De qué hablo cuando hablo de gente solitaria: Tokio

Amaneció en Tokio muchas horas antes de que nos despertáramos en aquella diminuta habitación de apenas cuatro tatamis de superficie y con un ligero olor a humedad que se desvanecía a los pocos minutos de entrar. La ventana daba a un patio interior escondido tras un panel corredero de madera cubierto de papel de arroz que difuminaba la fealdad exterior cual filtro fotográfico. En la estancia únicamente se permitía la entrada de una luz matinal que terminó por recordarnos que ya era hora de levantarse.

Tras despedirnos del recepcionista vestido con su tradicional yukata, nos enfundamos los zapatos guardados en nichos junto a los del resto de los huéspedes. Traspasamos entonces una frontera importante en Japón, la que separa el lugar donde se lleva calzado del que no. Más adelante comprobaríamos que dicha restricción se podía complicar aún más, llevándola a extremos inimaginables.

A los pocos metros de pasear por calles semivacías y relativamente céntricas, encontramos una cafetería donde desayunar unas gruesas tostadas con miel y café en una minúscula mesa de un microscópico local lleno de gente que sorprendentemente no molestaba, tan solo miraban sus teléfonos en silencio. Nadie correteaba entre las mesas, nadie sorbía su bebida, nadie escupía, nadie relataba sus cuitas a voces. Solo de vez en cuando, la risa pudorosa de una colegiala que cubría su boca con una mano, se atrevía a romper el silencio que tapa a modo de manto todo el país.

Llama la atención que en una zona metropolitana con casi la misma población que España, un país vacío, se respete mucho mejor el espacio personal y otra linde mucho más importante, la sonora. El espacio sonoro se podría definir como el entorno en el cual se domina lo que se quiere oír, o mejor dicho, lo que no se quiere oír. Durante tres semanas quedaron para el recuerdo los bramidos de jóvenes que de madrugada suelen dedicarnos serenatas un fin de semana cualquiera, en un idioma incomprensible cuasi binario, compuesto por dos vocales, que se repiten una y otra vez: la ‘o’ y la ‘e’.

La estación de metro de Ikebukuro nos acogió de nuevo junto a otros miles de japoneses envueltos en trajes oscuros con maletines que deberían estar vacíos en un mundo en el que el papel va perdiendo su protagonismo, pero que en Japón quizá tengan sentido, ya que la supremacía tecnológica que siempre se le asocia a la nación parece que ha quedado relegada y anclada en los años noventa del siglo XX. En aquellos años el futuro parecía a punto de estallar, pero al igual que las eternas promesas que nunca cumplen sus expectativas, se fue quedando olvidado en el tiempo. Japón, Futuroscope, Epcot Center, son claros ejemplos de utopías tecnológicas inalcanzadas, porque para ello hubiera habido que convencer a muchos de que rompieran con su cómoda inercia y dejasen atrás sus viejas costumbres coloristas para sumergirse en el mundo blanco y aséptico prometido de golpe, sin transición. Lamentablemente, la pereza mueve el mundo de tal forma que termina quedando todo como está.

Por fortuna, en España no hemos mostrado demasiada ansiedad por cumplir con apuestas ambiciosas similares, ya que nunca pretendimos en serio salirnos del estereotipo cañí. Porque incluso durante la Expo de Sevilla o las Olimpiadas de Barcelona, culmen de la innovación hispánica, nadie se olvidó de Los Manolos cantando ‘Amigos para siempre, you will always be my friend’. Un gran acierto para limar solemnidades y ablandar rigideces.

Y menos mal que aun a día de hoy, un día caluroso le siguen mandando a uno whatsapps vecinas sin tatuajes, ataviadas con pareos de estampados eternos que sobreviven y desafían a cualquier moda. Siguen recibiendo en la salita, en la cual no se encuentra ni rastro de madera masticada blanca sueca y al entrar se observan tapetes de ganchillo cubriendo mobiliario oscuro, mientras platos de loza colocados en estanterías recuerdan vacaciones pasadas en Levante. Toda una idiosincrasia se desvela en diez metros cuadrados y cinco minutos de conversación. He de decir que asimilar con naturalidad una tecnología incipiente sin olvidar del todo el lugar de origen me parece una gran virtud que espero que no se pierda, ya que mantiene un mínimo equilibrio de las cosas, por lo menos para mí.

Un trasiego sin emociones resumiría lo que ocurre en todas las estaciones de metro de la capital japonesa. Caras serias sin expresión que contrastan con las infantiles melodías que anuncian la llegada de los trenes podría ser lo que se ve con asiduidad desde los andenes tokiotas.

Por las noches, muchos de los mismos ejecutivos que se dirigían dignamente a sus puestos de trabajo por la mañana, vuelven derrengados, descamisados y con la corbata desabrochada, tambaleantes por el alcohol consumido tras una larga jornada de trabajo. Se abrazan a las columnas como el marino que se agarra al mástil del velero en pleno temporal y solos, esperan unos minutos para reponer fuerzas y pensar cómo llegar al siguiente poste. En cierto modo, estos trabajadores de cuello blanco provocan incluso más pena que los indigentes, porque en Japón los vagabundos, por dignidad, no piden limosna. Sin embargo, los beodos asalariados parece como si hubieran perdido la suya, su integridad, y la anduvieran mendigando cada noche antes de llegar a un hogar posiblemente vacío para empezar al día siguiente una jornada idéntica.

Los vagones también los llenan jóvenes que transmiten menos congoja, quizá porque leen manga o intercambian mensajes con amigos en vez de jugar al solitario como los adultos encorbatados. La mayoría de los niños también se visten con uniforme, dejando para el calzado la única prenda con la que improvisar, en forma de zapatillas deportivas, mocasines o zapatos más formales. La uniformidad que tanto buscó Mao y tan poco presente se encuentra en China, queda patente en Japón. Porque a veces, menos social, más consumista y menos homogénea parece la China comunista que el Japón capitalista, donde existe un gran sentido cívico, de respeto por lo público y por el prójimo. Por contra, la vida íntima entre personas parece que se evaporó hace siglos y cada uno arrastra su soledad como puede.

Senso Ji fue el primero de decenas de templos que visitamos en Japón. Todos terminaron por parecerse demasiado y al principio tuvimos alguna que otra dificultad para distinguir si se trataba de santuarios budistas o sintoístas, pero la verdad es que resulta sencillo diferenciarlos.

El budismo llegó a Japón desde China en el siglo VI, atravesando Corea y ha convivido hasta día de hoy con la religión autóctona sintoísta que venera a la naturaleza. A veces, incluso se enmarañan ambas creencias y se practican indistintamente, porque no son excluyentes. Los budistas y/o sintoístas tampoco tienen gran vocación evangélica, importándoles poco el número de adeptos o la intensidad con la que se practique su culto. Parece como si fueran las religiones del ‘todo vale’ y quizá por dicha razón a ciertos occidentales, que se sienten oprimidos por una espiritualidad embotada y controlada por poderes rancios, les atrae la idea de libertad ofrecida por las religiones orientales. El problema es que muchos confunden la libertad brindada con la indiferencia mostrada por los monjes y al final los abrazos al budismo o similar se convierten en caricaturas posturales en Instagram acompañados de un batido desintoxicante de té matcha. La falta de tesón del aprendiz se une con el poco interés del maestro, pero por lo menos todos quedan satisfechos a su manera.

La forma más sencilla de identificar un templo sintoísta no es otra que buscar el característico tori, o puerta en forma de pórtico, tan típico de Japón, compuesto por dos pilares, coronados con sendas vigas transversales, una de ellas habitualmente curvada. Cruzada la línea que separa lo profano de lo divino una hilera de barriles de sake ofrecidos a los dioses lo acompaña a uno hasta lo algo parecido a un altar, en donde se debe buscar un trozo de soga del cual cuelgan pedazos de papel blanco doblados que recuerdan al logotipo de Las Schutzstaffel junto a un manojo de púas de paja. La cuerda representa la nubes, los trozos de papel los truenos y la paja la lluvia.

Antes de de proceder al sencillo rezo que consta de una combinación de palmadas con reverencias, una fuente con un cazo ofrece la posibilidad de purificarse lavándose primero la mano izquierda, luego la derecha, para terminar por enjuagarse la boca. Porque en Japón, la liturgia es un fin en sí mismo que denota orden y concierto.

Para satisfacer las obsesiones supersticiosas del pueblo nipón, en cada templo se pueden encontrar unas cajas con un pequeño orificio en su base que contienen palillos gigantes. Si se agita el dispensario y se consigue sacar uno de esos mondadientes mastodónticos, se podrá observar un número que se corresponde con uno de los muchos compartimentos dispuestos en un estante ad hoc. Se abre el pequeño cajón y se escoge uno de los papeles, que al leerlo, ofrecerá buena, neutra o mala fortuna. Como era de esperar, la fortuna de Noe fue mala y la mía neutra, con lo cual nos quedamos tranquilos. Noe camina por un valle de lágrimas y yo parece que sigo instalado firmemente en aquella mediocridad que no es ni chicha, ni limoná, tal y como cantaba el chileno Víctor Jara antes de ser torturado por orden de un general golpista llamado Pinochet.

Como consuelo y para no hundir demasiado en la miseria a los poco afortunados, se puede colgar el papel, formando una pajarita en un tendal de los malos augurios y así uno no se lo lleva a casa. La lluvia se encarga después de derretir los malos propósitos en un amasijo de papel maché que termina por secarse, creando formas grotescas de negatividad.

Junto a la maquina tragaperras de la fortuna se encuentra otro estante con tablillas de madera en las que la gente escribe sus deseos y los cuelgan de unos clavos, tapándose unos a otros. Se llaman emas y casi todas demuestran las buenas intenciones de la gente, compensando así el tendal funesto anterior. Una me llamó la atención porque parecía que Mariano Rajoy y Barron Trump se habían fundido en un único ser:

“I hope my speech will win and I hope my class will be only me. Be win.”

No entramos al zoo de Ueno, pero sí paseamos por el parque que lo rodea y llegamos al lago Shinobazuno, cuyos juncos disecados contrastaban con los rascacielos de fondo. Una ligera lluvia que no lograba cubrir del todo el sol mojaba a unos vendedores ambulantes que ni se inmutaban. De nuevo, una sensación de abandono emocional nos invadió. ¡Quién sabe si resulta agradable o no!

El inmenso parque alberga toda una serie de museos, entre los cuales se encuentra el Museo Nacional de Tokio. Quizá fuera porque entramos cuando quedaba poco tiempo para el cierre y no logramos acceder a los grandes tesoros, pero la impresión fue de pobreza artística, de falta de contenido. Salas oscuras, vacías, de las cuales colgaban algunos tapices con un arte que parece estancado en el medievo fue lo poco que encontramos y en otras, las aburridas vasijas milenarias que debido a mi ignorancia no soporto, junto a algún kimono y traje de samurai. Una esquina, en la cual se encontraba una lámpara encendida, fue lo más interesante que vi. Espero que alguien me saque de mi error a la hora de juzgar el museo, pero hasta entonces pensaré que cualquier pinacoteca de provincias española mejora con creces la oferta cultural del Museo Nacional de Tokio. Eso sí, me pareció pertinente y hasta gracioso que para advertir a los visitantes de la hora de cierre, se oyera por megafonía el Auld Lang Syne escocés.

Quizá fuera durante la visita al museo cuando empecé a teorizar y comprender a mi manera un poco mejor a los japoneses, o por lo menos eso creo.

Así como en occidente queremos creer en las libertades individuales que propiciaron toda una serie de revoluciones, en Japón parece que se sienten confortables y aceptan con naturalidad el sistema feudal señor-vasallo. Se pasó de los shogunatos medievales a la modernidad occidental sin transcurrir por el equivalente al renacimiento italiano. El individuo no existe, solo la comunidad. Por eso el arte resulta pueril y se respeta a los demás, pero solo como miembro de la comunidad. La falta del yo evita necesidades superfluas para ellos como sociabilizar, tan presentes en España por ejemplo, en donde lo ajeno importa poco porque cada uno va a lo suyo, pero en cambio se necesita encontrarse rodeado permanentemente del vecino, contárselo en un bar para no sentirse marginado. Son contradicciones que me resultan llamativas por su antimetría. Algunos se comportan de forma sociable para lo macro, léase civismo, pero le dejan a uno desamparado cuando se llega a lo micro, a las emociones individuales. Otros pecan justamente de lo contrario.

Unas mini nubes, ciertamente extrañas se posaban a metro y medio por encima del pequeño estanque que recibía a los visitantes del museo y mientras bebíamos un café con hielo sacado de una de las millones de máquinas expendedoras de bebidas sembradas por todo Japón, caminamos hacia Shinjuku en busca de un poco de algarabía en un país lleno de gente solitaria.

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