmente subían en coche ya que se habían cansado de subir tantas veces andando cuando la pista no existía. Al dejarlos atrás, alguna díscola acompañante bromeaba con la idea de que los jubilados buscaban mujeres en edad casadera. Cual Moro Muza, zanjé la discusión con cierta ironía, sugiriendo que no había posibilidad alguna de tal hecho porque en realidad la escena representaba una versión senil y asturiana de la aclamada película Brokeback Mountain, en la que dos apuestos vaqueros viven una tórrida y prohibida relación amorosa.

Entre cotoya y cotoya, llegamos a la cumbre del modesto Pico Torre, que nos recibió con una cruz flácida, confeccionada con muelles oxidados y que algún incauto había intentado enderezar con un palo, fracasando en el intento. El autor de tal obra, bien no se dio cuenta de que una cruz con muelles no se tendría en pie por si sola o quizá quiso reflejar su visión particular sobre la caída en desgracia de la iglesia como institución. ¿Quién sabe?

Tras intuir la ría de Ribadesella y almorzar, un agradable ataque narcoléptico se apoderó de mí y me quedé medio dormido escuchando cómo las féminas hablaban, sin entender muy bien lo que decían. En cambio, sí me desperté del todo cuando alguna de ellas enseñó a las demás el mensaje de audio que había recibido. Se trataba de la interpretación por parte de un supuesto pretendiente de una canción empalagosa de David Bustamante. La descolocada pretendida pedía consejo para darle su respuesta, ya que parecía demasiado serio para tratarse de una broma, pero daba demasiada risa como para tomárselo en serio. No llegamos a ninguna conclusión y la guerra psicológica de dudar si le estaba tomando el pelo o de verdad se estaba declarando a través de David Bustamante nos carcomió un buen rato.

La bajada por la otra vertiente resultó más entretenida que la subida y en poco tiempo nos encontrábamos de nuevo en el coche, sin apenas habernos cansado, pero satisfechos por las vistas de un bonito paseo otoñal.

Ele tenía que volver a Oviedo para cuidar de su abuelo que se encontraba ingresado en el hospital y la acompañó Reyes. Los demás paramos en Infiesto para esperar a que abrieran La Casa del Tiempo, un museo sobre relojería ubicado en el centro de dicha localidad. Noe siempre tiene un as en la manga guardado para cualquier ocasión, mientras que yo aporto la pereza que me dan este tipo de visitas. El éxito quedaba garantizado.

Aparcamos los coches y Noe y yo recorrimos la calle principal de la villa abrazados como Bob Dylan y Suze Rotolo en la portada del disco The Freewhelin’ Bob Dylan, arrepentidos por no haber cogido nuestras chaquetas y olvidando que en realidad el calendario marcaba: diciembre. En la puerta principal del museo, dudamos de si merecería la pena entrar y puede que fueran las bajas temperaturas lo que nos hizo decidirnos. Una señora leía un libro en un mostrador y al preguntar por las entradas, nos dijo que pagáramos dentro, que no hacía mucho tiempo había comenzado una visita guiada.

El museo contaba con una pequeña sala de unos ciento cincuenta metros cuadrados. Para mis adentros pensé aliviado que por lo menos la visita duraría poco. Un señor de mediana edad que hablaba con una familia mientras observaban unas vitrinas nos atendió, momento que fue aprovechado por todos los miembros de dicho clan para diluirse por la sala y finalmente desaparecer. Nos quedamos solos con aquel hombre menudo que se interesó por nuestras profesiones antes de comenzar la visita. Explicó que dependiendo de nuestra respuesta enfocaba la visita en una u otra dirección.

Nada más empezar, ya confesó que el museo lo regentaba una asociación sin animo de lucro y que su pasión por la relojería se pudo desarrollar gracias al acaudalado patrimonio de su esposa. Mientras comentaba que podrían llenar más de cinco mil metros cuadrados con la colección completa, nos mostró unas piezas del siglo XVIII y XIX pertenecientes a sendas iglesias. Explicó su funcionamiento con apabullantes detalles y terminología que a veces resultaba complicado entender, pero la pasión con la que describía el modo en el que cada engranaje se fabricaba con fundición en molde de arena o cómo los bastidores de aquellos armatostes se realizaron con acero conformado para que no se oxidaran, compensaba con creces mi incapacidad de comprensión. Resultaba curioso observar el modo en el que las ruedas y mecanismos de la maquinaria pesada convergían en una pequeña esfera, cuya función no era otra que la de reflejar la hora que marcaba la esfera principal del reloj. Así, el operario encargado de ajustar la hora no corría el riesgo de caerse del campanario cuando realizara dicha tarea.

Otro reloj de iglesia del siglo XX, ya con motor eléctrico para darle cuerda, cerraba la zona dedicada a maquinaria pesada y ya nos daba a entender que los relojes en los templos no tenían otra función que simbolizar el poderío del pueblo, o mejor dicho, de la iglesia. Cuantos más sonidos ofrecieran, más orgullosos podrían sentirse los feligreses. Una competición vanidosa similar a la carrera espacial que tuvo lugar durante el siglo XX y que supuestamente aportó grandes avances tecnológicos.

En la siguiente sala, nuestro interlocutor fue abriéndose más. No debió considerar muy amenazadoras nuestras andrajosas vestimentas montañeras con pinceladas de sudor y barro. Nos contó que él no sabía encender un ordenador, pero que había contratado a un hacker para programar una aplicación que controlara todas las subastas del mundo y poder así pujar once segundos antes del cierre. De este modo, nadie se le podría adelantar. El programador, de carácter huraño, trabajaba para una multinacional y había llegado a un acuerdo con sus jefes para utilizar su poderío informático y poder así dominar todas las subastas. En aquel instante, dudé de la veracidad de tales afirmaciones procedentes de un señor con ínfulas de Lex Luttor, pero sus ojos chispeantes cuando las pronunciaba me estaban empezando a hipnotizar.

La siguiente sala contenía relojes de la zona francesa de Morez, ubicada en la frontera Suiza. Sus gélidos inviernos invitaban a que los artesanos se dedicaran a confeccionar relojes para las familias adineradas que los compraban para impresionar a las visitas. Mayoritariamente, los hombres se encargaban de la carpintería y maquinaria, mientras que las mujeres decoraban los relojes con elementos florales. Al parecer, gracias a la relojería, se inventó la caja de cambios de los automóviles con cien años de ventaja y todo para que los invitados se quedaran maravillados con el contraste del sonidos graves y agudos durante el cambio de horas, fruto de relojes con varias marchas. Nuestro anfitrión repetía una y otra vez que todo estaba ya inventado y que nada de meritorio podía ver en que los coches sean capaces de aparcar solos en la actualidad. No le faltaba razón, porque aquellos artesanos fabricaban esas maravillas de la nada, como quien tala un árbol y elabora una cómoda para guardar toallas. Tal hazaña solo es comparable al milagro que supondría para mi cocinar una comida de tres platos para una docena de comensales sin morir en el intento.

Mientras nuestro guía intentaba hacer funcionar el reloj de dos marchas, que siempre le dejaba en mal lugar según él, nos explicó que no le agradaban las restauraciones artificiosas, con lo cual no se había molestado en barnizar los deteriorados pies de los relojes. Le gustaba que se recordara que antiguamente los suelos se fregaban con arena y dicho mineral desgastaba las extremidades de los muebles.

Un reloj más pequeño, diseñado para la mesita de noche del cuarto de invitados, disponía de un pequeño botón que al accionarlo informaba de la hora. De este modo, las visitas, desorientadas por el ajetreado viaje se tranquilizarían pensando que todavía quedaban unas horas hasta el amanecer. Detalles, cuya finalidad no era otra que destacar por encima de su entorno. Efectivamente, pocos resquicios quedan libres donde innovar, sobre todo cuando se trata de apaciguar complejos, envidias o la falta de personalidad que necesita de muletas materiales para afirmarse en sociedad.

En el extremo opuesto de la sala, unas vitrinas exponían relojes de bolsillo tanto para caballeros como para damas y una vez más, la finalidad no era otra que poder exhibirlos en el momento preciso del evento social al que asistieran, en aquel instante en el cual todo el mundo estuviera mirando el flamante reloj de última gama que además de la hora permitía consultar la fecha y hasta la fase lunar. Los relojes de bolsillo supusieron un hito tan grande como el invento del teléfono inteligente. Ya no se necesitaba atraer a las visitas a casa para fardar, sino que se podía presumir en cualquier lugar. Que para ello se necesitaran infinitas horas de estudio para guardar toda aquella tecnología en un espacio tan reducido, era lo de menos, en la actualidad tampoco creo que se aprecia. Tal era la incomprensión por parte del consumidor del funcionamiento de estas nuevas máquinas, que los relojeros tuvieron que incluir péndulos diminutos falsos sin ninguna función salvo la de tranquilizar a su propietario. La era del péndulo había terminado y comenzaba la época del volante. Aquí sí se podía apreciar definitivamente el arte plasmado en tales artilugios, algunos de los cuales tardaron más de treinta años en fabricarse, poco más de lo que tardó Lorenzo Ghiberti en esculpir las Puertas del Paraíso del Baptisterio de Florencia. A día de hoy, parece inconcebible que ninguna pasión dure treinta años y menos que alguien pueda esperar tanto para ver su resultado. La paciencia que antiguamente se asociaba a China se perdió para siempre desde que comenzaron a fabricar sin descanso objetos inútiles y con la rapidez como único objetivo.

Uno de aquellos relojes, colocado en una vitrina algo destartalada, costaba más de tres millones de euros según su propietario. La pregunta fue inmediata: ¿No tiene miedo de que se lo roben? La respuesta fue quizá hasta más rápida. No le preocupaba en absoluto. Es más, le gustaría que alguien lo intentara para poner a prueba el cuarto mecanismo de protección. Tras sus palabras se hizo un breve silencio. Como quien no quiere decirlo, pero en el fondo lo está deseando, nos explicó la cuarta barrera, la cual si se ponía en marcha, el presunto delincuente no saldría vivo de allí. Quedaba claro que ya no estábamos visitando un museo en la pequeña localidad de Infiesto sino que nos encontrábamos inmersos en el escenario de películas como La Pantera Rosa de Blake Edwards. Comentaba que le encarcelarían, pero que disfrutaría ver por las cámaras dispuestas como los ladrones caían fulminados por la falta repentina de oxígeno. Al parecer, se trataba de un sistema antiincendios perteneciente a una multinacional con la que él colaboraba. En un momento dado, se deshicieron del mismo y se le ocurrió adaptarlo a su museo para evitar de forma sádica hurtos indeseados.

Además, si alguien consiguiera robar algo, no llamaría a la Guardia Civil sino a unos conocidos, véase matones, que encontrarían la pieza en menos de tres días. La película ahora había dado un giro hacia los bajos fondos que tan bien sabe retratar Martin Scorsese. Quizá fue en este momento cuando nos contó que a las ferias acudía con chaleco antibalas por si acaso y que aunque no se consideraba antisemita, no se fiaba de los judíos. Los consideraba gente muy peligrosa que eran capaces de cualquier cosa por conseguir una pieza, incluso matar. Su misteriosa esposa ya le había advertido sobre ellos y pocos tratos hacía con tales seres de costumbres repugnantes, según él, como la de no tocarse la noche de bodas.

Tampoco tardó en confesar que lo que realmente les interesaba a algunos seguidores de Yahve que había conocido, era su clepsidra con más de dos mil años de antigüedad encontrada en un pecio. Desconocíamos lo que era una clepsidra, pero nos lo explicó amablemente. Se trataba de un cuenco de barro con forma de tiesto y un agujero en su base por el que salía el agua. Con una varilla graduada se podía medir el paso del tiempo relativo. Eran utilizados en la antigua Grecia, Roma o Egipto a modo de reloj de agua, por ejemplo, a la hora de debatir, para que cada ponente contase con el mismo número de marcas para exponer sus argumentos. El mundo conocido tiene constancia de la existencia de pocos dispositivos similares al suyo. Uno de ellos se encuentra en el Templo de Karnak (Egipto). Tal es el incalculable valor de su clepsidra que se encuentra en paradero desconocido, incluso para él, por seguridad. Teniendo en cuenta la solemnidad de sus palabras, parecía imposible no creerle.

Cada anécdota resultaba más intrigante que la anterior. No ya solo por las increíbles peripecias en torno a los submundos cuasi criminales asociados a algo tan aparentemente inofensivo como los relojes, sino que su alto grado de erudición me estaba asombrando y la visita traspasaba el ámbito de la relojería para convertirse en un relato histórico sobre la humanidad, porque cada pieza que mostraba se veía respaldada por un sesudo estudio. A veces, sus investigaciones sobre las inscripciones halladas en un reloj que parecían pertenecer a una logia masónica llamada Los Caballeros sin cabeza, encallaban, quizá por razones oscuras. Pero otras, florecían y conseguía descifrar un manuscrito japonés que explicaba cómo en el país oriental cambiaban la hora hasta quince veces al año para que el día y la noche duraran lo mismo. No comprendí del todo para qué tenían que remplazar la esfera de los relojes durante estos cambios, pero cuando apuntó a la esfera de un reloj japonés con motivos paisajísticos, si compartí la sensación de tranquilidad que evocaba.

No menos interesante resultó la explicación sobre unos pequeños folletos antiguos ingleses editados para el mercado norteamericano acerca de cómo convertirse en relojero en cinco semanas. Se trataba de un curso por correspondencia que condensaba de forma muy práctica todo lo que se tenía que saber para convertirse en relojero. O el relato de cómo un multimillonario estadounidense, le dejó en herencia unos manuscritos incunables sobre relojería por miedo a que sus herederos no los aprovecharan.

Cada vez más fascinados, volvimos de nuevo a la vitrina para observar como en ella lucía nada menos que un huevo de Fabergé abierto, albergando un reloj. Karl Gustavovich Fabergé fue un artesano ruso que fabricaba joyas en forma de huevos para que el Zar y la Zarina se intercambiaran presentes en Pascua, la festividad más importante para los cristianos ortodoxos. El valor que tienen estas piezas de arte es difícilmente calculable y anteriormente solo las había visto en el museo del Kremlin. Ni por asomo pensaría que en Infiesto hubiera uno, al lado de un reloj de bolsillo con autómatas replicando posturas del Kama Sutra. Este último, no se mostraba a las damas por educación.

Seguimos obnubilados al girar nuestras cabezas y observar que a comienzos del siglo XX a algún iluminado se le ocurrió imitar a Henry Ford y empezó a confeccionar catálogos de relojes para que éstos dejaran de pertenecer exclusivamente a la alta sociedad y todo ciudadano pudiera disfrutar de uno. Había comenzado la sociedad del consumo, de la publicidad, de los créditos bancarios para comprar adornos y la trampa carcelaria que todo ello supone. La apariencia terminó por dominar el mundo. La mujer del César ya solo tenía que parecerlo, daba igual que lo fuera en realidad.

La tercera y última sala se encontraba dedicada tanto a la industria ferroviaria como marítima. Lejos de perder intensidad, seguimos atónitos ante las explicaciones sobre cómo los relojes marítimos antiguos no se podían manipular para evitar episodios de sabotaje. Antes de que triunfaran los GPS, los navíos se orientaban mediante sextante para obtener la latitud y con un reloj se podía calcular la longitud. Si el reloj fuera manipulado convenientemente, la posición ya no sería exacta y la trayectoria se vería desvirtuada, con lo cual el destino no sería el deseado por el capitán, sino el calculado por los saboteadores, en donde estarían esperando con los brazos abiertos.

Especialmente nostálgico resultó disfrutar de los antiguos relojes de estación en los cuales los mecanismos no se encontraban dentro de la esfera sino que toda la maquinara quedaba del lado del despacho del jefe de estación, desde el cual se podía cambiar la hora cómodamente. Creo que ya no olvidaré que si en algún lugar veo un reloj de estación fuera del ámbito ferroviario o es falso o bien es robado, ya que todos pertenecen a Patrimonio Nacional. Parece lógico y hasta obvio, pero hasta que no se lo cuentan a uno, parece que no repara en ello.

Tampoco pensé nunca que los aficionados a la colombofilia tuvieran dispositivos tan sofisticados en la antigüedad para calcular y almacenar de forma inequívoca los tiempos de cada paloma en los concursos que organizaban, o que los británicos inventaran a mediados del siglo XX un despertador que además recibía al usuario con dos tazas de té recién hecho cada mañana.

Cómo imaginar que para la exposición Universal de París un artesano inventara el reloj jaula que incluía autómatas hechos con mirlos disecados que cada hora cantaban y se movían, primero el padre y luego el hijo.

Todo lo que encontramos en la pequeña exhibición parecía sacado de un mundo que ya no existe. De un mundo olvidado, muy lejano y cercano a la vez al nuestro. Un mundo, el actual, donde las pasiones efímeras campan a sus anchas, amontonándose unas sobre otras a medio roer y pudriéndose por falta de uso.

Aquella tarde comprobamos que Albert Einstein acertó con la posibilidad de dilatar y comprimir el tiempo. Sin salir de una diminuta sala viajamos a través de la historia de la mano de un hombre que se podría considerar anacrónico, pero quizá más valioso que un huevo de Fabergé o una clepsidra. Así se lo hice saber; tratándole de usted, al igual que él lo había hecho con nosotros durante toda la visita. Rápidamente me corrigió y me pidió que le tuteara mientras salíamos de aquella habitación más de dos horas y media después. Incluso se permitió el lujo de bromear, alegando de que nos devolvería los tres euros que había costado la entrada si no estábamos conformes. Creo que han sido los tres euros mejor invertidos de mi vida, incluso si nada de lo que habíamos presenciado fuera veraz.

Solo ahora se comprende lo mal que me siento cada vez que saco del bolsillo mi móvil fabricado en China y veo la hora en una pantalla luminosa. Hace décadas que he dejado de utilizar reloj de pulsera. Otra vulgaridad más con la que cargo a diario.

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